Archive for the Pensamientos random Category

    Después de un post particularmente extenso, dejo uno cortito y al pié, más como nota personal que como planteo.

    Dos videos con Slavoj Žižek.
    En el primero, lo vemos hablando de la existencia de reglas para romper reglas:

    El segundo, cómo es que desde el poder nos llega disfrazado el discurso coercitivo:

    Consideren la siguiente escena. Un señor en un medio masivo de comunicación dice que otro señor es un corrupto. Lo acusa de haberse robado dinero que pertenece a la gente haciendo uso indebido de los poderes de funcionario público. Esto desata una polémica. Gente afín al acusado dice que son obviamente mentiras y que al señor del medio masivo de comunicación habría que echarlo y meterlo preso. Gente contraria al acusado dice que son grandes verdades o hasta obviedades, y que al acusado habría que echarlo y meterlo preso. Ambos se dicen unos a otros que son los otros quienes están ciegos y no ven la realidad. Eso los lleva a reflexionar cómo puede ser: son idiotas, está claro, pero incluso tal vez sean gente incapacitada para entender lo que sucede, ya sea por falta de educación o por algún otro defecto; quizás son enfermos. Esa línea de razonamiento los lleva eventualmente a que, entonces, han de estar haciéndolo a propósito, que no hay otra explicación: son unos miserables que disfrutan destruyendo lo bueno del mundo, y lo que hacen es incuestionablemente indignante. Antes de poder reflexionar ninguna otra cosa, otro señor en otro medio de comunicación dice que otro señor diferente al anterior es un corrupto.

    Esta escena, que fue planteada de manera deliberadamente exagerada, es preocupantemente verosimil. Y no es tanto una cuestión de época como algo que se viene repitiendo desde tiempos inmemoriales. Tal vez la magnitud pueda entenderse como novedad, pero sólo si aceptamos “novedoso” a un mecanismo del que se tienen registros desde finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX. Hay algo con las mentiras, las verdades a medias, y la retórica, que está muy en boga y está siendo explotado hasta sus últimas consecuencias; y ese algo viene operando desde hace rato.

    Filósofos, historiadores, antropólogos, y muchos otros estudiosos y pensadores de la cultura y del ser humano pueden explicar con precisión los pormenores históricos y detalles importantes detrás de qué cosa pueda estar sucediendo; pueden mostrarnos otros tiempos donde las sociedades se manejaban distinto, pueden hablar de cuándo y cómo las cosas fueron cambiando hacia algo más emparentado a lo que conocemos, pueden esclarecer puntos claves de nuestro desarrollo que hayan modificado sociedades enteras, o pueden incluso contarnos un relato que nos ayude a ver en diferentes perspectivas. Lo concreto es que acá y ahora la corrupción indigna, y parece absolutamente inevitable que una acusación de corrupción, de deshonestidad, de farsa, genere de inmediato un juicio de valor no sólo explosivo sino viralizado. Empiricamente, decir de alguien que está en falta genera alguna forma de desaprobación inmediata, sea contra el acusado o contra el acusador. Y pasan cosas como que el desinterés es entendido como inmoral, y la neutralidad es rigurosamente juzgada como complicidad; y ahí va a parar el último atisbo de presunción de inocencia o cualquier otro constructo ilustrado o moderno que se inventara para salvarnos de la barbarie: existe gente que engaña a los demás, somos susceptibles de ser engañados, y día a día nos vemos obligados a renovar votos de fé para con la sociedad y hasta con nosotros: de un tiempo para acá tenemos hasta prohibido el mentirnos a nosotros mismos. Todos somos potencialmente uno de ellos, un enemigo, y sea lo que sea que está pasando nos lleva a vivir de facto bajo presunción de culpabilidad. Así nuestra realidad se vuelve rápidamente una esquizofrenia epistémica o un pandemonio jurídico, donde cabe la pregunta de cómo puede ser que un mecanismo tan imbécil como un tipo diciendo cosas por televisión nos pueda seguir afectando después de la segunda, tercera, cuarta, quinta vez…

    Fue reflexionando sobre aquella escena de la corrupción y la posverdad que en un momento me hice esta pregunta: ¿y si lo que pasa es que somos demasiado sensibles a la verdad? Entonces busqué algo al respecto en internet, y encontré solamente algunos ensayos de religiosos hablando sobre religión; lo cuál podría servirme, pero no es precisamente el objeto de mi estudio. A mí acá me interesa el fenómeno de que, en la práctica, la mentira duele; y no sólo eso, sino es que capaz de hacer destrozos enormes en las sociedades. Así como duele la mentira, también duele la verdad. Y no es que simplemente estamos engañados: somos una parte activa del supuesto engaño; es otra cosa lo que sucede acá. En esa reflexión, no supe responder sobre la supuesta demasía, pero sí creo poder hablar sobre la sensibilidad.

    Permítanme traer algunas otras escenas más o menos heterogeneas a colación de esta idea. Siguiendo con los medios, ¿qué está pasando últimamente con la idea del spoiler? Uno puede entrar por internet en cualquier comunidad de seguidores de alguna serie audiovisual. Mientras todavía están emitiendo los episodios semanales, en internet hay gente que por diversas razones tiene acceso al episodio más reciente antes que otras personas. A estos privilegiados súbitamente se les restringen o hasta censuran los mensajes, en virtud de proteger a otros miembros de la comunidad contra los efectos indeseados del spoiler. ¿En qué consiste el spoiler? En enterarse de cualquier posible sorpresa que pudiera deparar el próximo episodio de la serie, antes de efectivamente ver el episodio. Incluso se vive a menudo la situación inversa: ver gente que se “desconecta del mundo” temporalmente hasta no ver la serie, como modo de protegerse a sí misma contra el terrible y amenazador spoiler. Y pareciera ser hasta un hecho chistoso, pero uno puede ver acalorados debates subidos de tono entre gente sumamente apasionada al respecto del tema. No sólo eso, sino que es un fenómeno tan poderoso entre la gente que hasta existe toda una industria multimillonaria del hype alrededor de eso: se generan espectativas, que deben ser protegidas cual inversión riesgosa, y más allá del resultado una y otra y otra vez se va a volver a repetir el ciclo de generar espectativas para luego volver a generarlas y más tarde hacerlo una vez más, sin límite aparente. Esto es algo también sumamente arraigado en el mercado tecnológico, con cada nuevo modelo de teléfono celular. Creo recordar a Henry Miller diciendo a principios del siglo XX: “puedes ir a por la gran novela norteamericana; hay una nueva cada semana, todas la misma”; hoy tenemos grandes blockbusters norteamericanos en los cines de todo el mundo, semana a semana, mes a mes, todos ligeras variaciones los unos de los otros, y todos se proponen grandes eventos cinematográficos, grandes experiencias. ¡Y cuidado con corromperlas con un spoiler!

    Continúo con otro planteo. Hay algunas formas de verdades que no se pueden tocar. No se deben tocar. Estas son las verdades de orden religioso usualmente, aunque también algunas otras cuestiones que con el paso de los años se instalan como tabúes o principios a defender en las sociedades y terminan tomando una forma parecida (como ser los casos de la pedofilia, el aborto, o la pena de muerte). Son verdades dadas, aceptadas en comunidades, y basadas en principios que no se cuestionan; no sin considerable conflictividad. Otra situación: la pasión por el deporte. Algunas de las imágenes más violentas de nuestra sociedad contemporánea las podemos ver en el mundo del fanatismo deportivo (extraño concepto de por sí; como si el deporte estuviera en la misma posición fenomenológica que la religión). Allí, uno sigue a su equipo porque sigue a su equipo porque sigue a su equipo; no existe tal cosa como “cambiarse de equipo”, y perderle interés significa inmediatamente dejar de formar parte de una comunidad de selectos seguidores que se llaman a si mismos “verdaderos hinchas”. Están en las buenas y en las malas, y para ellos cada evento deportivo es una demostración más de la valía del equipo; estos fanáticos eligieron al mejor equipo que existe, por razones cuya cuota metafísica es directamente proporcional a la cantidad de encuentros en los que son derrotados. Siempre, incuestionablemente, son los mejores, y las razones son lo de menos: salvo a la hora de defenderse de todos aquellos que cuestionen al equipo, en cuyo caso es válido hasta el asesinato. Y, nuevamente, esto mueve millones y millones: de personas, de dólares, de megawatts…

    Voy a ir al grano, para no extenderme demasiado. Todas estas escenas tienen en común una relación muy particular con la verdad y la falsedad. En todos esos casos reaccionamos de manera casi hasta explosiva frente a planteos que nos muestran una verdad. Elegí esos ejemplos precisamente porque no son sutiles: es fácil ver la reacción desmesurada, las consecuencias indeseables, el caracter pasional del juicio involucrado y las pésimas generalizaciones que de él se obtienen. Así y todo, ese juego de reacciones y consecuencias constituye verdades para la gente, que por cuestionables que puedan ser a su vez constituyen empirias: y allí ya se ve en jaque incluso la objetividad misma. Y es que se trata de una relación con la verdad que tiene poco o nada qué ver con la objetividad. Sé que esto es algo muy actual en el planteo de la posverdad, donde se pretenden explicar muchos fenómenos masivos contemporáneos en una sobrevalorización de la experiencia subjetiva por sobre la objetividad; pero yo apunto a otro lado. Mi hipótesis está más emparentada con aquellos planteos críticos de la objetividad que se pudieron ver durante todo el siglo XX; en esa serie, tan sólo vengo a traer un detalle. Yo creo poder dar cuenta de un mecanismo que opera en la gente, en todas las personas en general, vinculado a cómo se percibe lo verdadero y lo falso. Algo entonces del orden de la percepción, que las medicinas y filosofías de la psiquis podrán justificar de muchas maneras. Somos sensibles a la verdad; reaccionamos a la verdad como reaccionamos cuando nos pincha un alfiler, cuando vemos una luz muy brillante, cuando tenemos frío o calor. Tenemos un metasentido de la verdad, una sensibilidad de la verdad. Temo que llamarlo “sentido de la verdad”, darle el caracter pleno de “sentido”, me lleve a problemas como la comparación contra el gusto o el tacto; si bien mi intuición me dice que tal vez estén sumamente emparentados, se trata de un problema que no me interesa: sólo me interesa dar cuenta de que somos sensibles a la verdad en tanto que fenómeno humano (y no como idea, ni como consecuencia lógica, sino algo anterior).

    Cabe aclarar que en adelante en este texto pretendo manejar verdad y falsedad como dos valorizaciones, dos formas de procesar el mismo objeto, la misma percepción: una con valor positivo y otra negativo si se quiere, pero en ambos casos el producto del mismo proceso y el mismo fenómeno, la misma función devolviendo su resultado que más tarde es procesado por algún otro componente del sistema.

    Repasemos un poco aquellas escenas. Volvamos a las acusaciones de corrupción. Podemos imaginar, en cualquier posición del plano político donde nos sintamos más cómodos, cómo es que podemos ser interpelados por algunas de esas situaciones, cómo es que nosotros podemos ser uno de los que nos encontramos defendiendo a un candidato o cuestionando a un periodista. Tal vez no con la virulencia que yo planteara, pero definitivamente con algunos fenómenos similares. Lo más probable que nos encontremos de repente incurriendo en falacias, seguramente ad verecundiam o ad hominem, donde tan sólo el quién dice lo que se dice es suficiente para tomarlo como verdad o falsedad. Ya no podemos volver de eso; a partir de ese punto ya estamos en razonamientos inválidos para cualquier forma de objetividad. Entonces tratamos de recurrir a los hechos, y nos damos cuenta de que no los tenemos: tenemos más discursos; alguien dice que vió algo, hay un testimonio, hay documentos que así y todo están sujetos a interpretación. No tenemos caso, no hay situación concreta de corrupción, sólo hay hipótesis cuanto mucho: pero así y todo no podemos ignorar el asunto, no podemos simplemente borrarlo de nuestra mente. Tiene consecuencias. Vamos a culpar a nuestros rivales políticos de jugar sucio, y vamos a decir que nuestros avatares de la verdad son los más adecuados para interpelar la realidad. Ya mismo, en este punto, cabe una pregunta: ¿Por qué no simplemente nos es indiferente la hipótesis misma, y dejamos que sean los mecanismos institucionales al caso quienes se encarguen de confirmarla o refutarla? ¿A qué viene que nosotros nos enteremos de tales hipótesis? ¿Cómo es que nosotros somos partícipes de esa investigación, de ese juicio?

    Un periodista diría una obviedad: que la vida en democracia implica decisiones informadas, que el conocimiento de los actores políticos es clave para una sociedad sana, que ese conocimiento es importante para nosotros, que es necesario que alguien lo difunda, porque se está develando una estafa al pueblo todo, y eso constituye no sólo un acto de justicia sino de amor a la patria. Pero rara vez será hecha esa pregunta, y menos veces lo será con ánimos legítimos de tratar de comprender algo: en casi todos los casos será una pregunta retórica. Y luego de esa pregunta sin responder y sin plantear, nosotros vamos a comportarnos de esa manera que ya venía contando: nosotros los que incluso reflexionamos al respecto de todo esto. No vamos a poder ser neutrales ni aunque hiciéramos el esfuerzo: porque más tarde nos conectamos a internet, o vamos a nuestro trabajo, o salimos a la calle en cualquier lado, y todos nuestros pares no están ejerciendo ninguna forma de neutralidad de nada, y entonces vamos a tener que adecuarnos, en nuestro discurso, en nuestro comportamiento, en las muecas que ponemos frente a diferentes comentarios, y un poco ya teníamos más facilidad para adecuarnos a un lado o al otro, y eso constituye el día a día al que tenemos que adaptarnos para sobrevivir en sociedad: ya no es alguna forma de ficción sobre la verdad, o algún consumo de información para tomar decisiones o pasar el rato, es la vida misma, es el mismo acto de continuar viviendo lo que está mediado por todo este fenómeno. No es trivial para nosotros, es fundamental, es necesario. Y no lo podemos evitar. Luego, con tedio o con bronca, vamos a entregarnos al juego de acomodarnos en el espectro político de turno, vamos a publicar links a notas en las redes sociales cualesquiera de las que participemos, vamos a opinar sobre las cosas que dicen otros, y así vamos a ser parte grupos que nos permitan mantener en cierto grado lo que denominamos cordura.

    Hay algo así como un círculo vicioso operando allí. Hay mecanismos vinculados a la condición social del hombre, mecanismos lingüísticos en el uso de la palabra, uso de posición dominante del discurso y retórica en los medios de comunicación masivos… de todo un poco. Hay, de hecho, un importante popurrí de trabajos que se pueden leer sobre el tema. Mi hipótesis va hacia un inicio de todo eso. En aquellas escenas, lo que me interesa rescatar es la sensación. Afirmo que la razón por la que esas acciones son exitosas en términos de afectar a la gente, es por cómo se sienten. En toda esa escena de la denuncia mediática, la reacción se vive con indignación. Que X diga que Y es corrupto es indignante; ya sea porque Y ofende alguna moral al ser corrupto, o porque Y lo hace al difundir mentiras. La intervención de la moral es clave, pero es algo que me interesa retomar más adelante; aquí quiero ir hacia la indignación en tanto que reacción. Lo que planteo es que hay una reacción sensible mucho antes que una explicación racional: ya estaba la reacción programada, del mismo modo que ya estaba programada la atención misma al tipo y contenido del discurso en cuestión. Ya estábamos predispuestos a que, si alguien dice algo como eso, no sólo le prestamos atención sino que además nos indignamos. No es posible que el tema “no nos interesa”: y en los casos que así fuera, sería visto también como algo indignante, como una forma incorrecta de llevar la vida en sociedad y directamente hasta como una ofensa, porque estaríamos ante la encarnación de un ciudadano irresponsable.

    Recién esquivaba a la moral. Permítanme mostrar por qué. Volvamos a otras escenas. En este momento me interesa la del deporte. Esta es particularmente productiva porque es la más difícil de defender en términos morales. Dos hinchadas se pelean. Es algo que está mal visto en todo contexto, excepto en el ámbito del fanatismo deportivo; allí es hasta celebrado. Las peleas se entienden como batallas, de las mismas hasta se cantan canciones, y se vive así una forma de épica cuyo único lugar posible en nuestra sociedad es ahí. Incluso los apasionados por el deporte más racionales, aquellos que ven el tema desde cierta distancia y no se prestan a los episodios más explosivos del fanatismo o hasta los critican, también ellos están dispuestos a hacer sacrificios (económicos, sociales) para formar parte de esa épica, o están más que dispuestos a formar parte de sesudas polémicas con discursos mayoritariamente incontrastables con la realidad que en cualquier otro ámbito sería inmediatamente tildado de poco serio. Y así y todo es, sin embargo, uno de los pocos ámbitos donde se puede explícitamente encontrar un perfil de mi tesis: “es un sentimiento”. Es uno de los pocos espacios donde la sensibilidad y la pasión justifican el accionar ya no sólo irracional sino hasta violento, y es algo celebrado por millones; “pasión de multitudes”. Acá, no se explican las cosas, sino que se sienten; y todo lo demás es secundario, es algo adecuado a ese sentimiento. Es así que un comentario, una mueca crítica siquiera, puede desatar una polémica exacerbada o incluso hasta peleas a muerte. Aquí hay verdades que no se cuestionan: tal equipo es el mejor, porque se siente el mejor, y no hay ninguna otra cosa qué entender al respecto. Aventurarse en una aventura crítica constituye la renuncia inmediata a la pertenencia de grupo. El fanatismo deportivo tiene sus morales y sus códigos de ética: correr está mal, tirar piedras está mal, ser amigo de la policía está mal; pero si matás algunos rivales no hay mucho problema qué digamos, más bien es algo para celebrar durante años. Y la información aquí no puede distinguirse del ruido: en las buenas y en las malas, se gane o se pierda, siempre se está alentando al que siempre será el mejor de todos; estamos ante la más absoluta impermeabilidad para con la objetividad.

    Allí, entonces, tenemos una ética que muy difícilmente pueda adecuarse a ningún régimen constitucional republicano de esos que requieren ciudadanos informados para poder tomar decisiones racionales. Y sin embargo tenemos una relación absolutamente pasional con la verdad, del mismo modo que lo teníamos antes, cuando los ad hominems proliferaban más que las preguntas. Veamos otro aspecto más: la gente spoiler. En tiempos de fanfictions, uno podría hablar de crísis de los cánones; pero muy por el contrario nos encontramos con sucesivas reivindicaciones de los mismos. Es cierto que los fanfictions han ganado mucho espacio dentro de la cultura, pero no por ello parecen haberse visto debilitados los mecanismos que sostienen cánones desde hace siglos. Y, convengamos, cualquier hipótesis sobre qué sucede próximamente en nuestra serie favorita es necesariamente una forma del fanfiction. O sea que el fanfiction no es ni más ni menos que el estado natural de las cosas en la ficción, y las conclusiones canónicas son un mero cierre editorial sin más trascendencia que la que se le quiera dar en una comunidad dada. Así y todo, vemos peleas infinitas sobre cuál debería ser tal canon en tal historia; cuál debería ser la verdad. No me interesa tanto la relación entre canon y verdad como la relación entre fanfiction y spoiler. Sucede que necesariamente los fanfictions han de existir, y aparentemente también de manera necesaria han de existir los desenlaces canónicos (algo mucho más cuestionable en mi opinión); pero hay un juego de espectativas por ver cuál es el verdadero final que por momentos se muestra francamente virulento. Gente indignada por la opinión de los demás sobre tal o cuál posibilidad de desenlace, gente agrupada clamando finales para tramas, internet llena de imágenes e historias futuras mostrando finales o hasta reinterpretaciones de eventos pasados, todo mediado por el fantasma del spoiler. Están quienes los aman y quienes los odian, pero aparentemente no se puede ser muy indiferente hacia la idea del spoiler. La experiencia de la revelación debe ser cuidada y medida por los agentes mismos del canon; otras formas de revelación constituyen un acto sucio y hasta ilegal. Luego de la revelación existe un momento de confirmación o no de fanfictions, y de aceptación o no de la verdad revelada, con diferentes impactos emocionales en diferentes personas. Ciertamente no son impactos tan explosivos como los de pueblos divididos en bipartidismos electoralistas o centenas de personas en batallas campales a muertes por banderas deportivas; pero son de una manera u otra un mecanismo de cautivación de espectadores que insiste en ser explotado con una rigurosidad metódica; luego de la enésima serie y el millonésimo plot-twist, uno podría estar más bien acostumbrado a la experiencia, y podría tener una gimnasia tal que opere como paliativo para cualquier forma de sorpresa. Pero no parece ser el caso, sino más bien lo contrario. Al punto tal que estos mecanismos propios de la ficción ya directamente se instalan en otros mercados, como ser el de la tecnología: hoy tenemos presentaciones en directo para todo el mundo de los nuevos productos de Apple, que consisten lisa y llanamente en un teléfono celular, con el cuál uno hace las mismas cosas que haría con otro teléfono celular anterior o posterior a ese: así y todo el evento es una gran revelación. No sólo eso: hay “filtraciones”; aparecen antes de tiempo imágenes que no deberían haber sido publicadas, y constituyen noticia. Entonces, tenemos revelaciones que no son tales, sino casi más bien un trámite burocrático, y spoilers que constituyen diferente grado de ofensa de acuerdo al contexto: a veces hasta ofensas legales. Aprovechando este apartado, me gustaría mencionar que en el mundo de la tecnología acuñaron un concepto maravilloso: “experiencia de usuario”. Es algo absolutamente inmedible que determina absolutamente todos los proyectos actuales de tecnología. Y aquí me gustaría hacer otra comparación: la gente spoiler y los fanáticos deportivos tienen otra cosa en común. Cuando un equipo gana, el hincha dice que él ganó. Cuando un seguidor de una saga confirma una teoría como canónica, lo vive como un triunfo personal. No sé si decirle a eso “experiencia de usuario”, pero ciertamente es una experiencia en tanto que partícipe de algo, y es una experiencia muy emparentada con lo que estoy rastreando. Y todo esto, cabe nuevamente dejar anotado, para que no se me acuse de divagar en cosas sin importancia, es una dinámica de miles de millones de dólares y miles de millones de personas involucradas, en todo el mundo.

    ¿Qué verdad busca esa gente? ¿Confirmar que su marca de celular es la mejor o su teoría es la única legítima? ¿Cuál es el problema con que le digan otra cosa, o que se lo digan antes de los tiempos canónicos? Aquí es donde se puede involucrar a la verdad religiosa. Todos sabemos que los principios religiosos son incuestionables: son dogma, son verdades a priori y no son objeto de crítica. Cualquier posible análisis es sólo en condición de reafirmar lo que sostienen y ejercitar alguna forma de crecimiento personal, pero nunca de contradecir o criticar. Si así fuera el caso, incluso, el objeto de la crítica sería alguna que otra persona involucrada en algún momento histórico que hubiera alterado con sus interpretaciones o sus actos el correcto camino de la fé en tanto que institución; pero jamás se cuestionaría la fé religiosa. Es que no hay manera: es lo que es, y lo entiende quien lo entiende como lo entiende. ¿A qué viene no-ser, ser-otra-cosa, si la verdad de la fé ante todo es y es todo? Sólo puede venir a colación de la equivocación, o de la mala fé: exactamente las mismas conclusiones a las que llegáramos en la escena de la denuncia mediática. Y aquí pueden entrar otras comparaciones, como la impermeabilidad para con los datos empíricos, la negacion para cualquiera que traiga otra verdad, la apocrificidad de todos los textos no canónicos, las masas inconmensurables de gente congregada en eventos religiosos, la violencia justificada, etc, etc, etc. Este texto ya es suficientemente largo como para necesitar entrar en esos detalles más bien evidentes.

    Como dijera antes, busqué algunas pocas escenas más bien cotidianas donde se pudieran ver algunos contrastes claros, pero los mecanismos de los que hablo se pueden ver en diferente grado y constantemente en todas las esferas de la acción humana. Se puede ver que hay una reacción ante manifestaciones de lo verdadero/falso, que usualmente (pero no siempre) toma la forma de una moral, que más tarde se justifica en alguna forma de ética o estética ad-hoc, y que eso está siendo sistemáticamente explotado en diferentes espacios considerados “industrias”. Pero que desde el vamos es algo que arranca siempre por esa reacción, esa percepción de algo que nos genera una respuesta, y no es exactamente “información”. No es lo mismo la información que nos indica que mañana va a llover, que aquella que nos indica que mañana nuevamente va a llover, como viene lloviendo sin parar desde hace dos semanas, y que eso confirma nuestras sospechas de que estamos viviendo un cambio climático a nivel mundial. No es sólo información que procesamos: es una de las funciones por las que la pasamos. Uno de los mecanismos en el sistema de procesamiento de información que poseemos todos tiene como efecto una reacción vinculada a nuestras sospechas, nuestras intuiciones, nuestros deseos, de una verdad ya sea oculta o evidente pero que declaramos nuestra. Es un mecanismo muy primitivo que opera en la frontera de nuestra psiquis y el momento de relacionarnos con los demás. Nos permite distinguir quienes somos, diferenciarnos, agruparnos. Y sí, es algo de orden psicológico, muy probablemente inconsciente, y también es algo muy emparentado con otros mecanismos de la conciencia, la percepción, y la comunicación; pero afirmo que se trata de un mecanismo particular e individualizable. Lo que digo es: al momento de determinar si una información, un conjunto de datos que percibimos, constituye verdad o falsedad, nosotros sentimos algo. Así como podemos sentir con los dedos, por separado aunque al mismo tiempo, temperaturas y texturas, así nosotros, entre todas las cosas que sentimos, sentimos verdad o falsedad en la información; y es algo absolutamente inevitable para nosotros. Esa inevitabilidad es lo que justifica la explotación; esa sensación tan íntima es lo que justifica la instalación exitosa de algo como la posverdad, la famosa “experiencia subjetiva” que tendría prioridad por sobre la verdad objetiva. Y, que yo sepa, no es algo que esté conceptalizado formalmente.

    Decidí llamar “aleteistesia” a este concepto de “sensibilidad por la verdad”. Originalmente lo pensé como “veristesia”, pero me presentó dos problemas. El primero y más inmediato, “veritas” es latín y “estesia” es griego; está simplemente mal usada la terminología culta. Pero el segundo problema es mucho más interesante. Resulta que la palabra en griego para verdad es Aleteia, pero no significa lo mismo que el latín Veritas. Aparentemente Martin Heidegger trabajó esta cuestión y fue central para él: veritas da cuenta de verdades en términos de lo verificable, mientras que aleteia da cuenta de otra cosa. El “a” de aleteia significa “sin”, en el sentido de “desprovisto de”, y “leteia” significa “ocultamiento”. Aleteia es entonces una forma de verdad en tanto que desocultamiento, mostrar algo que antes no se veia, develar, hacer visible lo que está oculto; incluso, lo evidente. Y me parece un concepto mucho más adecuado para lo que trato de conceptualizar rápidamente en este post. Sucede que la sensibilidad, la susceptibilidad exacerbada que se puede percibir siguiendo la línea de aquellas escenas anteriormente mencionadas, está muchísimo más vinculada a una relación con la idea de una verdad evidente, o con una verdad que debe permanecer oculta, antes que con cualquier material empírico o dato contrastable.

    Quedan muchas cosas para decir al respecto, pero serán en todo caso temas para otros posts. Por las dudas, voy dejando algunas notas:

       * Se pueden mencionar muchas cosas sobre el proyecto moderno y sus ideas de verdad al respecto de esto.

       * Hay una relación con las mentiras que a veces opera de manera recursiva. Zizek plantea esto de manera muy clara en uno de sus videos. De allí se pueden articular cosas vinculadas a la aleteistesia.

       * Hay muchos autores, tanto teóricos como de ficción, que critican el impacto de las mentiras difundidas en los medios de comunicación. Se pueden discutir cosas con muchos de ellos.

       * No llegué a hablar sobre la alethephobia y la mythophobia, que son el miedo a la verdad y la mentira, respectivamente. Explorar los miedos puede dar muchas conclusiones sobre cómo opera el sentir de las cosas.

Noticias de ayer

| September 15th, 2017

De la mano de cuestiones que insisten, e insisten, y que en realidad vengo digiriendo desde hace años y no parecen querer irse a ningún lado, quería dejar anotado acá algo que ví en Agosto del 2016, y volví a encontrar recientemente. Dejo sólo algún fragmento, para no aburrir, que me atrevo a mezclar buscando otro impacto:

Algunos destellos en las redes. Alguien colgó una frase de Jauretche: “Los gobiernos populares son débiles ante el escándalo. No tienen, ni cuentan con la recíproca solidaridad encubridora de la oligarquía y son sus propios partidarios quienes señalan sus defectos, que después magnifica la prensa. El pequeño delito doméstico se agiganta para ocultar el delito nacional que las oligarquías preparan en la sombra y el vendepatria se horroriza ante las sisas de la cocinera”.

(…)

Se puede pensar que lo escribió tras la caída del gobierno de Perón en el 55. El cuadro es el mismo, las denuncias parecidas. Pero no, Jauretche es un radical en ese momento, que escribe sobre el movimiento al que pertenece.

(…)

Lo escribió tras la caída de Irigoyen, cuando al gobierno del “Peludo” no lo bajaban de inepto y corrupto. Ocurrió hace más de 80 años y todavía no se hablaba de sociedad de la información ni de “semiocapitalismo”. Y en seguida vino el golpe de la oligarquía. Siguieron bastante tiempo con esa letra como una manera de destripar la recuperación del movimiento popular. Las denuncias nunca se probaron pero el Irigoyenismo tardó mucho en salir del bache.

Allí estaban Crítica y La Nación haciendo de las suyas. Muchas de las ideas sobre el peso de la información surgen de esa época. La oposición hacía su propia historia, y al mismo tiempo acusaba al irigoyenismo de hacer la suya cuando bromeaban sobre “el diario de Irigoyen”. Dos lados del mostrador, dos formas de ver la realidad. La historia se desliza sobre esa dicotomía que ahora se reinventó con el nombre de “la grieta”. Dos lados: el de los movimientos populares y el de las clases ricas y dominantes, y en el medio, la grieta.

(…)

Así que, como se puede ver, no importa cuánto lo tenga en la cabeza: pueden pasar 100 años que la cuestión va a seguir ahí hasta que alguna maravilla o algún horror peor la saque del medio. Ya escribiré, con más pilas, sobre estos temas, mi fantasía más romántica: ver planteado algún día una disciplina, un sistema, un espacio siquiera, donde por fín se mezcle la ciencia moderna, el arte, la fé, y un humanismo nuevo que no nos plantee como centro del universo, para por fín dar por tierra con tanta cultura de lo imbécil y tanta política de terror.

    Hace un par de días, escribí algo que de ninguna manera pretende ser tomado en serio, y lo publiqué recién acá. Es un simple ejercicio para un taller de escritura, con una consigna difusa y no mucho más que eso. Como me gusta escribir usando nombres pedorros, arranqué escribiendo “Pepe”, eso me llevó a 4chan, a la dinámica de /b/, y lo demás es anecdótico; redacté algunas escenas más o menos arbitrarias de un día cualquiera en ese lugar, y cumplí con lo que me pedía el taller, nada más. La consigna pedía “describir una imagen a partir de la siguiente premisa: un sujeto se encuentra con un objeto que no conoce; en ese objeto hay un contraste entre cualidades, valores o conceptos“. Creo haber fallado miserablemente, en tanto que me concentré en simplemente escribir algo para no caer el sábado ahí sin nada escrito; no le dí mucha bola a la consigna. Pero intenté: pretendí que Pepe se cruzara con algo raro en su actividad habitual, y eso lo llevara a una serie de acciones y reflexiones. Después me di cuenta que curzarse traps en /b/, o cualquiera de las situaciones que vivió Pepe en ese texto, no tiene nada de raro. Pero bueno, eso es otra historia. Lo que intenté hacer en un ratito que tenía libre es explorar toda la diferencia explosiva que se plantea activa y violentamente en /b/ y jugar un poco con los pormenores de la tolerancia. Precisamente, como no logré decir nada sobre la tolerancia más allá de apenas mencionarla, al final del texto digo que la misma se volvió difusa, y con eso puedo hacer trampa y decir que estoy planteando algo en el texto. Final felíz.

    No es tan así, me temo. La tolerancia es un clavo en mi cerebro desde hace tiempo. Buena parte de mi día a día, de mi energía, consiste en un aparentemente infinito ejercicio de tolerancia. Y en muchos aspectos puedo ver que una diferencia fundamental entre mis pares y yo al respecto de esto, es que yo me hago cargo de la cuestión. Desde planteos filosóficos que generalizan la sociedad y la humanidad, hasta las cuestiones más mundanas del día a día como ser la tapa del inhodoro o los platos sucios, la tolerancia insiste instancia tras instancia, todos los días, sin siquiera amagar a pretender aflojar. En mi cabeza no hay opción a tal cosa; los hechos de “intolerancia” que se denuncian de tanto en cuando, desde peleas verbales hasta atentados terroristas, no me parecen más que fluctuaciones entre diferentes posibles status-quos, que en definitiva llevarán a nuevos modelos de tolerancias posibles pero tolerancias al fín y al cabo, como si la misma idea de una adecuación felíz al otro fuera un oximorón.

    En paralelo a esto, de la mano, llevo un par de años reflexionando sobre algunos determinismos de la ideología; cómo puede ser que tanta gente parezca amar ideas políticas que me parecen aberrantes, cómo puede ser que la derecha sea tan poderosa y popular, y cosas de esas que en el día a día exigen una cuota especialmente tortuosa de tolerancia. Y es que hay fenómenos políticos operando absolutamente transversales a la racionalidad y nadie sabe a quién echarle la culpa. O, si se quiere: está claro que la culpa es nuestra, de todos, pero nadie sabe decir exactamente qué es lo que se está haciendo mal. Te van a decir cosas de la educación, de la honestidad, del curso del mundo, pero van a ser todas justificaciones que gracias si con esfuerzo logran salir de lo obvio y recontra revisado y aún así absolutamente estéril: cosas que ya venimos aceptando desde hace décadas y no nos están llevando a ningún buen puerto.

    Durante buena parte del siglo XX y hasta la acualidad se escucha el clamor de que “los medios forman opinión”, y la contrapartida de “eso es subestimar a la gente”. Y es un nudo sin solución. ¿Cómo se puede decir que los medios forman opinión, sin decir entonces que la porción del pueblo que defiende esos intereses tienen el cerebro lavado? ¿Cómo se puede decir que esa gente tiene capacidad de pensamiento libre, cuando no existe una sola premisa que no se sostenga en un discurso impermeable a la verdad y cualquier planteo epistemológico de cualquier orden disciplinario, y cuya única supervivencia sólo puede ser unívocamente justificada mediante la repetición mediática? Me ilusiona pensar que estamos en una época donde este mecanismo se pueda finalmente destruir, aunque sé que no se trata más que de lo que en Estados Unidos llaman whishful thinking.

    Es un misterio, muy a flor de piel, muy urgente para mi generación. Nuestros hijos y nietos van a leer estos años en libros de historia. En Estados Unidos les van a hablar de Trump. A diferencia de otras generaciones, con un poco de suerte ellos van a tener todos los videos de todas las discusiones llenas de interlocutores a favor y en contra de, por ejemplo, Trump, y van a poder ver cómo el mundo ya era ese manicomio que a ellos les tocó vivir, de manera mucho más eficiente que andar desempolvando oscuros librotes de cuestionable credidibilidad en sótanos y bibliotecas a costa de un enorme ejercicio intelectual para visualizar una sociedad anterior, diferente. Pero es una trampa más pensar que por tener esa tecnología la racionalidad va a estar… ¿cómo decirlo? “Optimizada”. Ese es uno de los trágicos descubrimientos de mi generación, y es una reflexión que me gustaría dejar anotada en esta entrada de blog.

    Recuerdo a Henry Miller hablar en alguno de sus textos (no recuerdo cuál, no encuentro la cita) sobre la televisión, cuando esta apenas apareció en la sociedad, y él contaba (mis palabras):

(…)
Cuando apareció la tele, todos dijimos “¡Genial! ¡Vamos a poder ver imágenes de todo el mundo! ¡Vamos a poder explorar lugares desconocidos, y culturas extrañas, y vamos a poder ver cómo son las cosas en otros lugares!”. En lugar de eso, vemos siempre la misma mierda, y se la pasan diciendo que a la vuelta de la esquina matan gente, y cosas de esas.
(…)

    Insisto: no son las palabras de él, son las mías; no recuerdo dónde habló de eso. Sólo recuerdo que eran palabras de notoria actualidad, aún cuando fueran escritas hace más o menos 100 años atrás. Mucho más recientemente, en 1976, en una conferencia en Bahía, Michel Foulcault, respondiendo una pregunta sobre las cárceles, decía este otro comentario:

(…)
Podemos desvelar fácilmente la utilidad económico-política de la delincuencia: primero, cuantos más delincuentes haya, más crímenes habrá, cuanto más crímenes, más miedo habrá en la poblacíón, y cuanto más miedo haya, más aceptable, e incluso deseable, será el sístema de control policial. La existencia de ese pequeño peligro interno permanente es una de las condiciones de aceptabilidad de este sistema de control, lo que explica por qué en los periódicos, en la radío, en la televisión, en todos los países del mundo sin excepción alguna, se dedica tanto espacio a la criminalidad, como si cada día se tratase de una novedad.
(…)

    Mi generación respondería a esas cosas: “¡Pero ahora los medios somos todos!”. “¡Ahora tenemos internet, y ahí podemos publicar lo que queramos, y las cosas quedan registradas, no se olvidan!”. Y hay dos fenómenos trágicos que vemos en esa mecánica tan optimista: uno de ellos, del que no me interesa hablar acá, es que aunque internet sea descentralizada, constantemente los pueblos de todo el mundo terminan sometiéndose a centralizaciones que sostienen las mismas marginalidades y exclusiones de siempre: teniendo el mp3 para compartir cualquier música por internet, lo que comparten es Shakira y Metallica: lo mismo que suena en las radios de los grandes monopolios, y así se secan y desintegran y pasan incluso al olvido muchos espacios tecnológicos y artísticos que se ven obligados a nadar contra la corriente, sólo porque la gente elige lo que elige. Eso por un lado, respondiendo al “podemos publicar lo que queramos, que las cosas quedan online y no se olvidan”. Pero por el otro lado, hay otro fenómeno tristísimo para quienes tenemos sensibilidad por la verdad, y que los medios explotan activamente y a conciencia. Es la fantasía de que no se va a poder mentir teniendo contradicciones en la cara. Eso no es más que una trampa de la racionalidad. Y es una que el enemigo conoce bastante bien. Fíjense sino este ejemplo, planteado por el mismísimo articulador de triunfos de la derecha contemporánea argentina, Jaime Durán Barba.

    Los tipos lo saben. No es evidente el cómo para muchos de nosotros, pero esta gente sabe que puede decir lo que quiera y se va a salir con la suya. Porque quienes votan eso, quienes eligen eso, lo van a elegir independientemente del valor de verdad objetiva que pueda tener lo que están diciendo. Hay mecanismos anteriores al valor de verdad, o determinantes si se quiere, que constituyen piedras fundamentales para que estas cosas se puedan decir a viva voz sin terminar en la absoluta nulidad que le corresponde. Estos días vengo pensando algunas cosas acerca de la ideología, y aquel ejercicio donde quise contrastar la tolerancia contra alguna otra cosa me llevó a pensar por un minuto: “¿Contra qué verdad se contrastan todas estas mentiras, si ninguna verdad parece ser suficientemente eficiente para descalificar estos discursos frente a aquellas personas que los eligen como verdaderos?”.

    Slavoj Žižek tiene una película dedicada a la ideología, que recomiendo a todos: The Pervert’s Guide to Ideology. Allí, Žižek explica de manera muy didáctica cómo la ideología, que uno por sentido común podría imaginar como a alguna forma de imposición sobre nuestra percepción para forzar ideas (un par de anteojos, por ejemplo, o por qué no una televisión constantemente encendida y emitiendo mensajes doctrinarios), es sin embargo más bien al revés: requiere de algún factor externo para que uno se de cuenta de cómo es que lo que está percibiendo es ideología, que ya estaba allí desde el momento cero de la percepción. Lo cuál tampoco tiene nada de nuevo: la idea de mecanismos inconscientes está desde principios del siglo XX y junto con la bomba atómica entre otros es uno de los ejes de discusión en los cuestionamientos a la modernidad. Lo que pasa, como con tantos otros planteos, es que a veces hace falta que el mundo se adecúe también un poco a algunas ideas que de otra manera serían demasiado disruptivas; hoy tenemos duranes barbas contando los pormenores de su trabajo en entrevistas como si mentir fuera lo más natural del mundo, y tenemos también posverdad en el diccionario.

    Así fue que reflexionando sobre todo eso llegué hasta un video de Žižek, donde plantea la siguiente tesis: “We have culturalize politics, invented the category of tolerance in place of equality”. “Hemos reemplazado la idea de igualdad por la idea de tolerancia, culturalizando la política”. Plantea un constraste muy útil a mi juicio para entender un poco el rol de la tolerancia hoy en día: “sería hasta obsceno hablar de tolerancia en gente como Martin Luther King, como si pelearan para que los blancos toleraran a los negros” (mis palabras). Muchos conflictos políticos son vistos como conflictos de cultura; un planteo muy emparentado a lo que en la calle vemos a diario cuando alguien no quiere a alguien, y dice cosas sobre su contrario tales como “no quieren trabajar” o “no tienen sensibilidad social”; más para oirlas ellos mismos que debatiendo nada, como manotazo de ahogado. Y es que otro de los rasgos de la actualidad política es la desesperación, la exasperación frente a la diferencia: la emergencia de la tolerancia. En esos mecanismos es que la razón polémica prolifera sin nada que la detenga, y los medios se dan panzadas. Y en el mismo video, luego de desarrollar varias ideas, Žižek también afirma: “(…) por eso no importa qué tan espantosa sea tu política, siempre vas a poder contar alguna historia para que quede linda.”

    No sé cómo vamos a salir de este barro, si es que alguna vez lo hacemos. Lo que sé es que hay un juego con la tolerancia y la mentira que hace estragos explotando determinismos psicológicos o culturales muy anteriores a problemas concretos y reales de orden político o económico. Hay grados, pero todos en definitiva nos movemos en el espacio que sabemos crearnos entre nuestras propias protoideas primitivas preconcebidas y lo que sea que nos llega de la realidad y del mundo. Lo que pareciera dar la sensación es de que estamos llegando a alguna forma de límite entre lo que podemos o no defender, o el por qué habríamos de hacerlo. Y uno de los aspectos que me parecen centrales en este problema, es que el mecanismo que juega en contra en este proceso es la propia inteligencia; seguramente estamos a diario tentados de calificar a quienes tenemos en la vereda política de en frente como unos imbéciles y descerebrados, ciegos de una realidad que nosotros sí sabemos ver, cuando sucede que se encuentran en exactamente las mismas condiciones epistemológicas que nosotros y se trata seguramente de gente con pleno uso de la razón cuando no gente sumamente inteligente. Esto es parte de la crisis moderna: la inteligencia nos ha fallado. Somos mucho más inteligentes para justificar lo injustificable que para aceptarnos derrotados. Somos al menos tan inteligentes para mentir que para encontrar cualquier verdad. La inteligencia no nos va a salvar de las mentiras, sino que nos va a hundir todavía más en ellas, como si pataleáramos en la arena movediza. Porque la inteligencia es un mecanismo que opera recién después de otros, y son esos otros los que nos están diciendo qué creer, qué defender como verdad, y qué repudiar como mentira; incluso, a qué mentira tolerar.

Acerca del poder judicial

| August 12th, 2017

    Está claro que la mayor crisis política de la generación vigente se vive en todo el mundo no tanto en el plano formalmente político ni el económico, que ya bastante tela tienen cortada por mucho que el sentido común patalee, sino en el jurídico. El poder judicial, acá y en la China, es visto como un apéndice cancerígeno de organizaciones de poder externas (usualmente, pero no necesariamente, el ejecutivo de turno). Y esto es un problema gravísimo: porque extinta la ficción de la justicia, sólo queda el mecanismo de la violencia.

    Uno podría decir, sí, está en boga esta cuestión, pero no por eso es ningún tema nuevo. Coincido. Pero algunas particularidades de lo que está sucediendo desde la caida de la unión soviética dejan de manifiesto algunos mecanismos que no estaban claros en otros momentos del mundo. Y quizás una segunda objeción con la que también coincidiría es que siempre estuvieron los que denunciaron estas cosas; pero el orden de magnitud, la presencia, la centralidad de la cuestión, me parece una novedad. Toda la cuestión de la posverdad es apenas uno de estos temas; que en las academias lo sabemos desde siempre, pero en el sentido común parece ser descubrir el fuego. Los marxistas hace 100 años por lo menos vienen hablando de “justicia burguesa” mientras de la vereda de en frente se les cagan de risa y los tildan de monigotes. El poder judicial es una organización política al servicio de intereses corporativos y coyunturales, cuya única neutralidad está en los libros de educación elemental y en los medios de comunicación; exactamente igual que sucede con la ciencia.

    Particularmente, viéndolo desde afuera, la cuestión se muestra entre mis pares como un fatalismo más, de esos para los cuales el consumo siempre sabe inyectar un paliativo; “son todos chorros”, “no tienen vergüenza”, y después a seguir con la vida, mirando el partido o comprando porquerías. No parece haber instalada una crítica pormenorizada, como sí tal vez tienen el plano económico (donde cualquier hijo de vecino se te puede poner a discutir la definición del estado de bienestar o las dinámicas macroecoonómicas de la segunda guerra para acá) o político (que agarrás alguien por la calle y le preguntás qué onda, y te dice un montón de condiciones históricas y sociales que determinan un presente trágico, a diferencia de en algún lugar fantasioso al que deberíamos aspirar); los jueces tienen huevos o son cagones, son honestos o son corruptos, apenas sí se animan ahora a decir “son oficialistas” o “son kirchneristas”; en el más generoso y exagerado de los casos, eso sólo sirve como un comienzo de una crítica adecuada para la magnitud del problema. Y por esto me parece llamativo el caso particular del poder judicial.

    Yo, que soy un zurdo tibio y un intelectual menor, y que laburo manipulando abstracciones, siempre que reniego del poder judicial me meto con la idea de la persona. Una idea clave del derecho tal y como lo conocemos son todas esas posibles “personas jurídicas”, que hasta donde estoy al tanto acá conocemos solamente a las empresas y tal vez algunas organizaciones sin fines de lucro, pero que extendiendo el concepto podemos facilmente llegar a definir a cualquier cosa como “persona”. Seguro que escarbando entre los textos de los que saben, encuentro toneladas de material sobre esto. Pero, como decía, a mí me toca vivirlo desde afuera, y el sentido común todavía no llegó tan hondo. Hay, decía, una noción de “persona”, que pareciera adecuar conceptos diversos a la legislación que claramente fuera pensada para las personas, así, sin comillas. Por ejemplo las empresas. Y estas “personas” son lógicamente sujeto de derecho, aún cuando no humanos. Lo cuál me parece una adecuación excelente de las abstracciones del sistema, pero que tiene ese code smell típico de los agujeros de seguridad: “esto te lo van a explotar en 15 minutos”.

    Estoy al tanto de que las “personas” tienen excelentes casos de uso. Por ejemplo, aplicar personería para los animales, o abstracciones de más alto nivel como “el país” o “la patria”; mi favorito de los que estoy al tanto son los recursos o paisajes naturales (por mencionarlos de maneras vulgares, más vinculado a un esfuerzo por plantear mi punto que por entrar en detalle, dado que la definición precisa de las abstracciones en cuestión me excede). Pero las empresas o corporaciones, a esta alturas todas de entramado multinacional, tienen derechos que parecieran ser muy anteriores a los de las personas sin comillas; “porque sino no vienen las inversiones”, “porque así funciona el mundo de hoy”, etcétera. Y a eso hay que adecuarse. Desde el sentido común, claro está.

    Hoy me crucé en Página/12 con un artículo que precisamente trae a colación todas estas cuestiones, mucho mejor de lo que yo podría plantearlas, y por eso lo dejo anotado acá. Copio y pego un par de párrafos.

(…)

El actual totalitarismo plutocrático corporativo aspira a que las sociedades toleren un 70 por ciento de excluidos. Como para contenerlos no es suficiente el formateo de los monopolios mediáticos, apela a la represión, que legitima confesando su ideal totalitario en una distopía de orden : una sociedad con seguridad total, libre de toda amenaza, con prevención extrema, tolerancia cero, supresión de la privacidad, vigilancia y control con cámaras, escuchas y drones, desconfianza al extranjero y al extraño, estigmatización de la crítica y prisionización masiva.

El actual totalitarismo se vale de ficciones inventadas por el derecho, como las personas no humanas (jurídicas), que hoy son los monstruos imaginarios que manejan la política, conducidos por tecnócratas en pos de una acumulación indefinida de riqueza. En este mundo ficcional desapareció el empresario persona humana del capitalismo productivo, y el propio dinero se maneja por computadora (salvo el destinado a coimas groseras); todo es virtual e inventado mediante racionalizaciones jurídicas.

(…) el derecho siempre es lucha y es político y, si bien la paz no se gana con guerras, no es menos cierto que se gana con luchas, que no tienen por qué ser violentas, sino también jurídicas, como la denuncia, pues nuestra herramienta es el discurso, al que todas las dictaduras temen y por eso lo reprimen.

Tampoco tengamos miedo de que el carácter político de la lucha jurídica nos enmugre degradándonos al nivel de los contendientes, puesto que desde nuestra acera nunca podríamos caer en la actual invención de disparates desopilantes, dado que nuestro objetivo político no depende hoy de una arbitraria elección subjetiva y ni siquiera supralegal, sino que lo señala el propio derecho positivo: la lucha por el derecho no puede tener otro objetivo político –hoy y aquí– que empujar el ser (la realidad) conforme a un deber ser que manda que todo ser humano sea tratado como persona.

(…)

    Dejo el link al artículo completo: El totalitarismo corporativo plutocrático.

¿Qué es una buena historia?

| August 6th, 2017

    Hay unos cuantos problemas con las historias buenas, mas allá de la cuestión elemental de la definición. A mí me preocupan hoy por hoy las grandes historias reales que, por diferentes razones, incluso en esta era actual donde lo que más abunda son historias, no salen de círculos dolorosamente marginales. Y es que llegamos a una verdadera economía de las historias, un mercado de historias donde sabrá Dios cuál será el valor de cada cosa pero donde existe una incesante demanda de popularidad, un constante énfasis de los centros y periferias que se arman alrededor de absolutas ficciones, al punto tal de que los espacios más usualmente reacios al discurso académico terminaron sin mas remedio o sin mejor herramienta que instalar en horario central la idea de “posverdad”. Y es que del giro lingüístico para acá, sin necesidad siquiera de ponerse a hablar de siglos de epistemología, ya pasó suficiente tiempo como para un reconocimiento.

    Pero reflexionémoslo por un minuto. Pensemos un poco la cantidad de vidas y de historias que existen detrás de que, de repente, como si nada, la modernidad se muestra manifiestamente en jaque en el mismo lugar y a la misma hora que tenés minas en pelotas bailando con Tinelli o célebres y populares atletas cumpliendo por enésima vez proezas dignas de memoria y celebración hasta dentro de una semana cuando se deban repasar las próximas proezas deportivas dignas de memoria celebración que reemplazan a las anteriores, y así aparentemente hasta el fín de los tiempos. O en el mismo lugar donde florece la razón polémica, esa de la cuál jamás se obtuvo una sóla idea productiva. O en el mismo lugar donde se instala y pone en marcha el sentido común, ese con el que las academias se vienen peleando desde hace incontables generaciones. Ahí, hoy, se habla de “posverdad”.

    Si yo me basara en el mismo material que el más exitoso y revolucionario experimento epistemológico jamás creado, que es toda la parafernalia actual del big data y sus algoritmos de selección de “trascendencia” o “importancia”, si yo usara el mismo corpus digo, tendría que decir que una gran historia tiene cosas como magia, profecías, y alguna forma de maldad sobrenatural. Estoy pensando en Game of Thrones, Harry Potter, Star Wars, y tantos demases. Los juicios sobre tales grandes historias rondarían acerca de personajes mejores o peores, hablarían de circunstancias más o menos épicas, y darían lugar a infinitos debates sobre las condiciones cualitativas que hacen o dejan de hacer a esos trabajos marcas monumentales en el panteón de las ficciones. Hay cosas más periféricas; aquellas que cuentan cuentos sobre sentimientos, como puede serlo la cuestión Twilight, pueblos que se liberan en esa eterna lucha entre civilización y barbarie, como lo puede ser Hunger Games, cosas más vinculadas a sectores particulares de la ciencia ficción, como las Transformers o las cosas de superhéroes, e incluso tenemos lugar para lo que conocemos más formalmente como historia en cosas como los cuentos bélicos o de grandes héroes cual Braveheart; más entramos en detalle, más hacia las periferias nos adentramos, menos popular es nuestra gran historia, menos grande, y menos vale: menos se elige, menos trasciende, menos aparece al lado de las minas en pelotas, los Tinellis, los partidos de futbol, las polémicas, y ahora, como novedad, la posverdad.

    No tengo una idea clara acerca de esta reflexión. Sólo sé que cuando repaso la historia del pensamiento crítico vinculado a las historias como lo conozco, como me lo contaron, como lo sé ir a revisar, el cuál arranca casi arbitrariamente en el formalismo ruso de principios del siglo XX, el cuál arranca con Schlovsky yéndole con los tapones de punta al simbolismo y cagándosele de la risa, bardeándolo, agitándole el rancho con una legitimidad únicamente pensable en un momento histórico como el que le tocó vivir, repaso entonces algunas de esas historias que apenas conozco en detalles y me cuesta creer que el título de “grande” pueda caberle a dragones y varitas mágicas y peleas con espadas en el espacio con todo lo que eso implica. O peor aún: destinos y profecías. Mientras tanto, más y más derechos de todas las personas se ven sometidos día a día en virtud de privilegios para los que fabrican todo ese material tan amigado con las minas en pelotas y los combates retóricos a muerte: la privacidad, el acceso a la información, la libertad por sobre mi computación, la propiedad privada sobre las cosas que compro… todo parece absolutamente secundario para el consumidor con tal de estar al día con el capítulo de la serie del momento, o con tal de ver la última superproducción megamillonaria. Mi única certeza en todo esto es que las historias están ocupando un lugar de incuestionable centralidad en nuestra sociedad, mas allá de que la única novedad es el orden de magnitud en el que ese mecanismo se manifiesta.

    Es extraño… una marca de los tiempos que corren es que, habiendo tanta literatura de aventura desde tiempos inmemoriales, que operan como documentos históricos sobre otros momentos del mundo, es raro saber que incluso en el tedio mismo de la rutina voy a poder llegar a viejo y contar la cantidad de cosas espectaculares que me ha tocado vivir, tal y como le pasara a Shlovsky, sin tener que ir a buscar ninguna aventura a ningún lado. No parece haber historia más épica que la historia de la civilización. Es gracioso ver en comparación la cantidad de historias menores a las que necesitamos inflar para poder hacer pié entre tanto vértigo, entre tanta insignificancia del propio destino y tanta trascendencia del ser testigos en este evento revolucionario que es nuestro día a día contemporaneo, que ya tenemos hasta ciencias ficciones vanguardistas obsoletas en lapsos de treinta, veinte, o hasta diez años. Quién sabe hasta dónde nos veremos forzados a fantasear para poder seguir manteniendo esta economía de las grandes historias y de las marginales periferias.