Hace un par de días, escribí algo que de ninguna manera pretende ser tomado en serio, y lo publiqué recién acá. Es un simple ejercicio para un taller de escritura, con una consigna difusa y no mucho más que eso. Como me gusta escribir usando nombres pedorros, arranqué escribiendo “Pepe”, eso me llevó a 4chan, a la dinámica de /b/, y lo demás es anecdótico; redacté algunas escenas más o menos arbitrarias de un día cualquiera en ese lugar, y cumplí con lo que me pedía el taller, nada más. La consigna pedía “describir una imagen a partir de la siguiente premisa: un sujeto se encuentra con un objeto que no conoce; en ese objeto hay un contraste entre cualidades, valores o conceptos“. Creo haber fallado miserablemente, en tanto que me concentré en simplemente escribir algo para no caer el sábado ahí sin nada escrito; no le dí mucha bola a la consigna. Pero intenté: pretendí que Pepe se cruzara con algo raro en su actividad habitual, y eso lo llevara a una serie de acciones y reflexiones. Después me di cuenta que curzarse traps en /b/, o cualquiera de las situaciones que vivió Pepe en ese texto, no tiene nada de raro. Pero bueno, eso es otra historia. Lo que intenté hacer en un ratito que tenía libre es explorar toda la diferencia explosiva que se plantea activa y violentamente en /b/ y jugar un poco con los pormenores de la tolerancia. Precisamente, como no logré decir nada sobre la tolerancia más allá de apenas mencionarla, al final del texto digo que la misma se volvió difusa, y con eso puedo hacer trampa y decir que estoy planteando algo en el texto. Final felíz.

    No es tan así, me temo. La tolerancia es un clavo en mi cerebro desde hace tiempo. Buena parte de mi día a día, de mi energía, consiste en un aparentemente infinito ejercicio de tolerancia. Y en muchos aspectos puedo ver que una diferencia fundamental entre mis pares y yo al respecto de esto, es que yo me hago cargo de la cuestión. Desde planteos filosóficos que generalizan la sociedad y la humanidad, hasta las cuestiones más mundanas del día a día como ser la tapa del inhodoro o los platos sucios, la tolerancia insiste instancia tras instancia, todos los días, sin siquiera amagar a pretender aflojar. En mi cabeza no hay opción a tal cosa; los hechos de “intolerancia” que se denuncian de tanto en cuando, desde peleas verbales hasta atentados terroristas, no me parecen más que fluctuaciones entre diferentes posibles status-quos, que en definitiva llevarán a nuevos modelos de tolerancias posibles pero tolerancias al fín y al cabo, como si la misma idea de una adecuación felíz al otro fuera un oximorón.

    En paralelo a esto, de la mano, llevo un par de años reflexionando sobre algunos determinismos de la ideología; cómo puede ser que tanta gente parezca amar ideas políticas que me parecen aberrantes, cómo puede ser que la derecha sea tan poderosa y popular, y cosas de esas que en el día a día exigen una cuota especialmente tortuosa de tolerancia. Y es que hay fenómenos políticos operando absolutamente transversales a la racionalidad y nadie sabe a quién echarle la culpa. O, si se quiere: está claro que la culpa es nuestra, de todos, pero nadie sabe decir exactamente qué es lo que se está haciendo mal. Te van a decir cosas de la educación, de la honestidad, del curso del mundo, pero van a ser todas justificaciones que gracias si con esfuerzo logran salir de lo obvio y recontra revisado y aún así absolutamente estéril: cosas que ya venimos aceptando desde hace décadas y no nos están llevando a ningún buen puerto.

    Durante buena parte del siglo XX y hasta la acualidad se escucha el clamor de que “los medios forman opinión”, y la contrapartida de “eso es subestimar a la gente”. Y es un nudo sin solución. ¿Cómo se puede decir que los medios forman opinión, sin decir entonces que la porción del pueblo que defiende esos intereses tienen el cerebro lavado? ¿Cómo se puede decir que esa gente tiene capacidad de pensamiento libre, cuando no existe una sola premisa que no se sostenga en un discurso impermeable a la verdad y cualquier planteo epistemológico de cualquier orden disciplinario, y cuya única supervivencia sólo puede ser unívocamente justificada mediante la repetición mediática? Me ilusiona pensar que estamos en una época donde este mecanismo se pueda finalmente destruir, aunque sé que no se trata más que de lo que en Estados Unidos llaman whishful thinking.

    Es un misterio, muy a flor de piel, muy urgente para mi generación. Nuestros hijos y nietos van a leer estos años en libros de historia. En Estados Unidos les van a hablar de Trump. A diferencia de otras generaciones, con un poco de suerte ellos van a tener todos los videos de todas las discusiones llenas de interlocutores a favor y en contra de, por ejemplo, Trump, y van a poder ver cómo el mundo ya era ese manicomio que a ellos les tocó vivir, de manera mucho más eficiente que andar desempolvando oscuros librotes de cuestionable credidibilidad en sótanos y bibliotecas a costa de un enorme ejercicio intelectual para visualizar una sociedad anterior, diferente. Pero es una trampa más pensar que por tener esa tecnología la racionalidad va a estar… ¿cómo decirlo? “Optimizada”. Ese es uno de los trágicos descubrimientos de mi generación, y es una reflexión que me gustaría dejar anotada en esta entrada de blog.

    Recuerdo a Henry Miller hablar en alguno de sus textos (no recuerdo cuál, no encuentro la cita) sobre la televisión, cuando esta apenas apareció en la sociedad, y él contaba (mis palabras):

(…)
Cuando apareció la tele, todos dijimos “¡Genial! ¡Vamos a poder ver imágenes de todo el mundo! ¡Vamos a poder explorar lugares desconocidos, y culturas extrañas, y vamos a poder ver cómo son las cosas en otros lugares!”. En lugar de eso, vemos siempre la misma mierda, y se la pasan diciendo que a la vuelta de la esquina matan gente, y cosas de esas.
(…)

    Insisto: no son las palabras de él, son las mías; no recuerdo dónde habló de eso. Sólo recuerdo que eran palabras de notoria actualidad, aún cuando fueran escritas hace más o menos 100 años atrás. Mucho más recientemente, en 1976, en una conferencia en Bahía, Michel Foulcault, respondiendo una pregunta sobre las cárceles, decía este otro comentario:

(…)
Podemos desvelar fácilmente la utilidad económico-política de la delincuencia: primero, cuantos más delincuentes haya, más crímenes habrá, cuanto más crímenes, más miedo habrá en la poblacíón, y cuanto más miedo haya, más aceptable, e incluso deseable, será el sístema de control policial. La existencia de ese pequeño peligro interno permanente es una de las condiciones de aceptabilidad de este sistema de control, lo que explica por qué en los periódicos, en la radío, en la televisión, en todos los países del mundo sin excepción alguna, se dedica tanto espacio a la criminalidad, como si cada día se tratase de una novedad.
(…)

    Mi generación respondería a esas cosas: “¡Pero ahora los medios somos todos!”. “¡Ahora tenemos internet, y ahí podemos publicar lo que queramos, y las cosas quedan registradas, no se olvidan!”. Y hay dos fenómenos trágicos que vemos en esa mecánica tan optimista: uno de ellos, del que no me interesa hablar acá, es que aunque internet sea descentralizada, constantemente los pueblos de todo el mundo terminan sometiéndose a centralizaciones que sostienen las mismas marginalidades y exclusiones de siempre: teniendo el mp3 para compartir cualquier música por internet, lo que comparten es Shakira y Metallica: lo mismo que suena en las radios de los grandes monopolios, y así se secan y desintegran y pasan incluso al olvido muchos espacios tecnológicos y artísticos que se ven obligados a nadar contra la corriente, sólo porque la gente elige lo que elige. Eso por un lado, respondiendo al “podemos publicar lo que queramos, que las cosas quedan online y no se olvidan”. Pero por el otro lado, hay otro fenómeno tristísimo para quienes tenemos sensibilidad por la verdad, y que los medios explotan activamente y a conciencia. Es la fantasía de que no se va a poder mentir teniendo contradicciones en la cara. Eso no es más que una trampa de la racionalidad. Y es una que el enemigo conoce bastante bien. Fíjense sino este ejemplo, planteado por el mismísimo articulador de triunfos de la derecha contemporánea argentina, Jaime Durán Barba.

    Los tipos lo saben. No es evidente el cómo para muchos de nosotros, pero esta gente sabe que puede decir lo que quiera y se va a salir con la suya. Porque quienes votan eso, quienes eligen eso, lo van a elegir independientemente del valor de verdad objetiva que pueda tener lo que están diciendo. Hay mecanismos anteriores al valor de verdad, o determinantes si se quiere, que constituyen piedras fundamentales para que estas cosas se puedan decir a viva voz sin terminar en la absoluta nulidad que le corresponde. Estos días vengo pensando algunas cosas acerca de la ideología, y aquel ejercicio donde quise contrastar la tolerancia contra alguna otra cosa me llevó a pensar por un minuto: “¿Contra qué verdad se contrastan todas estas mentiras, si ninguna verdad parece ser suficientemente eficiente para descalificar estos discursos frente a aquellas personas que los eligen como verdaderos?”.

    Slavoj Žižek tiene una película dedicada a la ideología, que recomiendo a todos: The Pervert’s Guide to Ideology. Allí, Žižek explica de manera muy didáctica cómo la ideología, que uno por sentido común podría imaginar como a alguna forma de imposición sobre nuestra percepción para forzar ideas (un par de anteojos, por ejemplo, o por qué no una televisión constantemente encendida y emitiendo mensajes doctrinarios), es sin embargo más bien al revés: requiere de algún factor externo para que uno se de cuenta de cómo es que lo que está percibiendo es ideología, que ya estaba allí desde el momento cero de la percepción. Lo cuál tampoco tiene nada de nuevo: la idea de mecanismos inconscientes está desde principios del siglo XX y junto con la bomba atómica entre otros es uno de los ejes de discusión en los cuestionamientos a la modernidad. Lo que pasa, como con tantos otros planteos, es que a veces hace falta que el mundo se adecúe también un poco a algunas ideas que de otra manera serían demasiado disruptivas; hoy tenemos duranes barbas contando los pormenores de su trabajo en entrevistas como si mentir fuera lo más natural del mundo, y tenemos también posverdad en el diccionario.

    Así fue que reflexionando sobre todo eso llegué hasta un video de Žižek, donde plantea la siguiente tesis: “We have culturalize politics, invented the category of tolerance in place of equality”. “Hemos reemplazado la idea de igualdad por la idea de tolerancia, culturalizando la política”. Plantea un constraste muy útil a mi juicio para entender un poco el rol de la tolerancia hoy en día: “sería hasta obsceno hablar de tolerancia en gente como Martin Luther King, como si pelearan para que los blancos toleraran a los negros” (mis palabras). Muchos conflictos políticos son vistos como conflictos de cultura; un planteo muy emparentado a lo que en la calle vemos a diario cuando alguien no quiere a alguien, y dice cosas sobre su contrario tales como “no quieren trabajar” o “no tienen sensibilidad social”; más para oirlas ellos mismos que debatiendo nada, como manotazo de ahogado. Y es que otro de los rasgos de la actualidad política es la desesperación, la exasperación frente a la diferencia: la emergencia de la tolerancia. En esos mecanismos es que la razón polémica prolifera sin nada que la detenga, y los medios se dan panzadas. Y en el mismo video, luego de desarrollar varias ideas, Žižek también afirma: “(…) por eso no importa qué tan espantosa sea tu política, siempre vas a poder contar alguna historia para que quede linda.”

    No sé cómo vamos a salir de este barro, si es que alguna vez lo hacemos. Lo que sé es que hay un juego con la tolerancia y la mentira que hace estragos explotando determinismos psicológicos o culturales muy anteriores a problemas concretos y reales de orden político o económico. Hay grados, pero todos en definitiva nos movemos en el espacio que sabemos crearnos entre nuestras propias protoideas primitivas preconcebidas y lo que sea que nos llega de la realidad y del mundo. Lo que pareciera dar la sensación es de que estamos llegando a alguna forma de límite entre lo que podemos o no defender, o el por qué habríamos de hacerlo. Y uno de los aspectos que me parecen centrales en este problema, es que el mecanismo que juega en contra en este proceso es la propia inteligencia; seguramente estamos a diario tentados de calificar a quienes tenemos en la vereda política de en frente como unos imbéciles y descerebrados, ciegos de una realidad que nosotros sí sabemos ver, cuando sucede que se encuentran en exactamente las mismas condiciones epistemológicas que nosotros y se trata seguramente de gente con pleno uso de la razón cuando no gente sumamente inteligente. Esto es parte de la crisis moderna: la inteligencia nos ha fallado. Somos mucho más inteligentes para justificar lo injustificable que para aceptarnos derrotados. Somos al menos tan inteligentes para mentir que para encontrar cualquier verdad. La inteligencia no nos va a salvar de las mentiras, sino que nos va a hundir todavía más en ellas, como si pataleáramos en la arena movediza. Porque la inteligencia es un mecanismo que opera recién después de otros, y son esos otros los que nos están diciendo qué creer, qué defender como verdad, y qué repudiar como mentira; incluso, a qué mentira tolerar.

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