Hay unos cuantos problemas con las historias buenas, mas allá de la cuestión elemental de la definición. A mí me preocupan hoy por hoy las grandes historias reales que, por diferentes razones, incluso en esta era actual donde lo que más abunda son historias, no salen de círculos dolorosamente marginales. Y es que llegamos a una verdadera economía de las historias, un mercado de historias donde sabrá Dios cuál será el valor de cada cosa pero donde existe una incesante demanda de popularidad, un constante énfasis de los centros y periferias que se arman alrededor de absolutas ficciones, al punto tal de que los espacios más usualmente reacios al discurso académico terminaron sin mas remedio o sin mejor herramienta que instalar en horario central la idea de “posverdad”. Y es que del giro lingüístico para acá, sin necesidad siquiera de ponerse a hablar de siglos de epistemología, ya pasó suficiente tiempo como para un reconocimiento.

    Pero reflexionémoslo por un minuto. Pensemos un poco la cantidad de vidas y de historias que existen detrás de que, de repente, como si nada, la modernidad se muestra manifiestamente en jaque en el mismo lugar y a la misma hora que tenés minas en pelotas bailando con Tinelli o célebres y populares atletas cumpliendo por enésima vez proezas dignas de memoria y celebración hasta dentro de una semana cuando se deban repasar las próximas proezas deportivas dignas de memoria celebración que reemplazan a las anteriores, y así aparentemente hasta el fín de los tiempos. O en el mismo lugar donde florece la razón polémica, esa de la cuál jamás se obtuvo una sóla idea productiva. O en el mismo lugar donde se instala y pone en marcha el sentido común, ese con el que las academias se vienen peleando desde hace incontables generaciones. Ahí, hoy, se habla de “posverdad”.

    Si yo me basara en el mismo material que el más exitoso y revolucionario experimento epistemológico jamás creado, que es toda la parafernalia actual del big data y sus algoritmos de selección de “trascendencia” o “importancia”, si yo usara el mismo corpus digo, tendría que decir que una gran historia tiene cosas como magia, profecías, y alguna forma de maldad sobrenatural. Estoy pensando en Game of Thrones, Harry Potter, Star Wars, y tantos demases. Los juicios sobre tales grandes historias rondarían acerca de personajes mejores o peores, hablarían de circunstancias más o menos épicas, y darían lugar a infinitos debates sobre las condiciones cualitativas que hacen o dejan de hacer a esos trabajos marcas monumentales en el panteón de las ficciones. Hay cosas más periféricas; aquellas que cuentan cuentos sobre sentimientos, como puede serlo la cuestión Twilight, pueblos que se liberan en esa eterna lucha entre civilización y barbarie, como lo puede ser Hunger Games, cosas más vinculadas a sectores particulares de la ciencia ficción, como las Transformers o las cosas de superhéroes, e incluso tenemos lugar para lo que conocemos más formalmente como historia en cosas como los cuentos bélicos o de grandes héroes cual Braveheart; más entramos en detalle, más hacia las periferias nos adentramos, menos popular es nuestra gran historia, menos grande, y menos vale: menos se elige, menos trasciende, menos aparece al lado de las minas en pelotas, los Tinellis, los partidos de futbol, las polémicas, y ahora, como novedad, la posverdad.

    No tengo una idea clara acerca de esta reflexión. Sólo sé que cuando repaso la historia del pensamiento crítico vinculado a las historias como lo conozco, como me lo contaron, como lo sé ir a revisar, el cuál arranca casi arbitrariamente en el formalismo ruso de principios del siglo XX, el cuál arranca con Schlovsky yéndole con los tapones de punta al simbolismo y cagándosele de la risa, bardeándolo, agitándole el rancho con una legitimidad únicamente pensable en un momento histórico como el que le tocó vivir, repaso entonces algunas de esas historias que apenas conozco en detalles y me cuesta creer que el título de “grande” pueda caberle a dragones y varitas mágicas y peleas con espadas en el espacio con todo lo que eso implica. O peor aún: destinos y profecías. Mientras tanto, más y más derechos de todas las personas se ven sometidos día a día en virtud de privilegios para los que fabrican todo ese material tan amigado con las minas en pelotas y los combates retóricos a muerte: la privacidad, el acceso a la información, la libertad por sobre mi computación, la propiedad privada sobre las cosas que compro… todo parece absolutamente secundario para el consumidor con tal de estar al día con el capítulo de la serie del momento, o con tal de ver la última superproducción megamillonaria. Mi única certeza en todo esto es que las historias están ocupando un lugar de incuestionable centralidad en nuestra sociedad, mas allá de que la única novedad es el orden de magnitud en el que ese mecanismo se manifiesta.

    Es extraño… una marca de los tiempos que corren es que, habiendo tanta literatura de aventura desde tiempos inmemoriales, que operan como documentos históricos sobre otros momentos del mundo, es raro saber que incluso en el tedio mismo de la rutina voy a poder llegar a viejo y contar la cantidad de cosas espectaculares que me ha tocado vivir, tal y como le pasara a Shlovsky, sin tener que ir a buscar ninguna aventura a ningún lado. No parece haber historia más épica que la historia de la civilización. Es gracioso ver en comparación la cantidad de historias menores a las que necesitamos inflar para poder hacer pié entre tanto vértigo, entre tanta insignificancia del propio destino y tanta trascendencia del ser testigos en este evento revolucionario que es nuestro día a día contemporaneo, que ya tenemos hasta ciencias ficciones vanguardistas obsoletas en lapsos de treinta, veinte, o hasta diez años. Quién sabe hasta dónde nos veremos forzados a fantasear para poder seguir manteniendo esta economía de las grandes historias y de las marginales periferias.

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