Archive for January, 2021

    Este texto lo escribí para la materia Historia de la Ciencia, del Doctorado de Epistemología e Historia de la Ciencia de la UNTREF, a finales del 2020. Versión PDF, aquí.


    Episteme y tecné, fundamentos elementales e históricos de lo que hoy llamamos ciencia y tecnología, son dos conceptos de límites difusos y profundamente debatidos. Y por supuesto que los anacronismos no van a ayudar a definiciones más precisas, pero eso no quita que si rastreamos la moderna y vigente distinción entre ingenieres y científiques, dos roles que se encarnan alrededor de la idea de conocimiento y dos labores críticas en la construcción de las sociedades contemporáneas, se llega sin muchas dificultades hasta los orígenes mismos de ambos conceptos en la antigua Grecia. Lo cuál constituye una extraña constante en la historia de la ciencia: si une presta atención, en realidad no se entiende del todo sobre qué está fundada.

    Algunas partes de episteme y tecné son más fáciles de distinguir que otras. Al caso, cualquier diccionario o enciclopedia nos va a saber explicar cómo episteme refiere a cierto modo del conocimiento vinculado a generalidades y causas últimas, lo cuál vendrían a ser nuestras modernas leyes científicas, y que en la antigüedad estaba más ligado a un conocimiento elevado o hasta un componente de la sabiduría; mientras que tecné refiere a saberes más acotados y vinculados a quehaceres concretos, como el conocimiento vinculado a las profesiones y las artes. Y hasta ahí, no parece haber problemas demasiado grandes.

    Pero también es cierto que tan frecuentemente coinciden aspectos de ambas que cabe la pregunta de si no son más parecidas que distantes. Y esto no es ninguna idea novedosa. Se puede apreciar, por ejemplo, en la enciclopedia de filosofía de la universidad de Stanford, en su artículo referido a la historia de ambos conceptos, que los mismos no están tajantemente separados sino hasta Aristóteles, y que incluso el Sócrates de Jenofonte casi hasta activamente despreciaba una categorización como esa; episteme y tecné estaban todo el tiempo mezcladas, incluso en la antigua Grecia. Pero así y todo, pareciera haber hasta hoy reglas que rigen el trabajo epistemológico y el tecnológico por separado, llegando al punto que hacemos epistemología les filósofes, y tecnología básicamente todes les demás.

    Los problemas arrancan fundamentalmente a la hora de pretender lidiar con la tecné; o, para ser más precisos, con qué no lo es. Al caso, Eric Schatzberg, en su obra “Technology, Critical History of a Concept”, se pregunta un poco cómo puede ser que un concepto tan heterogéneo en sus características formales no sea más frecuentemente problemático para quienes lo articulan en sus reflexiones. “Tecnología”, para Schatzberg, es un concepto “marginal” en la reflexión teórica en general, en el sentido de que mucho más frecuentemente que analizarlo se lo dá por entendido. Y plantea un argumento (que, a su vez, tomó de Serafina Cuomo) para comprender el fenómeno:

    (…) The marginal status of technology as a concept isn’t the result of historical accident. Instead, this marginality is rooted in a fundamental problem. In the division of labor that accompanied the rise of human civilization, people who specialized in the use of words, namely scholars, grew distant from people who specialized in the transformation of the material world, that is, technicians. Our present-day concept of technology is the product of such tensions between technicians and scholars. Since the time of the ancient Greeks, technicians have fit uneasily into social hierarchies, especially aristocratic hierarchies based on birth. (…)

    O sea, algo que hoy por hoy nadie negaría: un problema político. El término “tecnología” en Schatzberg, más tarde aclara, en realidad es un fenómeno de finales del siglo XX, y toda la historia de occidente antes de eso más bien se refería a la idea de “arte”; término que comenzó a restringirse en “lo artístico” al mismo tiempo que “tecnología” crecía, pero que en principio refería a “los quehaceres” y “lo material”: tecné, básicamente. Pero la distinción también era política en su contraste con “la ciencia”, independientemente de qué forma particular de tecné estuviéramos hablando, o del momento histórico.

    Esto ya quedaba claro en el contraste entre Sócrates y Aristóteles, cuando el primero, según Jenofonte, desconfiaba de la idea de ponerse a estudiar el cosmos, y decía que estudiar geometría estaba muy bien siempre y cuando llegara hasta el conocimiento de medir la parcela de tierra que uno pretendiera comprar; mientras que Aristóteles pretendía separar “los razonamientos acerca de lo que no puede ser de otra manera”, y a distinguir niveles de virtudes más elevadas que otras, cuando pretendía separar la paja del trigo entre quienes debían o no gobernar.

    Pero antes que concentrarme en cualquier idea aristotélica o socrática, la mención a lo político la quiero utilizar para explorar algunos aspectos más de esta “competencia” entre tecné y episteme por la calidad, utilidad, y nivel, del conocimiento. Porque “lo político” (otra categoría sobre la que podríamos hablar años sin ponernos de acuerdo en su alcance, especialmente en sus contactos con “lo cultural”) no se reduce a lo que dijera tal o cual pensador en algún lugar alguna vez, sino que a mi juicio la relación es más bien al revés: esas ideas se sostienen porque tienen lugar entre una sociedad que las hace sobrevivir al paso del tiempo y que les da centralidad. Una persona, por incisivas que puedan ser sus reflexiones, difícilmente pueda decir cosas sobre el universo que duren más allá de los pocos minutos que toma el enunciarlas si no cumple con una serie de normas determinadas por la sociedad de ese momento histórico. En la propia historia de la ciencia podemos encontrar muchos ejemplos de cánones milenarios erróneos, al mismo tiempo que periferias de muchísima menor trascendencia historica aunque de conclusiones acertadas: es el caso de Aristóteles mismo, frente al modelo geocéntrico de Aristarco.

    Sostengo entonces que las condiciones de una verdad relevante están en la cultura misma sobre la que se pretende tener relevancia. Y uno de los aspectos tal vez más lejanos para nosotres con otros momentos históricos es el rol del relato mítico encarnado en lo religioso como rector de una sociedad. Los dioses griegos, básicamente, con todas sus aventuras y desventuras, constituían mucho más conocimiento de los fundamentos detrás de cómo funciona el universo que cualquier idea de Aristóteles, o Platón, o Sócrates, o quien fuera; en todo caso estos últimos debían fundamentar sus hipótesis en lo divino, y allí es donde cualquier cosa que dijeran podía conseguir o no aceptación social general. Y sucede que la tecné tiene un curioso lugar en el panteón del Olimpo.

    El canon mitológico puede ser caótico y permitir muchas interpretaciones. Pero en todo caso, la representación de la tecné en ese relato fundacional de nuestro universo brilla más por sus defectos que por sus virtudes. Hefesto, el dios griego de la tecné, pareciera ser el único que no estaba físicamente idealizado; léase, era feo. Ciertamente, toda una anomalía frente a la gloriosa belleza general de sus colegas. Pero esa anomalía va mucho más allá que simple “fealdad”.

    Hefesto era aparentemente un dios de bien (al menos para los estándares de esos dioses), apasionado por su trabajo, generoso, que no parecía tener tanto interés en hacer travesuras como sí demostraban muchos otros dioses, que parecía tener muchos más problemas con otros dioses que con nosotres mortales, y que incluso cumple roles muy importantes en nuestra historia. Por ejemplo, el fuego que Prometeo robara de Olimpo para más tarde compartir con los hombres, era precisamente el fuego del taller de Hefesto. Y Zeus mismo, con malas intenciones, y probablemente también de malas maneras, ordenó a Hefesto la creación de la primer mujer humana: Pandora. Y además de nuestra historia de origen, Hefesto participó constantemente en las historias de tanto dioses como héroes por igual, mediante el uso de sus habilidades: forjando items mágicos y artefactos de diversa importancia.

    Pero Hefesto era curiosamente feo, independientemente de sus virtudes o trascendencia. Concretamente, tenía una cojera, que depende quién lo cuente tenía diferente alcance (llegando hasta el enanismo) y diferente origen. Pero es una particularidad que ha llamado la atención de más de un estudioso. Por ejemplo, existen trabajos que vinculan esa cojera a un simbolismo relacionado a enfermedades frecuentes entre quienes trabajaban el metal por aquel entonces, e incluso debates entre quienes lo consideran una representación de enfermedades congénitas (ejemplo #1, ejemplo #2).

    Y su fealdad le traia problemas a Hefesto; no era algo simplemente pintoresco o menor, sino un rasgo central de su historia, especialmente en lo que respecta a sus relaciones amorosas y sexuales. Por ejemplo, Zeus le arregló un matrimonio con Afrodita, quien luego no le fue fiel, lo cuál llevó a que más tarde Hefesto terminara armando toda una escena cuando la encontró “in-fraganti” con Ares. También hay un relato muy importante en la historia de Hefesto vinculado a Atena, donde básicamente esta última lo rechaza categóricamente, en un contexto que dependiendo la línea canónica podía ir desde un maltrato de Atena hasta un intento de violación por parte de Hefesto. Incluso una de sus historias de origen plantea que su madre lo tiró del Olimpo cuando nació, por ser “feo”. Pero el detalle de las muchas historias de este dios de la tecné excede por mucho el objeto de este texto; me interesa concentrarme en el detalle de que la fealdad le traia problemas notorios, y eso no era un tema recurrente entre los dioses sino una cosa que más bien le pasaba a él sólo.

    De una manera u otra, todo indica que en líneas generales era un dios querido por la población en general, y muy relevante en la cultura ateniense. Los himnos de Hefesto que nos llegaron hasta nuestros tiempos básicamente agradecían las cosas que el dios había enseñado a los hombres. Y es que ese fue uno de sus roles centrales: divulgar el conocimiento de “las artes” (en sentido amplio). Sin embargo, Hefesto nunca dejó de ser una figura menor en relación con Atena, quien también se encargó de divulgar conocimiento, pero que curiosamente este otro conocimiento tenía un estatus superior. Precisamente, a Atena se la relaciona más bien con la sabiduría que con las artes.

    Teniendo todo eso en cuenta, es interesante considerar que las historias de Hefesto parecen vincular con frecuencia y claridad las dos figuras menores de la sociedad griega: las mujeres, y los esclavos. Hefesto era un dios mucho más sometido que libre, que frecuentemente realizaba sus tareas manuales de la misma manera que cualquier esclavo en cualquier polis (bajo órdenes), y que dependía también frecuentemente de sus habilidades prácticas para salvar situaciones generadas por su condición física y social. Pero nótese incluso la problemática relación entre esta representación de la tecné y las mujeres: todos los dioses griegos parecen mostrar un historial sexual nutrido en violencias contra las mujeres y abusos de poder de todo tipo, pero aparentemente las únicas historias donde las mujeres tienen poder para rechazar o siquiera evitar el deseo sexual de un dios son las de Hefesto. Y esto pareciera estar justificado unánimemente en su “fealdad”, pero sin embargo Hefesto demostró en múltiples oportunidades disponer de la pericia técnica para someter a cualquiera si lo deseara, e incluso demostró también pericia diplomática para convencer hasta a Zeus. ¿A qué viene la “fealdad” entonces?

    Sostener cualquier tesis al respecto de estos comentarios con un mínimo de rigor requeriría mucho más trabajo que aquel puñado de párrafos, y ciertamente es algo que le queda muy grande a este texto: porque no sólo se requiere un análisis pormenorizado de los mitos en diferentes momentos históricos, sino que incluso la “cultura griega” en realidad no era tal cosa y estamos hablando de muchas culturas organizadas de muchas maneras tanto en el tiempo como en el espacio. Pero igualmente parece pensable interpretar la existencia de cierto sesgo con respecto a la tecné instalado ya directamente desde el mito fundacional, anterior a Aristóteles: como si la tecné fuera conocimiento de segunda, una cosa de gente a la que le faltan otras virtudes.

    Y sin embargo, esta “cultura griega” que supo comenzar a distinguir entre tecné y episteme de manera aparentemente tan sesgada, terminó construyendo maravillas tecnológicas como el mecanismo de Anticitera. Recordemos, estamos hablando de lo que se considera la primer computadora analógica de la historia de la humanidad, utilizada para predecir fenómenos astronómicos con admirable precisión incluso para nuestros estándares. Y si uno se pone a curiosear los pormenores detrás de construir un dispositivo como ese, tiene por lo menos tanta episteme como tecné. De nada hubieran servido las grandes investigaciones y teorías de prestigiosos astrónomos para construir un dispositivo como ese sin el conocimiento técnico de materiales ni la pericia para manejarlos con la precisión requerida; de nada sirve para esta tarea un maestro artesano que pretendiera no tener contacto alguno con las matemáticas de los engranajes diferenciales ni los complejos problemas a resolver para calcular la información deseada. Toda esta tarea, a su vez, escaso uso tendría si el dispositivo no fuera posible de ser utilizado por un tercero, alguien incalificado para la construcción o configuración de semejante aparato, pero que de una manera u otra requiere utilizarlo; tal y como cualquier computadora moderna, que uno no se pone a construir ni necesita entender mucho qué digamos, sino que uno simplemente utiliza. Y esto último implica otro nivel agregado de tanto tecné como episteme, que conocemos hoy en los ámbitos academicos y técnicos bajo conceptos como “ergonomía” o “interfaz de usuario”, y no pasa tanto por entender ni los planetas ni los engranajes. No se trataba, en definitiva, ni una tarea de algún genio, ni la intervención de ninguna musa, sino que dispositivos como ese son el fruto de un trabajo colectivo y organizado entre diversas formas coordinadas de conocimientos y disciplinas, muy probablemente incluso durante generaciones; y donde además se agregan les usuaries de dichos desarrollos, con otras necesidades epistémicas y técnicas, construyendo de esa manera un entramado social de conocimientos complejo en muchos niveles. Llegar a semejante desarrollo es difícil de imaginar con la idea de “tecné como conocimiento de segunda”: para esta gente, la tecné era claramente muy importante.

    Si revisamos un poco la cronología hipotética de hechos alrededor del mecanismo de Anticitera, lo primero que encontramos es que se especula date del período Helenístico del desarrollo científico griego; es decir, los tiempos posteriores a Alejandro Magno, que arrancan por el siglo III AC. Para ese entonces Aristóteles ya podría ser una autoridad, pero también fue un momento histórico de mucha influencia intercultural con Persia, Egipto, y partes de Asia, así como también de pérdida de relevancia de Grecia propiamente dicha: Atenas, Sparta, y el resto de las ciudades estado que constituían “Grecia” ya no era las capitales ni culturales, ni científicas, ni militares, que pudieron haber sido en siglos anteriores, y esos roles se desplazaron hacia ciudades como Antioquía o Alejandría. Esta última, famosa a su vez entre otras cosas por haber sido sede de dos grandes maravillas de la antigüedad: el faro, y la biblioteca. Y podríamos dedicar amplios párrafos a comparar ciudades y buscar datos, pero apresurando nuevamente una tesis que no será posible sostener con adecuado rigor diría que el mecanismo de Anticitera se explica mejor por las diferentes políticas de financiamiento científico y tecnológico de Alejandro Magno en adelante, mucho antes que por la sabiduría, órdenes sociales, o la aparición de grandes genios; es decir, nuevamente, política antes que naturaleza del conocimiento.

    Pero la figura de Alejandro Magno abre también la puerta para otra arista frecuentemente mencionada cuando uno repasa la historia del desarrollo científico, que es el ámbito militar, dominios de Atena y de Ares. Muches de nosotres modernes nos formamos en un sentido común que relaciona el financiamiento militar con el desarrollo científico, dada la experiencia de las dos grandes guerras, y la posterior guerra fría. Sin embargo, parece ser aceptado que el financiamiento formal a la ciencia para la guerra es algo más bien novedoso del siglo XX, y que los hitos de tal relación en la antigüedad son esporádicos cuanto mucho. Por ejemplo, Barton Hacker, en su trabajo “Greek Catapults and Catapult Technology”, escribe lo siguiente:

    (…) Why, for example, were catapults so successful, so widely adopted? What role, if any, did Greek science play in the development of catapults? What were the consequences of a highly developed catapult technology? (…) The earliest catapults were the product of relatively straightforward attempts to increase the range and penetrating power of missiles by strengthening the bow which propelled them. Since such a reinforced bow could not be spanned in the ordinary way, mechanical ingenuity supplemented human muscle. (…) Thus the archer could use not only his arm muscles but his more powerful back muscles as well. (…) What did catapults contribute to the highly efficient siege craft of Alexander and his successors? Clearly catapults were not powerful enough to batter down the walls of a well-fortified town. But they could, and did, provide the covering fire that enabled attackers to approach the walls, where other techniques could be brought into play in order to breach or surmount them. (…)

    Las innovaciones tecnológicas eran frecuentemente pequeñas modificaciones vinculadas a la optimización de algún mecanismo, usualmente realizado por técnicos. O hasta directamente provenían de origen civil, desde donde se desarrollaban soluciones a problemas primero, y luego se buscaba financiamiento. Precisamente, lo que sí era frecuente en la guerra era el financiamiento tecnológico, no el científico. Pero además, tales “innovaciones tecnológicas” eran apenas un complemento del desarrollo tradicional de las prácticas de guerra, donde se observaban como “innovaciones” o “tecnología” a las estrategias, los diversos órdenes de acción militar, o hasta el origen de los soldados e incluso del oro para financiar la campaña: todas técnicas mucho antes que “leyes”. La pericia marcial, dicho sea de paso, era una forma de técnica antes que una sabiduría. Les generales debían ser sabios, sin duda; pero de la misma manera, una guerra sin tecné resulta inimaginable, y más bien pareciera que la episteme fuera la secundaria en este campo de la praxis humana con tantos problemas prácticos qué resolver.

    Es irónico que tanto Ares (avatar de la violencia en la guerra) como Atena (de la sabiduría en la acción militar, entre otras cosas) hayan tenido tan peculiares problemas con Hefesto, cuando todo indica que más bien deberían ser buenos amigos. Lamentablemente llegamos tarde a esta conclusión como para salvar el vapuleado prestigio del pobre Hefesto entre sus pares. Pero me atrevo a especular si no serán por razones emparentadas a esas injusticias para con el prestigio del dios de la tecné, que hoy conocemos muchos más grandes pensadores de por aquel entonces, e incluso grandes héroes de guerra, que grandes artesanos o trabajadores.

    Hoy en día, la filosofía de la tecnología se ha desarrollado como disciplina, y desde allí tenemos herramientas y colegas con los cuales pensar nuestras relaciones posibles con qué tecnés para qué sociedades. Otras relaciones con la tecné, menos despectivas, son posibles.

    Al caso, por ejemplo, Leonardo Ordóñez, en su trabajo “El desarrollo tecnológico en la historia”, sostiene que “la organización social incide en el desenvolvimiento de la técnica, y esta, a su vez, ayuda a modelar aquella, en una constante retroalimentación mutua”.

    En ese mismo trabajo, Ordóñez nos cuenta acerca de Michel Serres, que desarrollara un modelo explicativo para el desarrollo histórico de la técnica, y en el mismo se “reivindica” (observación mía) a Hefesto como avatar de la revolución industrial.

    U obsérvese también otro trabajo, esta vez de Guido Nicolosi, donde se explica lo siguiente:

    (…) The body is the first instrument of man, his first technical object. The primary form of technique is therefore that of the body. (…) These elements will thus reappear frequently during this reflection: analyzing technique, as I see it, means starting off from these. Highlighting the relationship between these phenomena and technique in itself involves a demonstration that technique and society are not separate entities. Indeed, technical skills are not the property of any single body, but are qualities arising from the entire system of relationships that constitutes the presence of an agent in an extensive and structured physical and social environment.

    El trabajo de Nicolosi está adecuadamente titulado “Tras las huellas de Hefesto: habilidades, tecnología, y participación social”.

    Para finalizar entonces este repaso por algunos contrastes entre las ideas de tecné y episteme, como conclusión, quiero plantear que: si bien es absolutamente innegable el valor del trabajo vinculado a la episteme, percibo también un sesgo anti-técnico desde el origen mismo de tales conceptos, que sospecho ha tenido un profundo impacto en el desarrollo de la ciencia en occidente. Tanto es así que, hasta la revolución industrial, o incluso tal vez recién muy entrado el siglo XX, no se revalorizó a la tecné; y es posible que en muchos ámbitos académicos aún siga siendo vista como conocimiento de segunda. Y considero esto cuanto menos un despropósito. Porque la tecné forma parte de nuestros rasgos constitutivos más elementales en tanto que especie misma, y alrededor de nuestras tecnés es que también organizamos nuestras vidas, nuestras sociedades, y cualquier futuro posible.

    Tuve acceso a una copia de Multiversos, el recientemente publicado libro del grupo Luthor, y lo terminé de leer hace un par de días. El libro es excelente, y lo considero una lectura recomendada si no fundamental para cualquier persona que se interesa por entender a la ficción en tanto que objeto de manera rigurosa, contemporánea, y comprometida.

    Sin embargo, mucho más que una reseña (que francamente no sabría cómo escribir), me queda en el tintero una crítica, que me viene genial para mis propias teorías. Así que voy a aprovechar el envión de tener la lectura fresca y el tiempo libre de Enero, para dejar anotada mi línea de lectura de un problema que percibí. Sucede que en el capítulo 6 del libro, se habla sobre el concepto técnico de “saturación” en la ficción. Y mientras lo explicaron, dos puntos claves me resultaron disonantes. Se trata de apenas una diferencia de interpretación en un fenómeno, pero que cambia cierta carga de responsabilidad de mecanismos de bajo nivel, y entonces explica el fenómeno de otra manera, llevando tal vez a otros conceptos diferentes para entender la ficción.

    (…) Nuestra percepción de lo real parte de una saturación completa y de la negociación constante entre nuestros sentidos, es decir, del recorte que nuestra psique necesita hacer de la información proporcionada por ellos para organizar la experiencia y no colapsar en la hiperestesia. (…)

    Este es el primer punto donde empecé a sospechar de lo que leía, de modo que voy a detenerme a investigarlo. Hay algo aquí que me parece… confundido entre el sentido común de lo que se afirma. Es decir: cualquiera estaría de acuerdo sin grandes debates en que la realidad se constituye de aquello saturado en conjunto con aquello percibido. Pero hay detalles.

    En primer lugar, el límite de la hiperestesia. Hiperestesia es hipersensitividad: sentir demasiado, sentidos saturados (en la acepción coloquial del término). Esto se puede imaginar fácilmente con ruidos tan fuertes que aturden, luces tan brillantes que nos hacen doler la cabeza, etc. Y es interesante pensar los pormenores de esas operaciones físicas, biológicas, aún siendo legos en el asunto (es decir, sin ser médicos, ni estudiosos del cuerpo humano).

    Piensen un segundo en esos ejemplos: ruido muy fuerte, luz muy brillante. “La psique” a la que se hace referencia en la cita anterior no puede hacer absolutamente nada contra eso: no le pone un límite a los decibeles del tímpano ni a los lúmenes del ojo; la psique no calibra los sentidos, que a su vez no negocian entre ellos: en la hiperestersia, los sentidos se padecen, y punto. Y la hiperestesia, al menos en esas escenas que yo planteo, se produce por causas ajenas al funcionamiento de la percepción de lo real: fuerzas hostiles, desestabilizadoras de ese mecanismo. Hay otros ejemplos pensables, como ser condiciones del cuerpo que lo llevan a fenómenos similares: configuraciones que lleven algún sentido a ser vivido con mucha más intensidad que la de alguna forma de normalidad deseable. Piensen en alguna alergia en la piel, que te hace sentir demasiado cuando tocás algo, y “pincha” o “quema”.

    Aquí parece asumirse que el recorte de “la información proporcionada por los sentidos” tiene el doble fín último de “organizar la experiencia” y de “no colapsar en la hiperestesia”; pero en esos ejemplos inmediatos que introduzco yo, para nada extraños, no parece tener mucho qué ver la hiperestesia. Asumo que se está sosteniendo una hipótesis como la siguiente: “si no recortáramos nuestros sentidos, nos quemarían la cabeza”. Y coincido. Pero eso no es “hiperestesia”, y el detalle es absolutamente clave.

    Esa “cabeza quemada” no sería el efecto de “un sentido (o más) que sintió demasiado”, sino de una percepción intentando abarcar más de lo que puede. Y ese “recortar” y “hacer de intermediaria entre los sentidos” que parece ser la función de la psique, hoy por hoy se puede llamar sin grandes polémicas “procesar”. Como decía antes, la psique no calibra los sentidos: están siempre sintiendo a pleno. Siempre están a su 100% biológico de rendimiento. Lo que la psique sí puede hacer en situaciones normales es administrar el valor de lo que le brindan esos sentidos: recortar, valorizar, enfocar, etc. La “cabeza quemada” entonces se daría en la psique: con lo cuál no se le puede asignar a los sentidos la responsabilidad del problema. Y si el problema está en la psique, y es problema a la hora de procesar, de lo que estamos hablando es de, básicamente, de un problema de “ancho de banda” de la cabeza.

    Hasta aquí, apenas un detalle menor, mañoso, que en definitiva cambia poco o nada: casi que se termina diciendo lo mismo con otras palabras. Pero más adelante aparece la siguiente segunda cita:

    (…) podemos no haber viajado jamás a China, pero vivimos en la certeza de que no por eso los teatros de Shangai dejan de tener un número determinado, que podríamos averiguarlo, y que pueden ser visitados en direcciones verificables.
    (…)
    En cambio, por definición todo mundo ficcional es un mundo incompleto. (…) No podemos afirmar ni negar la existencia de la localidad de Aldo Bonzi en los mundos ficcionales en los que transcurre el Ulysses de Joyce, el Grand Thief Auto, o Seinfeld. Al menos no hasta que una expansión de esos mundos ficcionales llegue hasta allí,
    (…)
    La saturación del mundo ficcional, entonces, jamás supone la amenaza hiperestésica de lo real, sino que es una selección de escorzos y una gradual distribución de ausencias, dependiente, por principio de divergencia mínima, del marco de referencia de la realidad en la que se insertan.
    (…)

    Y aquí ya se asumen muchas cosas, que implican divergencias importantes entre lo que yo sostengo y lo que el capítulo ofrece. Vamos a tener que ir por partes.

    Fíjense, por ejemplo, esa última mención a la hiperestesia, y compárenla con lo que yo expliqué antes; aquí sí se vuelve importante la diferencia entre los sentidos y la psique. En el planteo de Luthor, esto no es menor: para elles, “inmunidad a la hiperestesia” se muestra como un razgo constitutivo de lo ficcional, mientras que desde mi punto de vista no existe tal inmunidad: la ficción te puede comer todo el ancho de banda de la cabeza sin mayores problemas.

    La clave está en el orden de los factores. Recordemos, si la responsabilidad no es de “los sentidos”, entonces es de “la psique”; y la psique “procesa”, y tiene un problema de “ancho de banda”. Claramente la analogía inmediata es con una unidad central de proceso típica de computación básica, y al problema aquí podemos llamarlo más específicamente “capacidad de cómputo” o “de proceso”. Todes sabemos que las computadoras pueden tener “el cpu al 100%”, y entonces “ponerse más lentas”, ¿verdad? O también “tildarse”. Todas esas cosas suenan bastante parecidas a aquél “colapso” del que la psique se protege al cortar la información. Pero ese colapso no sería porque el mouse o el teclado “se volvieron muy sensibles” (en cuyo caso la computadora es simplemente más difícil de usar), sino porque el CPU no tiene más capacidad, y se calienta, y demás fenómenos conocidos. Así entendido, la naturaleza de lo que procesa el CPU no hace ninguna diferencia, sino cuánto puede procesar y en qué tiempo.

    Y lejos de ser gratuita o lúdica, o siquiera didáctica, esta comparación viene al caso de introducir una cuestión que Luthor no toma en su libro: la ficción en tanto que problema computacional. Lo cuál es especialmente llamativo teniendo en cuenta que uno de sus principales intereses es abarcar a los video-juegos como género legítimo de ficción, y teniendo también en cuenta que en todo caso Luthor siempre reconoce los pormenores técnicos y operativos de cada medio (cine, literatura, etc) como condiciones de análisis. Sucede que los video-juegos introducen su propia especificidad en la cuestión computacional o informática; y tal y como sucediera con otras “nuevas artes” de tiempos anteriores (claramente pienso en el cine), este nuevo aspecto permite entender detalles de la ficción que de otras maneras serían escurridizos.

    Pero definitivamente lo más llamativo de esta ausencia de lo computacional en el texto de Luthor es que uno de los mecanismos más trabajados en el ambiente computacional, precisamente, es la saturación, en todas sus acepciones: porque el problema del CPU que planteo no es alegórico sino real, literalmente hay industrias enteras empedernidas en resolverlo, y durante décadas los video-juegos vienen siendo uno de los campos principales de batalla.

    Dejo apenas un ejemplo, ilustrativo de los contactos que hay entre la saturación de Luthor y la informática. Piensen en el desarrollo de los video-juegos 3D en primera persona. ¿Alguna vez se pusieron a curiosear cómo funcionan? ¿Intentaron tal vez programar alguno? Tienen a su disposición un mundo ficcional, y necesitan buscar estrategias eficientes de interacción con el mismo. “Eficientes” significa varias cosas, y entre ellas se encuentra “que no se bloquee el CPU tratando de procesar todo al mismo tiempo”: es decir, aquella “hiperestesia” que amenazaba desde lo real. Literalmente las ficciones ahora padecen esa hiperestesia, y literalmente quienes desarrollan video-juegos tienen que buscar estrategias para trabajarla o caso contrario el video-juego no existe. De ninguna manera la ficción está libre de esa “hiperestesia”, y cabe preguntarse seriamente cuáles son las diferencias entre esa “optimización necesaria” del problema computacional y aquel riesgo “sensorial” que Luthor describe como uno de los límites que separa ficción de realidad.

    Otro ejemplo de problemas en aquel planteo de Luthor. Se trata de una experiencia personal. Hace algunas semanas, distendiéndome luego del trabajo y el año académico, me puse a ver por internet el video-juego “Half Life: Alyx“. El cuál, debo decir, es una maravilla de la tecnología. Sin embargo, tuve la muy triste experiencia de padecer un efecto colateral de ese modo particular de video-juego: me generó nauseas. No pude seguir mirándolo, aunque me encantara. ¿Y por qué no pude? Literalmente por hiperestesia. En este caso, mi sentido del equilibrio se vió afectado por estar viendo en pantalla completa un juego VR en dos dimensiones. Y eso sucedió sin que yo me “tildara” ni “me pusiera más lento”: mi capacidad de cómputo estaba intacta. Es un ejemplo de cómo la hiperestesia efectivamente es otra cosa distinta de la que habla Luthor, y entonces no es ahí donde está ese límite de la ficción que busca. Y que claramente hay hiperestesia en la ficción.

    El juego VR literalmente exige calibrar la experiencia sensorial; ya no estamos hablando de estrategias discursivas sujetas a interpretaciones, o referencias que requieran un nivel de entrenamiento cultural determinado para poder percibir con plenitud el recurso literario, sino de efectos biológicos directos. Y el caso particular del sentido del equilibrio es paradigmático: un problema también de la robótica y la cibernética. Sucede que (y esto también fue una experiencia personal, porque yo estudié robótica y quise programar inteligencias artificiales desde muy jóven), cuenta la leyenda, en la medida que se pretendieron hacer robots autónomos y/o humanoides, quienes los desarrollaban, al intentar copiar las características humanas, se fueron dando cuenta de que en realidad tenemos otros sentidos sumados a los cinco canónicos, siendo el del equilibrio uno de ellos. ¿Quién no vió algún video de un robot humanoide, siendo torpe y cayéndose sin poder demostrar el menor atisbo de equilibrio? Es típico que tomamos conciencia de estos sentidos sólo cuando los perdemos, y mientras tanto continúan operando “en segundo plano”, sumando datos para ser procesados, sin que nos demos cuenta. Y es difícil pensar cómo “la psique” regularía esos sentidos si ni siquiera nos damos cuenta que existen; entraríamos en el terreno de lo inconsciente.

    Pero no es todo. Otras cosas se pueden obtener de esos ejemplos. Los juegos 3D se la pasan haciendo “recortes” de “lo que se percibe”. En realidad, lo que hacen es recortes de lo que se procesa, y de cómo se visualiza. Y es muy importante prestarle atención a los algoritmos utilizados al caso, para entender la clase de problemas puntuales que se solucionan. Por ejemplo, siendo que la generación de imágenes es uno de los procesos más costosos (¿lo será también para el ser humano?) sólo aquello que está dentro del rango de visión se debe enviar a procesar para ser generado como imagen; la memoria volatil es más rápida que el disco rígido, de modo que todo aquello que pueda guardarse en memoria se pretende mantenerlo allí para poder ser accedido rápidamente, de modo que el CPU no deba quedarse esperando al disco rígido para poder terminar alguna operación (allí ya estamos hablando de interdependencia articulada temporal y secuencial entre diferentes componentes de un sistema); los espacios tridimensionales pueden ser muy grandes y tener muchos componentes para procesar en simultáneo, de modo que todo ese proceso (así como también la ya mencionada generación de imágenes) se acelera con hardware ad-hoc para que no “colapse” el CPU, y diferentes algoritmos permiten cargar en memoria diferentes fragmentos del mundo con diferente criterio, para no necesitar cargar todo junto; etcétera. Si bien claramente la materialidad es muy distinta, no parece haber grandes diferencias conceptuales con aquel “necesita hacer de la información proporcionada por ellos para organizar la experiencia y no colapsar” de Luthor. Y así planteado, se nubla mucho la diferencia entre lo que Luthor propone que hace la gente para acceder a la realidad y lo que las computadoras hacen para generar la ficción.

    Computacionalmente, los algoritmos de optimización de capacidad de cómputo, u otras optimizaciones, no sólo los implementan los video-juegos, sino que toda la informática está plagada de ellos. Por ejemplo, los videos que consumimos por internet tienen un grado tal de optimización que podemos ver cosas de altísima calidad transmitiendo un porcentaje fraccionario de los datos totales de tal visualización: se utilizan algoritmos predictivos, y de variaciones mínimas, calibrados para obtener calidades suficientes, que reconstruyan la imagen a partir de menos información de la que se disponía originalmente, y permitan un balance entre cantidad de datos que se transmiten y calidad del producto final. Literalmente se calibra si se usa más CPU, más internet, placa de video, etc. Y siempre con el horizonte de que “no colapse”.

    Otro detalle. Luthor dice que “por definición todo mundo ficcional es un mundo incompleto”, y contrasta eso con la verificabilidad de lo real. Pero esto es profundamente problemático. En primer lugar, se habla de manera inocente de verificabilidad con el ejemplo de los teatros de Shangai, intentando sostener esa idea con la expresión “vivimos en la certeza”. Frente a esto, me permito recordarle a Luthor que vivimos en un momento de la historia de la humanidad donde existe más información que nunca, más accesible que nunca, más fácil de compartir que nunca, y con un desarrollo de la ciencia y la técnica absolutamente estremecedor y maravilloso, pero así y todo fragmentos significativos de la sociedad mundial te discute que la tierra es plana. “Vivimos en la certeza” no da cuenta de lo complejo que es el problema de la verificabilidad de la realidad; más bien dá cuenta de sus límites, y convierte a la realidad en un caso particular de la ficción: algo con lo que estaría plenamente de acuerdo, pero que no creo sea lo que Luthor pretendía decir.

    Y no tan curiosamente los video-juegos también tienen cosas para decir al respecto. Quizás lo que dice Luthor con respecto a los límites de la ficción sea aplicable para la literatura o el cine, pero en los video-juegos existe la posibilidad de la generatividad: se vá generando, sin más límite que el que resistan los servidores y el software. Eso coincide con el universo real, donde el límite lo pone la física universal. Y, además, en un mundo de un video-juego uno puede ir a ver al código y a la memoria qué existe y qué no: algo bastante más eficiente y preciso que la verificabilidad de la realidad. Está claro que Luthor se concentra más bien en la idea del canon y el relato concreto; pero el canon es errático cuanto menos, y la ficción no se reduce al relato: dos aspectos que también coinciden con lo que llamamos “realidad”.

    Eso último es importante. Porque claramente se pueden hacer interpretaciones de a qué llamamos “límites de la ficción”. Y Luthor se amparó en un sentido común de verificabilidad para hablar de realidad, cuando a todas luces es un concepto en absoluta crisis, en todo el mundo, de la mano de fenómenos como la posverdad y los infinitos negacionismos reaccionarios de toda índole. Pero al mismo tiempo, Luthor se permitió sostener “no podemos afirmar ni negar la existencia de la localidad de Aldo Bonzi en los mundos ficcionales”, poniendo diferentes ejemplos, entre ellos Senfield: una sitcom que no pretende plantear ningún universo distante ni extraño, y de hecho transcurre en Nueva York. Luthor va a tener que hacer serios esfuerzos para convencer a cualquier persona poco comprometida con la crítica literaria de que “en realidad no existe Aldo Bonzi en el universo Senfield”; porque es el más elemental sentido común que sí existe. Y cierra esta propuesta afirmando que no se va a poder sostener la hipótesis Aldo Bonzi “hasta que una expansión de esos mundos ficcionales llegue hasta allí”. ¿Por qué lo menciono? Porque estas expresiones son claramente mucho más normativas que descriptivas de la ficción: si no un síntoma de que algo no anda bien con la teoría, al menos un pedido de concesión.

    “Vivimos en la certeza” se aplica perfectamente al decir “Aldo Bonzi existe en el universo de Senfield” para cualquier hije de vecine. Aquí, en esta dimensión del problema que se plantea para explicar el concepto de saturación, tampoco percibo ninguna diferencia entre “la percepción de lo real” y “acceso a la ficción”. Ni tampoco en la idea de “selección de escorzos y una gradual distribución de ausencias” (casi una descripción de lo que hacen los motores 3D de video-juegos), en especial teniendo en cuenta que en todo caso se depende siempre de una “enciclopedia personal” y una “divergencia mínima”: ambas cosas necesarias para entenderse a une misme y a les demás en la realidad.

    Etcétera. Esos son algunos puntos disonantes en el planteo del capítulo de Multiversos sobre Saturación. Puntos que, admito, recorto y focalizo para poder hacer mis propias interpretaciones sesgadas e interesadas. Y digo esto porque en líneas generales el capítulo es sólido, y el concepto de saturación es cuanto menos productivo. A mí me hace ruido porque es básicamente mi tema de estudio, y puedo afirmar con plena seguridad que caso contrario no tendría nada qué reprocharle al capítulo. Y me parece que todas estas divergencias pueden entenderse tirando del hilito de la “hiperestesia”. De hecho, me parece muy lúcido que hayan planteado esa barrera. Mi recorrido teórico fue similar, pero con la divergencia mínima de considerarlo problema computacional. Y así, para estos problemas, yo desarrollé otras herramientas, que no creo que compitan con el concepto de saturación sino que sirven más bien para integrar aquello que no queda satisfecho en las presentes críticas.

    Decía, yo partí también del problema de lo sensible, como Luthor pensó a la hiperestesia como peligro de lo real y límite distintivo de la ficción. Pero yo invertí la carga de responsabilidad del problema poniéndola en “la psique”, y no en “los sentidos”. De esa manera, en Feels Theory, interpreté a los sentidos como el input de un segundo componente de nuestra subjetividad, y pensé un poco en qué hace ese otro componente. Pero también pensé en qué hacen los sentidos, qué son. Mi objetivo fue lograr una teoría que explique algunos fenómenos contemporáneos y urgentes de disonancias para con la realidad (o sea, ficciones): en concreto, la posverdad. Por eso mi lectura está calibrada para percibir cosas como “verificabilidad ingenua” o “sentidos y capacidad de cómputo”. Sucede que interpretando a los sentidos como un input de otra cosa, puedo pensar problemas de esa otra cosa, en lugar de ponerme a pensar en las infinitas materialidades de cada posible vector de influencia (un trabajo análogo a la búsqueda de especificidad de Luthor en la ficción, separándola del medio puntual). Pero también partí de otros conceptos, basados en experiencias personales, y francamente pasionales. Y sucede que, si separo los sentidos del cómo se procesan, y los interpretos como inputs de ese procesador, en realidad ese procesador tiene capacidad para tomar muchos inputs diversos, y no necesariamente son sólo los cinco sentidos canónicos. En ese nivel, ¿qué diferencia hay entre los sentidos canónicos y cualquier otro input de ese “procesador”? Tal y como fuera el caso del equilibrio, que constituye “un sentido de segunda línea”, pueden existir muchos otros “sentidos”, entendiéndolos como inputs. Y como si fuera poco, este modelo también permite una recursividad: el output del procesador puede volver a ser input en un segundo tiempo. De esa manera experimentamos, vivimos, sentimos, a la ficción; y allí ciertamente hay lugar para “hiperestesia”. Y, como si fuera poco, un pilar de mi teoría es la idea de la verdad como sentido: algo que explica mucho mejor al “vivimos en la certeza” de Luthor que la verificabilidad de la realidad.

    Hay mucho para decir, y no lo voy a hacer en este texto. Pero puedo adelantar que a los algoritmos para procesar información los llamo “sesgos”, a lo pre-procesado guardado en “base de datos” los llamo “prejuicios”, hablo de “experiencias cognitivas”, separo las nociones de “información” y de “dato”, entre otras cosas más. Yo abracé el aspecto computacional para encarar a la ficción, al mismo tiempo que abracé a sentimentalidad, para buscar explicaciones nuevas a qué pasa con las personas en el mundo que conocemos, y poder desarrollar tecnología vinculada a ello. Por eso el subtítulo de mi libro es “desde la posverdad, hacia la sentimentalidad artificial”. Y desde ese lugar entonces pretendí introducir una lectura crítica de apenas unos pocos renglones, disonantes para mi paladar, del reciente trabajo de Luthor.

Smells like teen spirit

| January 3rd, 2021

    Hace algunas semanas atrás escuchaba decir a Victor Hugo Morales, en una de sus editoriales, la siguiente frase: “nos encanta tener razón”. Le dediqué un par de horas a buscarla para linkearla, pero lamentablemente sin éxito: se perdió entre los infinitos videos de youtube que consumo a diario, y que no tienen desgrabaciones que luego faciliten sus búsquedas.

    Pero no importa, la frase persiste: “nos encanta tener razón”. Victor Hugo se refería, creo recordar, a cómo a veces nos ponemos criticones llegando hasta la obstinación, y de hecho cerraba la reflexión con el siguiente consejo: “el límite es cuando se comienza a criticar a la selección”. Dado que él hizo su carrera como periodista deportivo, frecuentemente hace analogías desde ese lugar, y esta vez le hablaba a sus colegas. Decía que en su experiencia con el mundial ’86 pudo ver periodistas incapaces de disfrutar el triunfo porque habían sido críticos de la selección nacional durante toda su campaña mundialista; necesitaban que perdiera, que le vaya mal a la selección, para justificar su postura. Y entonces utilizó eso como metáfora, como línea en la arena, de un límite que no hay que cruzar en pos de tener razón. Y digo metáfora porque, en realidad, hablaba de otro tema de actualidad, ya no me acuerdo cuál, pero uno de los tantos que nos cruzan en estos últimos meses: cómo comportarnos con la pandemia, qué hacer con las vacunas, y por supuesto qué pretendemos que suceda en el país y cómo nos llevamos con el gobierno.

    Siendo un tema que yo trabajo, eso de tener razón me quedó en la cabeza, pero sin darle mayor importancia, apenas como nota de color. Y pasó que, mucho más cerca del ahora, en un breve debate entre Navarro y Lijalad en El Destape, los escuché charlar precisamente sobre qué hacer con la gente que no se cuida durante la pandemia: que cómo puede ser, que si son los medios o no, que si habría que instalar más miedo al virus entre la gente, que si se puede o no hacer algo. Otra vez, el diálogo se perdió entre centenas de videos, pero los temas están claros y de hecho se repiten frecuentemente; confío en que todes puedan imaginar de qué les hablo sin grandes esfuerzos.

    En sintonía, ayer escuché una editorial de Ronaldo Graña, donde hablaba sobre la actualidad del covid y lo que se viene, y donde supo decir alguna frase que viene también al caso de todo esto, sea lo que sea:

    (…) En los ámbitos políticos, y en los ámbitos médicos, la preocupación es grande; en el único lugar donde no hay preocupación es en la esfera social, en la esfera pública: cuando uno vé los comportamientos de la gente pareciera que ya pasó (…) Por lo que sea, pero siempre por comportamientos sociales (…) Se saben algunas cosas sanitarias del coronavirus: se sabe cómo prevenirlo en la vida cotidiana. No se saben muchas. Pero lo que nadie logra descifrar ni acá, ni en Europa, ni en Estados Unidos, ni en ninguna parte de occidente, es por qué las sociedades llegan a un punto donde se hinchan las bolas, y dicen “bueno, que sea lo que Dios quiera”. Este es el verdadero enigma de lo que pasa hoy con el coronavirus (…) Nadie sabe por qué: si es como dicen los psicoanalistas por la pulsión de muerte, si es como dicen los economistas por la necesidad, si es como dicen los sociólogos por la necesidad de transgredir que tienen determinados sectores de la sociedad… nadie sabe a ciencia cierta por qué vastos sectores de la sociedad juegan a la ruleta rusa con este virus, del cual se sabe tan poco, y que ha matado a tanta gente.

    Y todas esas reflexiones están constantemente mediadas por la posverdad y las noticias bizarras: conspiranoia antivacuna, rebeldía intransigente, y furia ideológica. Y está claro que también es muy fácil rastrear sentidos comunes vinculados a derechas e izquierdas, que ya estaban instalados y militados desde hacía rato en las sociedades, y que no dejan de operar por estar viviendo en pandemia. Pero así y todo, hay fenómenos que se espaban entre los dedos, como bien reflexionaban Graña, Navarro, Lijalad, y tantas otras personas. ¿Cómo puede ser que todavía haya TANTA gente negando la pandemia? ¿Cómo logra ser TAN permeable la resistencia a la cura? ¿TANTO les cuesta cuidarse a quienes no se cuidan?

    Nótese que mi énfasis en esas preguntas viene al caso de la cantidad, la magnitud: no es un fenómeno marginal, ni en Argentina ni en ningún otro lugar de occidente (oriente no tengo la menor idea). Si fueran dos o tres gatos locos, vaya y pase. Pero hablamos de centenas de millones de personas, cuando no miles.

    Uno de los detalles ciertamente más pintorescos es el nivel de resistencia a la autoridad: algo que desde las izquierdas históricamente solíamos celebrar por nuestra posición de minorías, pero de lo que esta vez preferimos tomar distancia. Y me refiero en este caso no sólo al discurso de las autoridades, como ser un ministro o un presidente diciendo que por favor nos comportemos de X o Y maneras, sino incluso a la autoridad de la ciencia como verdad legítima y canónica.

    Pero no quiero extenderme demasiado en todos los detalles que se me ocurre plantear alrededor de estas escenas, aburriendo a cualquier lectora o lector; voy al grano. Esos niveles de rebeldía, de resistencia al cuidado, y de obstinación, que bordean lo caricaturezco, los encuentro también en otras dos situaciones: la adolescencia, y la adicción. De modo que me puse a pensar un poco en esos dos estados posibles de las personas, a traves del eje de su relación con la verdad.

    ¿Consideraron alguna vez la posibilidad de que podamos ser adictos a la verdad? Es raro, pero concédanme por favor algunos minutos para dedicarle a la idea. Hace varios años ya me preguntaba: “¿y si lo que pasa es que somos demasiado sensibles a la verdad?“. Esto es apenas un paso más en esa línea, nada que deba asustarles.

    Piensen unos segundos. ¿Qué es eso que menciona Victor Hugo de que “nos encanta tener razón”? ¿Qué es esa sensación? Supongo que todes la habremos vivido, ¿verdad?. La considero innegable. Y, sin embargo, no parece un elemento escencial en ningún análisis. A veces lo encaran por el lado de la “certeza”, como característica subjetiva, pero analizando si algo es “correcto” o “equivocado”, y no si “nos encanta”; a veces le dicen “verosimilitud”, lo cuál es una propiedad de los objetos (el discurso, por ejemplo), y el asunto ya pasa mayormente por la postura política, efectiva y activamente desvalorizando cómo pueda sentirse. Y me pregunto, ¿qué tan importante puede llegar a ser esa sensación?

    Recordando mi adolescencia, puedo decir que la sensación de tener razón ranqueaba bastante alto. No estoy seguro de si pueda ser el caso para todo el mundo, pero sí puedo dar fé de que efectivamente sucede. Y diría que no menos del 90% de mi rebeldía estaba amparada en esa sensación de que les demás no tenían razón y yo sí. Pero no era algo divertido o liviano: la sensación era insoportable, infuriante, desesperante. Por aquel entonces no tenía la idea clara, pero hoy puedo decir sin grandes dudas que en esa rebeldía se ponía en juego mi identidad. Y bueno… la primera en ligarla era la autoridad, cual fuera. De hecho, no lo había pensado antes, pero viví una larga adolescencia con una constante e infinita sensación de soledad, y es posible que buena parte de ello tenga qué ver con que no tuviera ninguna figura de autoridad legítima: ningún camino a seguir, ninguna referencia positiva… sólo sentía el deber de defenderme frente a un mundo que estaba equivocado.

    La adolescencia se caracteriza por un aprendizaje compulsivo de las emociones, fundamentalmente de cara a los cambios biológicos del cuerpo, y los cambios sociales de cara a nuestras nuevas responsabilidades. Coherentemente, que yo sepa, los dos grandes ejes de formación cultural para la adolescencia están puestos en la sexualidad y la inminente adecuación al mercado laboral (al menos para mi clase social; supongo que algo más general sería la frase “fijate qué vas a hacer con tu vida”). Pero más allá de qué tan bien planteado pueda estar aquello, en mi experiencia la relación con la verdad (y por lo tanto con aquella sensación de tener razón, que tan intensamente vivimos en la adolescencia) se reducía a la obligación de aceptar el canon de turno, y las figuras que se pretendían autoridades no parecían tener ningún interés en ganarse mi respeto: parecían creer que con fuerza les alcanzaba. La cuestión, para hacerla corta, es que, por ese camino, en mi caso particular, aprendí muchas cosas de mierda. Hasta eso de los 25 tranquilamente tuve que convivir con muchas ideas mal aprendidas de mi adolescencia sin nada que las contrastara, y me costó años sacármelas de encima cuando muy intuitivamente me iba dando cuenta de que algo no estaba muy bien qué digamos. Cosas vinculadas al sexo, a la autoridad, al trabajo, a la sociedad… todas fueron posibles de ser reformuladas y transformadas, pero no antes de prestarle atención a esa sensación incómoda e infelíz de que algo andaba mal, de que no tenía razón. De modo que, yo diría, aún sin ser adolescente, es bastante importante esa sensación.

    Pero eso son cosas mías, y no se supone que esto sea un diario íntimo ni nada parecido; pondría más ejemplos si los tuviera a mano, ya los buscaré por internet con tiempo. Continuemos por favor. Lo que me interesa dejar en claro es que se trata de una sensación. Victor Hugo dijo “nos encanta”, pero ese es un aspecto felíz del asunto. Otras cosas también nos encantan, y no por eso dejan de volverse algo bastante problemático y oscuro en nuestras vidas. El comer o el tener sexo pueden ser dos ejemplos inmediatos, pero que forman parte de una constelación de experiencias sensoriales que eventualmente pueden derivar en un estado, digamos, indeseable: la dependencia, o bien la adicción.

    Quiero ser respetuoso, y por eso no quiero hacer de cuenta que soy experto en estas cosas, así que permítanme ser categórico antes de continuar: no sé una mierda ni de adolescencia ni de adicciones. Estoy apenas improvisando reflexiones, que las dejo anotadas para aclarar mis ideas y compartirlas fácilmente. Por favor, permítanme pensar estas cosas aún siendo un ignorante. Lo digo por si alguien se siente mal por estar metiéndome en temas sensibles de una manera desprolija o desubicada: francamente ni sé medirlo.

    Sigo. “Desorden biopsicológico”. Eso dice la entrada de wikipedia en inglés “addiction”, arriba de todo, al principio nomás. Díganme ustedes si “desorden biopsicológico” no se parece bastante a la situación con la que les periodistes se rascan incrédules la cabeza sin saber qué hacer. Y esto lo digo, un poco como chiste irónico, y otro poco como legítima preocupación. U observen esta otra línea descriptiva: “Habits and patterns associated with addiction are typically characterized by immediate gratification (short-term reward), coupled with delayed deleterious effects (long-term costs)“. Díganme ustedes si eso no se parece bastante a cualquier comportamiento random que uno pueda tildar de “adolescente”.

    Pero estoy agarrando algunas poquitas palabras del artículo, y usándolas de manera bastante más libre de lo que corresponde. El artículo básicamente plantea que hay un modelo canónico para la definición de adicción, de orden cerebral (biológico) y conductista (psicológico), que si bien tiene críticas también es el punto de partida de cualquier diagnóstico. Y ese modelo plantea la idea de la relación adictiva en términos de acción-recompensa, que no tan sesgadamente me animaría a interpolar como “costo-beneficio”: algo mucho más cercano al canon económico, político, y ético, de nuestras sociedades contemporáneas, y que coincidentemente son tres ejes en absoluta crisis. Pero, en el caso estricto de la adicción, la “recompensa” parece estar planteada como enteramente “biológica”; es decir, sensacional.

    El tema es inmenso, y me rehuso a divagar durante párrafos y párrafos; podría estar semanas escribiendo. Así que voy a intentar cerrarlo de prepo, para continuar cualquier otro día y de cualquier otra manera. Y lo cierro entonces con una reflexión. Esa “sensación” que menciona Victor Hugo, afirmo yo, no es ninguna joda: es importante para las sociedades. Especulo que sea clave en la posverdad, en el control social, y en la discordia imperante a nivel mundial. “Demasiado sensibles a la verdad” es un poco eso: volvernos dependientes, adictos, a esa cosa que nos alivia la incertidumbre y nos aclara el horizonte de acción; eso que nos dice que somos normales, que no estamos loques, que no somos idiotas, que hay una explicación clara para lo que está sucediendo. Y ni hablar si justo vos resultás ser alguien dedicade a tomar decisiones importantes para les demás. NECESITAMOS eso: así de importante es. Y a todas luces los medios nos están engordando con las versiones industriales y procesadas de esa sustancia tan necesaria; como si nos vendieran agua u oxígeno pero, encima, mezclados con porquerías. En esos términos, diría que estamos dejando en manos del mercado algo mucho más cercano a lo que debe ser un derecho humano.

    Como dije tantas otras veces, uno de los problemas más importante de la verdad, y tal vez el menos estudiado de todos, es cómo se siente. Y especulo ahora que en el dominio de la formación de identidades y sujetos, mezclado con el de la dependencia y la adicción, podemos encontrar algunas respuestas al qué hacer de cara al caótico presente de nuestras sociedades, y de cualquier futuro mejor posible.