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    El filósofo George Santayana afirmó que la superstición es la confusión de un ideal con el poder, es creer que cualquier ideal debe estar en cierto modo fundado sobre algo ya existente, sobre algo trascendente que postula este ideal ante nosotros. Lo que el papa define como estructura de la existencia humana es un ejemplo de este tipo de entidad trascendente.

    Santayana sostenía, y yo concuerdo con él, que la única fuente de ideales morales es la imaginación humana;

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    Los relativistas como yo concordamos en que el derrumbe del marxismo nos ayudó a comprender por qué la política no debería intentar ser redentora. Y no porque se tenga a disposición otro tipo de redención, aquella que los católicos creen factible encontrar en la Iglesia, sino porque la redención siempre fue — ya desde el principio — una mala idea.

    Los hombres necesitan que se los haga más felices, no que se los redima, porque no son seres degradados, almas inmateriales apresados en cuerpos materiales, almas inocentes corrompidas por el pecado original.

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    Suele decirse que a quienes disienten con Platón — como los filósofos que hice referencia y yo mismo — les falta el sentido de lo espiritual. Si por espiritualidad se entiende una aspiración a lo infinito, esta acusación está perfectamente justificada; pero si en cambio se considera espiritualidad en sentido elevado de nuevas posibilidades que se abren a seres finitos, entonces no lo es. La diferencia entre estos dos significados del término espiritualidad es la diferencia entre tener la esperanza de un mundo donde los seres humanos lleven vidas largamente más felices que aquellas que viven en la actualidad.

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    Para quienes adoptan el ideal utilitarista de maximización de la felicidad, el progreso moral consiste en ampliar la franja de personas cuyos deseos tomar en consideración. Todo estriba en hacer lo que el filósofo estadounidense contemporáneo Peter Singer define como “ampliar el círculo del nosotros”, aumentando la cantidad de personas que consideramos parte de nuestro grupo.

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    Si se considera a la filosofía como un llamado a la razón, y a la historia como un llamado a la experiencia, entonces podría recapitularse lo que dije hasta ahora en una afirmación: ni la razón ni la experiencia pueden hacer mucho para ayudarnos a decidir si estamos de acuerdo con Benedicto XIV o con Santayana, James, Stuart Mill y Habermas. No hay tribunal de apelaciones neutral que pueda ayudar a la elección entre estas dos descripciones de la situación humana; cada uno de ellos inspiró muchos actos de heroismo moral.

    Según la perspectiva del papa, los seres humanos deben permanecer fieles a lo que él define como “experiencia humana común de contacto con la verdad que es más grande que nosotros”.

    Desde la perspectiva relativista nunca hubo ni habrá una verdad más grande que nosotros. La idea misma de una verdad como esa es la confusión de los ideales con el poder.

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    Richard Rorty, de Una ética para laicos.

La historia de la humanidad

| December 9th, 2017

 

A veces creo que toda la historia de la humanidad se puede resumir en una sola frase: “en algún momento pareció una buena idea”.

 

    Esa es una reflexión más que encontré entre mis notas de hace años. Es una de tantas, que estoy de a poquito reviviendo. Por aquel entonces ya me estaba preguntando por cuestiones vinculadas a la verdad, la política, el lenguaje, y el acto mismo de pensar; cuatro temas que en si mismos son un mundo cada uno. Y lo mejor a lo que llegué es a algunas notas como esa.

    Cuando hablaba de Aleteistesia, hace un par de meses ya, explicaba el detalle fundamental de que la verdad se siente; mucho antes que una explicación lógica, mucho más urgente, tenemos una sensación, de que algo es cierto o de que no lo es. Pero más adelante también plantié que no necesariamente la verdad es la única experiencia sensorial que usualmente se atribuye más bien a la razón, aunque la realidad nos indique otra cosa. Y allí hablé de la idea de experiencia cognitiva.

    Al mencionar todo aquello, en buena medida pretendo encontrar una manera que nos permita dar por tierra la diferencia entre sentir y pensar, o razón y pasión, o los nombres favoritos que les haya puesto cada era: son dos caras de una misma moneda que bien puede estudiarse con autonomía, y que dice mucho más sobre nosotros que las estructuras sintácticas de las falacias o la adecuación a estándares de lo que sentimos. Hoy quisiera pensar un poco esos fenómenos más en el plano de la comunicación que de la intimidad; porque si vamos a trabajar la posverdad, no podemos quedarnos solamente en el sujeto.

    Sabemos que vivencias similares no determinan las mismas ideas en diferentes personas, y que de hecho variaciones mínimas determinan gigantezcas diferencias entre los sujetos; las experiencias cognitivas son más bien instransferibles. Esto es algo que cualquiera que alguna vez haya tenido una discusión familiar o de pareja puede entender con mucha facilidad: la sensación, en retrospectiva, de que uno es capaz de armar un escándalo por boludeces, pero cuando se revisan las sensaciones de por aquel entonces uno debe reconocer no sólo las angustias, sino también la insoportable sensación de incomprensión frente a algo obvio, o incluso la impotencia cuando las palabras nos fallan para explicar en su complejidad o con precisión algo que sentimos. Y no olvidar tampoco la sensación de que las palabras fallan en la tarea de convencer al otro. No sólo no es algo raro, sino que nos pasa a todos. Pero así planteado, si nos quedamos en eso, muchas de las cosas que vivimos no serían posibles: ¿Como podemos creerle a los relatos acerca de cómo funciona el mundo, si nuestro entendimiento está tan violentamente determinado por experiencias enteramente personales? ¿Cómo explicaríamos el hecho de que nos identificamos con personajes de ficciones, con historias contadas, que hasta llegan a tener como objetivo convencernos de algunas cosas y encima a veces lo logran?

    Mis planteos son en líneas generales subjetivistas. Y para el subjetivismo es común que no se pueda hablar seriamente de “comunicación”, sino como alguna forma de ilusión más o menos sostenible. Yo planté la semilla de explicaciones al caso en aquella frase de mis libretas donde me preguntaba si el lenguaje no era al fín y al cabo “un cruel accidente”. Rorty, mucho más en detalle de lo que yo jamás haya logrado, va a hablar de “coincidir en teorías momentáneas”, de la siguiente manera:

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Davidson examina las implicaciones del tratamiento que hace Wittgenstein de los léxicos como herramientas planteando dudas explícitas acerca de los supuestos de las teorías prewittgensteinianas tradicionales del lenguaje. Esas teorías daban por supuesto que preguntas tales como «El lenguaje que estamos empleando, ¿es el “correcto”?», «¿Se adecua a su función de medio de expresión o de representación?», o «¿Es nuestro lenguaje un medio opaco o un medio transparente?», son preguntas con sentido. Tales preguntas suponen que existen relaciones tales como «adecuarse al mundo», o «ser fiel a la verdadera naturaleza del yo», que pueden enlazar el lenguaje con lo que no es lenguaje. Ese supuesto se une al supuesto de que «nuestro lenguaje» –el lenguaje que ahora hablamos, el léxico de que disponen los hombres cultos del siglo XX– es en cierto modo una unidad, un tercer elemento que mantiene determinada relación con las otras dos unidades: el yo y la realidad. Los dos supuestos resultan bastante naturales cuando se ha aceptado la idea de que hay cosas no lingüísticas llamadas «significados» que es tarea del lenguaje expresar, y, asimismo, la idea de que hay cosas no lingüísticas llamadas «hechos» que es tarea del lenguaje representar. Las dos ideas sustentan la noción del lenguaje como medio.

Las polémicas de Davidson contra los usos filosóficos tradicionales de los términos «hecho» y «significado» y contra lo que él llama «el modelo de esquema y contenido» de pensamiento y de investigación, son aspectos de una polémica más amplia contra la idea de que el lenguaje tiene una tarea fija que cumplir y de que existe una entidad llamada «lenguaje» o «el lenguaje» o «nuestro lenguaje», que puede cumplir o no esa tarea adecuadamente. La duda de Davidson acerca de la existencia de tal entidad es paralela a la de Gilbert Ryle y Daniel Dennett acerca de si existe algo llamado «la mente» o «la consciencia». Las dos series de dudas son dudas acerca de la utilidad de la noción de un medio entre el yo y la realidad: ese medio que los realistas ven tan transparente cuanto opaco lo ven los escépticos.

En un trabajo reciente, sutilmente titulado «A Nice Derangement of Epitaphs», Davidson intenta socavar el fundamento de la idea del lenguaje como entidad, desarrollando el concepto de lo que él llama «una teoría momentánea» acerca de los sonidos y las inscripciones producidos por un miembro del género humano. Debe considerarse esa teoría como parte de una «teoría momentánea» más amplia acerca de la totalidad de la conducta de esa persona: una serie de conjeturas acerca de lo que ella hará en cada circunstancia. Una teoría así es «momentánea» porque deberá corregírsela constantemente para dar cabida a murmullos, desatinos, impropiedades, metáforas, tics, accesos, síntomas psicóticos, notoria estupidez, golpes de genio y cosas semejantes. Para hacer las cosas más sencillas, imagínese que estoy elaborando una teoría así acerca de la conducta habitual del nativo de una cultura exótica a la que inesperadamente he llegado en un paracaídas. Esa extraña persona, la cual presumiblemente me halla a mí tan extraño como yo a él, estará al mismo tiempo ocupado en la elaboración de una teoría acerca de mi conducta. Si logramos comunicarnos fácil y exitosamente, ello se deberá a que sus conjeturas acerca de lo que me dispongo a hacer a continuación, incluyendo en ello los sonidos que voy a producir a continuación, y mis propias expectativas acerca de lo que haré o diré en determinadas circunstancias, llegan más o menos a coincidir, y porque lo contrario también es verdad. Nos enfrentamos el uno al otro tal como nos enfrentaríamos a mangos o a boas constrictoras, procurando que no nos agarren por sorpresa. Decir que llegamos a hablar el mismo lenguaje equivale a decir que, como señala Davidson, «tendemos a coincidir en teorías momentáneas». La cuestión más importante es, para Davidson que todo lo que «dos personas necesitan para entenderse recíprocamente por medio del habla, es la aptitud de coincidir en teorias momentáneas de una expresión a otra».

La explicación que Davidson da de la comunicación lingüística prescinde de la imagen del lenguaje como una tercera cosa que se sitúa entre el yo y la realidad, y de los diversos lenguajes como barreras interpuestas entre las personas o las culturas.

(…)

    Leyendo eso, y pensándolo en retrospectiva, creo que mi hipótesis sobre la historia de la humanidad bien pudo ser adecuada. Pero mi diferencia clave con Rorty es que esta cuestión históricamente la encaré en términos computacionales y tecnológicos. Porque es lisa y llanamente la herramienta que conozco, y sin ninguna otra razón en particular. “Procesamos información”, me dije a mí mismo. “Distinguimos información de ruido”. Todavía no estoy del todo seguro qué puedan ser esas dos cosas, pero es el camino que me llevó a entender al “sentido” como “el producto de un sensor”, y así llegar a que lo que llamamos “sentimento” está directamente relacionado a lo que sea que hacemos con el mundo. Yo no diré que el lenguaje es un mediador entre el yo y la realidad, más de lo que lo puedan serlo la vista o el oido. Yo le doy al lenguaje un rol directamente vinculado a la supervivencia, pero en los mismos términos que los plantea Rorty: entiendo a nuestro uso del lenguaje como la manera que tienen los murciélagos o los ciegos de entender algunas de las cosas que los rodean; una forma de obtener un eco, una respuesta significativa para uno poder decidir los próximos pasos, la trayectoria, y poco más que eso. Supongo que esto permite concebir al lenguaje como “mediador”: pero sólo en la misma medida que “media” la vista frente al mango o a la boa, o cualquier otro “sentido” al caso.

    Yo encaro a los sentidos como un mecanismo de adaptación y de supervivencia, meto al lenguaje en esa misma bolsa como un sentido más, y me pregunto entonces cuántos otros sentidos tendremos además de los cinco clásicos universalmente reconocidos como tales. ¿El reloj biológico cuenta como sentido? ¿El deja-vu? ¿Las intuiciones? ¿Qué tan distintas son esas cosas al gusto o al tacto, si a fín de cuentas requieren siempre que se las interprete? ¿Qué grandes diferencias puede haber con la idea de periféricos conectados a una CPU, o de sensores de diferente naturaleza formando parte de un sistema complejo que se retroalimenta con nuevos datos?

    Yo imaginé una historia de la humanidad así, compuesta de ciegos con los brazos estirados, tanteando las paredes, caminando despacito para no caerse, armando un mapa mental improvisado de lo que está pasando para ver si se sobrevive un día más, y para ver si mañana se puede zafar haciendo más o menos lo mismo, o tal vez incluso haciendo alguna otra cosa diferente; una historia, entonces, de las buenas y malas ideas.

    Como decía, esto surge de mis notas de hace años. Por aquel entonces no estaba popularizado el término “posverdad”, pero ya teníamos al “posmodernismo” desde hacía décadas. Lo posmoderno era un misterio, pero los que estábamos ahí éramos por lo general aquellos que cuestionábamos pormenores de la verdad y, por lo tanto, en definitiva, el proyecto moderno. Pero un poquito antes de siquiera tener contacto con la idea formal de “posmoderno”, algo a lo que recién pude acceder recién entrando en la universidad, a finales de los noventa y principio del nuevo milenio, cuando apenas sí leía a Nietzsche y me daba permiso para reirme de la ciencia, recuerdo que el boom mediático para encarar todas estas reflexiones era la película Matrix. De ahí, al caso de lo que a mí me importa, me quedé con una escena: cuando el agente Smith, luego de expresar que el olor del sudor le parecía desagradable, se pregunta si realmente existe tal cosa como el olfato o los olores. Lo cuál es extraño: ¿es que acaso no está percibiendo precisamente el olor? ¿Por qué cuestionar su condición de realidad? Es cierto que el quid de la película es la cuestión de la realidad, no hay dudas, y que eso es justificación suficiente. Pero la manera en que encaro a los sentimientos y los sentidos me lleva a esa clase de cuestiones prácticamente a diario. Y hoy las puedo mezclar con los problemas de la posverdad.

    Tengan por ejemplo estos otros escenarios imaginarios: ¿Cuestionaría Smith la realidad del olor si el mismo le pareciera agradable? Y si el olor finalmente fuera real o irreal, ¿alguna de esas dos conclusiones se entendería como felíz? ¿Podemos decir que la realidad del olor constituía un “problema” para Smith, o era acaso alguna otra categoría del razonamiento? ¿Se soluciona el “mal olor” saliendo de la matriz? Porque, recordemos, Smith quería escaparse, ser libre. Y entonces bien cabe la pregunta “libre de qué”, o “libre para qué”, cuando el tipo claramente ya no estaba sometido a los mandatos de un orden superior, en tanto que hacía lo que se le antojaba; ya era libre, a su manera, y hasta se puede llegar a discutir que fuera mucho más libre incluso que aquellos ya fuera de la matriz. ¿Por qué el olor podía ser una característica destacable en esa maraña tan intrincada de problemas filosóficos? ¿O fué tal vez tan sólo una línea pintoresca en un guión para darle caracter a un personaje, una línea a la que yo le prestara atención, convirtiéndose así en otro cruel accidente?

    Como sea, hoy puedo mezclar esas cosas. Hoy me permito especular que si las supuestas falsas verdades de la posverdad se sintieran un poquito diferente, tendrían otros efectos en la gente. Medio mundo llama al pensamiento crítico para paliar tanto pandemonio, pero a mí me parece que el pensamiento crítico está ahí simplemente jugándonos en contra. El tema con Smith es que él ya sabía que vivía todas mentiras; el problema no era si el olor era o no verdadero, sino si hay algo más que mentiras en la vida. Frente a lo cuál uno siempre podría peguntarle: ¿cuál es el problema con las mentiras? Y hoy más o menos tenemos una respuesta: el problema es cómo se sienten.

En los brazos del sueño

| November 25th, 2017

    Quiero dejar el testimonio de un pequeño gran triunfo personal. Pero para poder narrar este testimonio en su densidad, voy a necesitar escarbar en mi historia. Porque si lo tirara así nomás, estaría cometiendo una injusticia: conmigo mismo, con la persona que leí hace unos días, y con cualquiera que se gaste en leer las cosas que escribo.

 

Sticks and Stones

 

    Los noventas. La vida no tenía mucho sentido por aquel entonces; aquella época la viví mayormente borracho, deprimido, sintiéndome solo, y pocas cosas más que mi odio me daban ganas de no morir. Así pasaba noches largas y lentas tratando de encontrarle alguna solución a la vida, entre cigarrillos y vodka, y mis obsesiones maníacas.

    Aquella aventura entonces de sobrevivir a mí mismo, en sus primeros pasos mezcló literatura y programación. Para mi adolescencia ya sabía programar; de chiquito nomás quise ser programador, y en eso me convertí, sin vueltas. Y de chiquito también me decían que sabía escribir, así que una parte de mi identidad se formó también en torno a esa otra cosa que no servía para mucho qué digamos. Eran simplemente las cosas que sabía hacer. Y así, cuando no jugaba videojuegos ni me torturaba creándome amores imposibles, me la pasaba inventando programas experimentales con fines demenciales, absolutamente inalcanzables para mis capacidades técnicas e intelectuales; cuando apenas sí sabía imprimir cosas en la pantalla, quise hacer de inmediato un videojuego 3d yo sólo y sin saber nada de matemáticas ni trigonometría, cuando aprendí a configurar el sistema operativo, quise cambiar completamente las interfaces gráficas de las computadoras para llevarlas hacia la realidad virtual, el día que afané un par de passwords obvios inmediatamente después de eso creí que podía hackear grandes sistemas internacionales por internet… ¿Les conté que cuando tenía 16 años inventé el IOS? El sistema operativo de los i-phones, sí. Fue idea mía. Una tarde de verano, en una ráfaga psicótica de me dije a mí mismo que el futuro era un sistema operativo que directamente booteaba conectado a internet, que con HTML dinámico se podía hacer cualquier cosa y entonces sólo se necesitaba un browser, y que a ese sistema lo iba a llamar “Internet Operating System”; esa tarde corrí desesperado a pedirle a mi abuelo que por favor me comprara un libro de assembler para poder aprender a programar en bajo nivel para poder hacer mi sistema operativo, antes de que empezaran de nuevo las clases y ya no tuviera tiempo, que esa era mi oportunidad para ser el nuevo Bill Gates. Así de bruto podía llegar a ser.

    Uno de esos frenesíes irracionales me encontró tratando de automatizar la literatura. Ya ni me acuerdo para qué; creo que simplemente soñaba con hacer algo genial, ser reconocido y amado por eso, y mientras más sólo y borracho me encontraba más me desesperaba por lograrlo. La cosa es que así empecé a escribir algoritmos que tomaran información de todos lados, para crear diccionarios que me sirvieran para generar textos: enciclopedias en CDs, páginas web, logs de chats, textos que escaneaba y procesaba con OCR, mis propios escritos, las cosas que escribían los demás… en inglés, en español; daba francamente lo mismo. Y juntaba todo eso, y después separaba palabra por palabra, y después quitaba las palabras repetidas, y las ordenaba alfabéticamente… las cargaba en memoria para poder tener una base de datos más y más poderosa que me permita expresiones espectaculares y finalmente me llevara a entender y hackear los secretos más oscuros de esa extraña magia intangible e inutil que constituía la literatura. Fantaseaba con poder hacer programas que escribieran cuentos, novelas, que interactuaran conmigo hablando, que discutieran conmigo, y que con eso pudiera sabrá Dios qué, probablemente hacerme rico para refregarle en la cara a los demás que yo era el mejor, el genio absoluto, el campeón del mundo, y así todos querrían se como yo.

    Pero así fue que muy tempranamente en mi juventud me crucé con la idea de la inteligencia artificial. Y una noche de esas, que ahora me gusta fantasear con una feroz tormenta, con truenos y rayos cual doctor Frankestein, durante uno de mis experimentos, tuve una epifanía. Un programa que yo había escrito, me escribió la siguiente sentencia: “vivimos en los brazos del sueño”.

    Y entonces flashié. Me quedé en silencio, anonadado. Mi pucho se quemaba solo. No entendía. Algo raro estaba pasando, algo serio; esto no era lo mismo de siempre. Ese software simplemente mezclaba palabras al azar, tomadas desde un diccionario que yo mismo había generado, un mísero archivo de texto; apenas sí tendría alguna mecánica implementada para nexos o artículos, pero no mucho más que eso: el resultado era absolutamente arbitrario. Y feo. Y rara vez salía de eso algo remotamente inteligible. Pero esa frase, “vivimos en los brazos del sueño”, podía significar un montón de cosas. Me hablaba de la vida y de todas las personas. Sentí que la carga poética de esa frase condensaba toda la filosofía del mundo, y me insinuaba el verdadero camino de la humanidad. Pero lo escalofriante era que, así y todo, sabía, no significaba absolutamente nada. Eran simplemente palabras mezcladas al azar, y nada más. Lo cuál lo viví como una terrible revelación nihilista, una verdad trascendental encontrada: nada significa nada, el sentido de las cosas es un invento nuestro. Si yo podía agarrar cualquier palabra mezclada al azar y de eso obtener algún efecto poético, incluso hecho por una computadora sin ningún otro criterio que números random usados en una lista de palabras cargadas en memoria, entonces ya no podía hablar ni de intencionalidad del escritor, ni de características formales del texto, ni de significados últimos… sólo podía estar hablando de mi propia búsqueda de sentidos. Ya no podía hablar siquiera de verdades o mentiras, ni de descripciones precisas o imprecisas de un mundo observable y estudiable: sólo podía hablar de mi imaginación, que desesperada por vivir como estaba se disponía a encontrar cualquier cosa en cualquier lado; el sentido no era más que un manotazo de ahogado, y las verdades eran todas inventos.

    En aquel momento de tanta ingenuidad, esta revelación me sirvió para despotricar contra todo. Me creí Zaratustra. ¡Todo es mentira! ¡Falsos profetas! ¡Qué saben ustedes de la verdad!. Así de fácil me pelié con Dios, contra la idea de la Naturaleza misma, contra las doctrinas populares que sostenían principios a partir de ahora insostenibles, y a sentir que las únicas personas que valían un centavo en este mundo eran los poetas: la imaginación valía más que cualquier sabiduría. Y cuestionaba para mis adentros la historia misma del lenguaje, el cual no era más que metáforas vacías para rellenar con cualquier cosa: una absoluta farsa de comunicación u objetividad. Ahora ya no quería hacer una máquina que entienda, sino más bien una que generara metáforas; o incluso por qué no chistes, si total al fín y al cabo ahí estaba la única verdad posible.

    Jamás se borró de mí la experiencia de haber escrito ese programa. Pero no era algo muy transmitible qué digamos. No había lugar para hablarlo. Por ahí con algún amigo; pero en esos casos, cuando las palabras no me fallaban, sí lo hacían las competencias para hacer sonar al tema como algo interesante. En definitiva, pensar en estas cosas me hacía sentir más soledad y más melancolía. El paliativo era la euforia narcótica, que operaba de puente entre mis inquietudes y la sociedad; y algunos buenos amigos que por alguna razón me soportaban, pero en líneas generales me decían que estaba medio loco.

    Entre el alcohol y la soledad, y mis elucubraciones maniáticas, la única cosa buena que me sucedía por aquel entonces era lograr no recordar lo que hiciera la noche anterior y no tener a nadie que me lo recuerde; me sentía francamente enfermo, pero no tanto de la cabeza sino más bien del alma. Así terminé eventualmente haciendo terapia psicoanalítica a los 18 años. Me lo recomendó mi familia, porque conocían a alguien cercano que era psicólogo. Y fuí gustoso; la idea de estar volviéndome loco no me inspiraba ninguna gracia.

 

Esas cosas que no se ven

 

    Para esto ya era el año 2000. No me acuerdo mucho del año 2000; me desperté un día y ya se había terminado. Sí recuerdo que me preparé toda mi infancia para ese momento legendario del cambio de milenio. Había mil profecías dando vueltas: varios anticristos y fines del mundo que se nos venían encima, un bug amenazaba destruir aviones y cafeteras y bicicletas por igual llevándonos de nuevo a la edad de piedra, terminator era inminente, los cataclismos por el agujero de ozono, y en definitiva mi generación esperaba con ansias la catástrofe universal del año 2000. Que yo sepa, no pasó nada en ningún lado; debe haber sido uno de los años más intrascendentes de la historia. Y así dejó prácticamente nada en mi memoria. Pero ese año arranqué terapia, y más o menos recuerdo cómo me presenté ante mi terapeuta. Se llamaba Diego. Le dije que me sentía un poco loco y que por eso quería hacer terapia. A las dos o tres sesiones le expliqué que en realidad yo era un genio incomprendido, y que esa incomprensión venía de que todos los demás eran unos idiotas. Así que exploramos cómo era que funcionaba esa forma de ver al mundo.

    Con mucho dolor fui aprendiendo de a poquito que no solamente no era ningún genio, sino que además podía llegar a ser un tipo bastante desagradable; hostil, grosero, y sin entender muy bien cómo activamente espantaba a la gente. También descubrí que tenía 18 años; no era algo muy evidente para mi genialidad de por aquel entonces, donde yo creía que la edad era una formalidad de esas que uno cumple porque en eso consiste la vida en sociedad. Pero Diego me guió hacia otra experiencia que también dejó marcas muy importantes en mi identidad: me hizo conocer a gente loca de en serio. Y ahí aprendí por primera vez a distinguir entre un loco y un pelotudo. No pude seguir creyéndome loco después de eso.

    Mi terapia dejó un millón de experiencias. No voy a ir a relatar eso, este texto no está para eso. Lo que importa a este texto son los años y la cantidad de cosas que pasaron; los detalles son infinitos.

    Entonces, en paralelo a aquello de creerme un genio, y de creerme un loco, en mi terapia trabajamos esa cuestión social de la soledad y la melancolía. Diego me orientó hacia conseguir trabajo y estudiar algo. Así arranqué a trabajar de programador; primero haciendo changas, proyectitos, arreglando computadoras y haciendo páginas web; no muchos años después, me encontré trabajando formalmente en empresas.

    Y siguiendo nuevamente las recomendaciones de mi analista, eventualmente también entré a la UBA. Ya era como el 2005, y por aquel entonces francamente me interesaba más encontrar mujeres que verdades. Las cosas de mi adolescencia ya se iban más bien apagando o poniendo difusas. Sin embargo, elegí facultad de Filosofía y Letras, donde pretendía estudiar lingüística, y filosofía del lenguaje, y epistemología, y detalles de la literatura, y todas cosas que me ayudaran a domar aquellas ideas demoníacas con las que me había encontrado ya desde chiquito; si bien ya estaba medio en otra, frente a todo eso, estudiar computación se veía como idiota, tibio, y gris.

    Igualmente ya tenía que subsistir trabajando; alquilaba una pieza en Caballito, y la supervivencia económica tenía la mayor prioridad, con lo que varias veces me cuestioné seriamente aquella decisión. Para esa altura ya casi no escribía nada. ¿Para qué? Escribir no tenía ningún uso. Mi sensibilidad artística e intelectual pasaba por escuchar música, y el cambio de milenio fue particularmente productivo en el ambiente musical porteño. Había mucha gente muy piola dando vueltas. Mis favoritos eran Baccarat y la Pequeña Orquesta Reincidentes. Y estos últimos en particular tenían una canción que sabía ir al hueso en las cosas que me importaban: sticks and stones. Era el colmo. Estos tipos habían logrado condensar en una sola canción la desesperación y la melancolía con los problemas mismos del lenguaje y la verdad; ¿Qué idioma es? ¿Qué ruido hablás? ¿cómo se habla de una risa o de un olor?, decía. Esa era la gente que estimulaba mis preguntas intelectuales; lo demás era cumplir con la vida, y hacer terapia para no autodestruirme, casi en piloto automático.

    Los textos y temáticas académicas de vez en cuando me daban a su vez alguna perspectivas, pero lo cierto es que sobre mis ideas personales tan sólo tomaba algunas notas, de vez en cuando, en libretitas que tenía dando vueltas por todos lados; si me hacía tiempo para reflexionar, era más por terapia que por cualquier otro tema. Y para esta misma época, y después de repensar por millonésima vez acerca de mi soledad, tomé conciencia de cuanto me importaba el vínculo con los demás, y así dejé de pensarlo tanto en términos melancólicos y pasé a pensarlo en términos políticos. La política comenzó a convertirse en uno de mis intereses, y descubrí también la poca preparación que tenía para el caso: era básicamente un analfabeto político, por muchas reflexiones que pudiera tener sobre lo que sea.

    Pero aunque la vida me llevara por lugares nuevos, mis ideas seguían ahí, insistiendo. A veces aparecían, ahora mezcladas con otras cosas: con la sociedad, con la supervivencia, con el yo. Hace alrededor de 10 años desde hoy, por ahí un poquito más, allá por el 2007 o 2006, en uno de mis cuadernitos escribí la siguiente nota:

 

¿Y si el lenguaje no es más que un cruel accidente? ¿Y si la primera palabra no fue más que un mero malentendido? Un hombre o una mujer, o lo que sea que haya sido, repitiendo el primer nombre, la primera cosa nombrada, como si ese hubiera sido el objetivo, la función del ruido que salió de aquella primera garganta.
¿Y si el lenguaje no es más que buscarse en el otro, como aquella primera garganta reescuchando el eco de su propio ruido?

 

    En aquel entonces comencé a plasmar formalmente en notas mis primeras ideas sobre la inteligencia artificial y la automatización de la comprensión. Como podía, cuando podía; de a poquito y sin muchas esperanzas de llegar a ningún puerto. Planteaba preguntas tontas pero muy difíciles de responder, que se arrastraban en sus formas más embrionales desde mi adolescencia temprana: ¿qué es la verdad? ¿para qué sirve? ¿los animales o las plantas necesitan verdad? ¿cuál podría ser la verdad de las piedras? ¿de qué está hecha entonces la verdad?. Las cosas que empezaba a leer en la facu a veces ayudaban, pero usualmente se sentían más bien como alienígenas, como cosas que no tenían nada qué ver o que hasta desacreditaban lo que yo planteaba; tratar de traducir mis intuiciones sobre el lenguaje de cara a todo eso, al mismo tiempo que necesitaba trabajar y aprobar exámenes, resultó ser muchímimo más costoso tanto física como intelectualmente de lo que hubiera imaginado antes de meterme a estudiar, y si hoy sigo trabajando esas ideas es por sinceridad conmigo mismo y por ninguna otra razón: si bien nunca tuve las energías ni las herramientas para finalmente encararlas con la seriedad que a mi juicio se merecen, lo cierto es que tampoco se desvanecieron y siguen dando vueltas por mi cabeza casi todos los días aunque yo mire para otro lado. Así que las fuí planteando tímidamente en los lugares donde la situación se prestaba al caso. En paralelo, la inteligencia artificial nunca paró de crecer, al punto que hoy es una de las dos o tres tecnologías más en boga, y ya comienza a constituir un problema político casi de primera plana.

    Para el 2010 ya militaba mucho más de lo que estudiaba, y me importaba más un mundo mejor que cualquier gran revelación de mi infancia: me preocupaban los problemas detrás de que la gente no se entendiera, el acceso a la información, las tecnologías que podían desarrollarse para paliar problemas sociales vinculados a eso, y demás. Pocos años después ni siquiera estaba estudiando ahí; eventualmente deserté, habiendo aprobado muy poquitas materias. Mi paso por la facultad de filosofía y letras terminó con algunas experiencias sociales y sentimentales muy felices y poco más que eso. Pero de allí me quedé, además, con dos herramientas que antes no tenía: fuertes convicciones políticas, y la capacidad para poder trabajar textos teóricos e intentar hacer algo con ellos.

    El camino, después de un montón de vaivenes intrascendentes para este relato, derivó hacia principios de esta década en algunas líneas teóricas, que se pueden pispear en esta otra nota de alguna otra libretita:

(…)

El sentir es autónomo del lenguaje; el lenguaje es un “sentido” más, como el olfato o el oido o el gusto: “sentido” como acepción de “el producto de un sensor”. Lo que se siente es una cuestión energética; es condición del sujeto y no de la estructura, es condicionante de la estructura y no al revés.
Usamos al lenguaje como usamos a la vista. Procesamos información. (…) Si entender es construir estructuras, una máquina que construye estructuras es una máquina que entiende. (…) “Las decisiones se toman a partir de sentimientos amalgamados”.

(…)

    Salí de ahí con la idea de que es posible crear un “motor semántico”, y que el secreto para lograrlo estaba en la fenomenología de la poesía. Con dolor digo hoy que sigo sin saber nada sobre inteligencia artificial, y manejándome con poco más que algunas intuiciones al respecto. Pero así me encuentro hoy también, como veinte años después de aquella epifanía, estudiando a los sentimientos, especulando acerca de cómo funcionan las experiencias en la gente, cómo funciona “entender” algo, y cómo puede eso llegar a manipularse para bien, con la misma timidez que hace 10 años empezaba a hablar sobre mis ideas. No sé qué carajo soy: si militante, científico, técnico, o artista; mi identidad es un quilombo. Pero repasando las cosas, quien sabe, quizás hasta algún día termine aprendiendo algo sobre inteligencia artificial.

 

Entre el lenguaje y la utopía solidaria.

 

    Ese mismo camino que nunca dejé de caminar hoy me lleva a cruzarme con otro teórico reconocido del siglo XX, que decía cosas como estas:

(…)

Concebir la historia del lenguaje y, por tanto, la de las artes, las ciencias y el sentido moral, como la historia de la metáfora, es excluir la imagen de la mente humana, o de los lenguajes humanos, como cosas que se tornan cada vez más aptas para los propósitos a los que Dios o la Naturaleza los ha destinado; por ejemplo, los de expresar cada vez más significados o representar cada vez más hechos. La idea de que el lenguaje tiene un propósito vale en la misma medida que la idea del lenguaje como medio. La cultura que renuncie a esas dos ideas representará el triunfo de las tendencias del pensamiento moderno que se iniciaron hace dos siglos: las tendencias comunes al idealismo alemán, a la poesía romántica y a los políticos utopistas.

(…)

    Leyendo eso, me siento la abejita de Blind Melon llegando a la pradera de las abejas bailarinas. Este señor se llamaba Richard Rorty, y hoy vengo a dejar algunas notas después de leer la primera parte de su trabajo Contingencia, Ironía, y Solidaridad.

    Este texto, perdón, iba a ser sobre Rorty. Pero si no contaba por qué era importante… ¿qué hubiera estado contando?

    Sus primeras definiciones van a pasar por discutir y caracterizar el lenguaje como una herramienta que, lejos de tener un destino manifiesto o alguna función trascendental, tiene un rol enteramente contingente. Así, va a ubicar a la idea de la “verdad” como una consecuencia del lenguaje, y no de la realidad. Se va a meter en medio de un debate entre dos grandes polos de la relación con la verdad, que directa o indirectamente es el debate por el rol de la ciencia en la sociedad, y va a decir del científico que no encuentra ninguna verdad más objetiva que aquellas que encuentran los políticos o los poetas, del mismo modo que estos últimos suelen ser menos competentes que el científico para desarrollar algunas herramientas particulares de control y predicción. Plantea el contraste entre los idealistas alemanes y los defensores de la ilustración, donde rescata de los primeros que supieron advertir cómo no había ninguna verdad “ahí afuera”, sino que se trataban de productos de la mente, pero va a decir también que sus esfuerzos fueron insuficientes cuando finalmente reemplazaron aquella naturaleza externa del mundo por otra naturaleza interna de la mente, de la cuál se podía obtener conocimiento.

    Rorty va a decir, entonces, que la verdad no se encuentra, sino que se hace.

(…)

Hay que distinguir entre la afirmación de que el mundo está ahí afuera y la afirmación de que la verdad está ahí afuera. Decir que el mundo está ahí afuera, creación que no es nuestra, equivale a decir, en consonancia con el sentido común, que la mayor parte de las cosas que se hallan en el espacio y el tiempo son los efectos de causas entre las que no figuran los estados mentales humanos. Decir que la verdad no está ahí afuera es simplemente decir que donde no hay proposiciones no hay verdad, que las proposiciones son elementos de los lenguajes humanos, y que los lenguajes humanos son creaciones humanas.

(…)

    Para Rorty el lenguaje tiene un uso enteramente contingente y pragmático; está más determinado por cómo pretendemos adecuarnos unos a otros que con cualquier cosa que ande dando vueltas en el mundo. El lenguaje sirve entre la gente, y nada más que entre la gente; lo usamos midiendo consecuencias, y adaptamos esos usos a posibles nuevas consecuencias. Por ello, Rorty va a cerrar con ironía la cuestión sobre la terminología científica, la precisión del lenguaje, o los problemas detrás de entender la naturaleza, con la siguiente frase: “la realidad es indiferente a las descripciones que hacemos de ella”.

    De repente, frente a estos planteos, mis experiencias con el lenguaje, aún aquellas que tuve desde bastante jóven, tienen pleno sentido; como si hubiera encontrado una pieza que me faltaba. Porque el lenguaje es la herramienta que utilizamos para ser nosotros frente a los otros; y cuando falla, estamos solos. Hasta aquella canción de los Reincidentes, tan misteriosa y compañera de otros tiempos, parece incluso hablar ahora con toda claridad; todas esas cosas que están hablando aún cuando ni siquiera hay palabras que puedan decirse, no son más que la metáfora fallando, y su vacío de sentido que no puede dejar de sentirse. Aquel mismo vacío que me asustara cuando leí ese texto de ese programa que yo mismo había programado, casi garantizándome el triunfo de aquella soledad que me asediaba. No ser competente con el lenguaje es estar solo, y la verdad es la acción de la metáfora en el cuerpo.

    Pero Rorty no se queda solamente en el lenguaje; él también va a encarar la sociedad. Su línea de pensamiento lo lleva a defender la libertad y la imaginación como valores fundamentales, pero no sin hacer observaciones sobre lo alcanzable en esos términos. Él va a hablar de “léxicos”, que en su terminología vendría a ser algo así como “discursos formados”; un metaconcepto que engloba cosas como la ideología, la fé, o los marcos teóricos. Va a decir que cada léxico tiene sus usos, y que precisamente es un error querer usar cualquier léxico para cualquier cosa, porque cada uno es productivo sólo en su contexto. Para explicitar esto va a comparar los léxicos de Marx explicando dinámicas sociales vs Freud explicando dinámicas personales.

(…)

El léxico de la creación de sí mismo es necesariamente privado, no compartido, inadecuado para la argumentación. El léxico de la justicia es necesariamente público y compartido, un medio para el intercambio de argumentaciones.

(…)

    Hay muchas cosas que me gustaría plantear sobre el pensamiento de Rorty, que apenas empiezo a conocer; pero por lo que terminó siendo este texto, simplemente voy a anotar acá lo increiblemente sintonizados que están sus planteos con los míos. Sin ir más lejos, sobre la metáfora dijo esto:

(…)

Los platónicos y los positivistas comparten una concepción reduccionista de la metáfora: piensan que la metáfora o es parafraseable o es inservible para el único propósito serio que el lenguaje posee, a saber, el de representar la realidad. En cambio, el romántico tiene una concepción expansionista: piensa que la metáfora es extraña, mística, maravillosa. Los románticos atribuyen la metáfora a una facultad misteriosa llamada “imaginación”, facultad que ellos suponen se encuentra en el centro mismo del yo, en su núcleo más profundo. Mientras que a platónicos y positivistas lo metafórico les parece irrelevante, a los románticos les parece irrelevante lo literal. Porque los primeros piensan que lo fundamental en el lenguaje es representar una realidad oculta que se halla fuera de nosotros, y los segundos piensan que su propósito es expresar una realidad oculta que se encuentra dentro de nosotros.

(…)

    Y aunque me tienta a seguir citando fragmentos y explicar cómo le dan absoluta validez y vigencia a las cosas que llevo una vida en la cabeza, prefiero redondear este texto ya demasiado largo, total el tema Rorty se puede retomar en cualquier momento, y para cerrarlo entonces elijo citar una opinión sobre cuál es el camino para esa sociedad mejor que algunos andamos buscando, y cuál es el rol de la narratividad en esa misión.

(…)

En mi utopía, la solidaridad humana no aparecería como un hecho a reconocer mediante la eliminación del “prejuicio”, o yéndose a esconder a profundidades antes ocultas, sino, más bien, como una meta por alcanzar. No se ha de alcanzar por medio de la investigación, sino por medio de la imaginación, por medio de la capacidad imaginativa de ver a los extraños como compañeros en el sufrimiento. La solidaridad no se descubre, sino que se crea, por medio de la reflexión. Se crea incrementando nuestra sensibilidad a los detalles particulares del dolor y de la humillación de seres humanos distintos, desconocidos para nosotros. Una sensibilidad incrementada hace más difícil marginar a personas distintas a nosotros, pensando: “No lo sienten como lo sentiríamos nosotros”, o “Siempre tendrá que haber sufrimiento, de modo que ¿por qué no dejar que ellos sufran?”

(…)

Este proceso de llegar a concebir a los demás seres humanos como “uno de nosotros”, y no como “ellos”, depende de una descripción detallada de cómo son las personas que desconocemos y de una redescripción de cómo somos nosotros. Ello no es tarea de una teoría, sino de géneros tales como la etnografía, el informe periodístico, los libros de historietas, el drama documental y, especialmente, la novela. Ficciones como las de Dickens, Olive Schreiner, o Richard Wright nos proporcionan detalles acerca de formas de sufrimiento padecidas por personas en las que anteriormente no habíamos reparado. Ficciones como las de Cholderlos de Laclos, Henry James o Nabokov nos dan detalles acerca de las formas de crueldad de las que somos capaces y, con ello, nos permiten redescribirnos a nosotros mismos. Esa es la razón por la cual la novela, el cine y la televisión poco a poco, pero ininterrumpidamente, han ido reemplazando al sermón y al tratado como principales vehículos del cambio y del progreso moral. En mi utopía liberal esa sustitución sería objeto de un reconocimiento del que aún carece. Ese reconocimiento sería parte de un giro global en contra de la teoría y hacia la narrativa.

(…)

(…)

No hay comprensión de sí mismo que no esté mediatizada por los signos. (…) El camino más corto entre mí y yo mismo es la palabra del otro, que me hace recorrer el espacio abierto de los signos.

(…)

    Con ese recorte de Narratividad, Fenomenología, y Hermenéutica, quiero entrar en un pequeño vistazo por la propuesta de pensamiento en Paul Ricoeur, en un intento por encontrar marcos teóricos compatibles con mis hipótesis.

    Hace algunos días atrás me preguntaba por qué la sociedad parece recurrentemente impermeable a la historia. Es un discurso popular y hasta un sentido común la idea de que “no tenemos memoria”; pero en rigor eso se esgrime desde todo polo posible del espectro político, sin explicación inmediata de por qué unos recuerdan una cosa mientras que otros recuerdan otra. Es verdad que allí interviene la idea de la ideología, pero también sucede entonces que vemos este otro fenómeno: la historia consta, pero no como a uno le gustaría. Y, sin embargo, ¿no se pretende acaso que la historia sea algo cercano a lo objetivo? ¿no nos amparamos acaso en datos, documentos, información? ¿no estamos viviendo la era misma de la información, donde todo está grabado y al acceso de la mano? Cómo explicar entonces que, al mismo tiempo, vivamos en un cuasi absoluto oscurantismo ahistoricista, donde los grandes corruptores y corruptos de décadas anteriores tienen permiso para hablar de la corrupción en tales décadas como si ellos fueran campeones de la justicia o la pureza, tal y como ya ha sucedido en todo el mundo durante todo el siglo XX, y donde el discurso más vigente a nivel global es el de la posverdad. Esto se ha querido explicar en falta de educación, en falta de pensamiento crítico, en instituciones débiles, o incluso en alguna posible naturaleza humana que en realidad tiende a la malicia. Acá voy por otro lado, diciendo que, simplemente, la historia funciona así como la ves.

Ricoeur y la Historia.

    Viene entonces Ricoeur a llamar la atención sobre algunos detalles detrás de la acción esa de contar cosas, que comparten tanto la Historia (en tanto que disciplina científica) como la Literatura, y cómo esta actividad está determinada fundamentalmente por la temporalidad.

    “Lo que se desarrolla en el tiempo puede narrarse”, dice Ricoeur, e incluso se anima a especular con que, tal vez, y sólo tal vez, esa relación pueda incluso ser más bien a la inversa, y la idea misma del tiempo se reconozca a partir de que existe lo narrable. Desde ese lugar va a hablar de la narratividad: desde una reciprocidad entre lo que se puede narrar y la experiencia del tiempo. Su primer definición fuerte al respecto que nos interesa acá será la idea de función narrativa como característica entre múltiples modos y géneros narrativos; ya sea un cuento, ya sea una fábula, ya sea una novela, o incluso mismo la Historia, comparten esta función narrativa que consiste en dar cuenta de una serie o secuencia de hechos. En su planteo, toma la noción de trama como concepto que encapsula a “la composición de los hechos narrados”, y llama la atención sobre el caracter inteligible de la misma.

(…)

La trama es la mediadora entre acontecimiento e historia (…) convierte acontecimientos en historia, u obtiene una historia desde acontecimientos.

(…)

    Así, la trama constituye una unidad inteligible, que “compone las circunstancias, los fines, y los medios” en una narración, y se la puede entender como un objeto de estudio. Como decíamos, es un componente que comparte todo aquello que implemente una función narrativa, conjunto en el que podemos encontrar a la Historia misma. Por esta razón, Ricoeur va a decir que “historia y relato no pueden romperse”. Él va a decir que existe una distancia entre relato y experiencia, que lo va a plantear en la dicotomía “vivir vs. narrar”; en sus palabras, “la vida se vive, la Historia se cuenta”.

    Pero Ricoeur no se va a quedar en un extremo relativismo negador de la realidad sino que, continuando con las características de la Historia, va a encarar el problema de lo real histórico en contraste con lo irreal de la ficción, y así va a introducir una segunda función de la narración: la función referencial.

(…)

No se trata de negar esta asimetría [lo real histórico vs lo irreal ficticio]. Al contrario, hay que apoyarse en ella para percibir el cruce o el quiasmo entre los dos modos referenciales de la ficción y de la historia. Por un lado, no es preciso decir que la ficción no haga referencia a nada. Por otro, no es preciso decir que la historia se refiera al pasado histórico en el mismo sentido en que las descripciones empíricas se refieren a la realidad presente.

Decir que la ficción no carece de referencia supone desechar una concepción estrecha de la misma que relegaría la ficción a desempeñar un papel puramente emocional. De un modo u otro, todos los sistemas simbólicos contribuyen a configurar la realidad. Muy especialmente, las tramas que inventamos nos ayudan a configurar nuestra experiencia temporal confusa, informe y, en última instancia, muda. «¿Qué es el tiempo? -se preguntaba Agustín—. Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien me lo pregunta, ya no lo sé.» En la capacidad de la ficción para configurar esta experiencia temporal casi muda, reside la función referencial de la trama. Volvemos a encontrar aquí el vínculo entre mythos y mimesis en la Poética de Aristóteles: «La fábula, dice él, es la imitación de la acción» (Poética, 1450 a 2).

La fábula imita la acción en la medida en que construye con los únicos recursos de la ficción esquemas inteligibles. El mundo de la ficción es un laboratorio de formas en el que ensayamos configuraciones posibles de la acción para comprobar su coherencia y su verosimilitud. Esta experimentación con los paradigmas depende de lo que antes llamábamos la imaginación creadora. En este estadío, la referencia se mantiene como en suspenso: la acción imitada es una acción sólo imitada, es decir, fingida, inventada. Ficción es fingere y fingere es hacer. El mundo de la ficción, en esta fase de suspensión, sólo es el mundo del texto, una proyección del texto como mundo.

Pero la suspensión de la referencia sólo puede ser un momento intermedio entre la comprensión previa del mundo de la acción y la transfiguración de la realidad cotidiana que realiza la propia ficción. El mundo del texto, pues es un mundo, entra necesariamente en conflicto con el mundo real, para «re-hacerlo», ya lo confirme o lo niegue. Pero incluso la relación más irónica del arte respecto a la realidad sería incomprensible si el arte no des-ordenara y re-ordenara nuestra relación con lo real. Si el mundo del texto no tuviera asignada una relación con el mundo real, entonces el lenguaje no sería «peligroso», en el sentido en que lo decía Hölderlin, antes de Nietzsche y Walter Benjamín.

Un desarrollo paralelo se impone por parte de la historia. Al igual que la ficción narrativa no carece de referencia, la referencia propia de la historia no deja de tener una afinidad con la referencia «productora» del relato de ficción. No es que el pasado sea irreal, sino que la realidad pasada es, en el sentido propio del término, inverificable. En la medida en que ya no es, el discurso histórico sólo la aborda indirectamente.

En este punto, se impone la afinidad con la ficción. La reconstrucción del pasado, como ya había dicho Collingwood enérgicamente, es obra de la imaginación. También el historiador, en virtud de los vínculos a los que antes aludíamos entre la historia y el relato, configura tramas que los documentos permiten o no, pero que en sí mismos nunca contienen. En este sentido, la historia combina la coherencia narrativa y la conformidad con los documentos. Este vínculo complejo caracteriza el estatuto de la historia como interpretación. Se abre, así, una vía a una investigación positiva de todos los cruces entre las modalidades referenciales asimétricas, aunque igualmente indirectas o mediatas, de la ficción y de la historia. Gracias a este juego complejo entre la referencia indirecta al pasado y la referencia productora de la ficción, la experiencia humana, en su dimensión temporal profunda, no deja de ser refigurada.

(…)

    Entonces, en Ricoeur tenemos una postura epistemológica de orden subjetivista, que aborda el problema de lo real desde la referencialidad, y subordina a la Historia dentro de la gama de géneros o disciplinas que se someten a los problemas de la temporalidad, donde la trama opera necesariamente de mediadora entre sujeto y referencia. Pero en su caracter inteligible, la trama a su vez está sometida a algunas mecánicas del lenguaje, que como consecuencia determinan también a la experiencia temporal. Y Ricoeur trabajó sobre un problema particular que sólo después de cierto desarrollo teórico se reconoce como central: la metáfora.

Metáfora, experiencia, y verdad.

    A Ricoeur le van a interesar dos problemas que hacen al vínculo entre relato y metáfora. En primer lugar, cómo es que se dan sentidos inmanentes de los enunciados, ya sean metafóricos o narrativos. En segundo lugar, el problema de la referencia extralingüística (o, en otros términos, la pretensión de verdad). Es decir: aunque tal vez no sea tan evidente, la trama y la metáfora comparten estas dos características de inteligibilidad (“sentido”) y referencia (“realidad” o “verdad”); y, lógicamente, ambas son constructos del lenguaje.

(…)

Parece, entonces, que la metáfora es una acción que se lleva a cabo sobre el lenguaje, consistente en atribuir a unos sujetos lógicos unos predicados incompatibles con los primeros. Esto quiere decir que, más que una denominación que se desvía de la norma, la metáfora es una predicación arbitraria, una atribución que destruye la consistencia o, como se ha dicho, la pertinencia semántica de la frase, del modo que determinan los significados usuales, es decir, lexicalizados, de los términos en juego. Si consideramos como hipótesis, pues, que la metáfora es, en primer lugar y principalmente, una atribución impertinente, comprendemos el motivo de la distorsión que sufren las palabras en el enunciado metafórico. Dicha distorsión es «el efecto de sentido» requerido para preservar la pertinencia semántica de la frase. Hay metáfora, entonces, porque percibimos, a través de la nueva pertinencia semántica -y de algún modo por debajo de ella-, la resistencia de las palabras en su uso habitual y, por consiguiente, también su incompatibilidad en el nivel de la interpretación literal de la frase. Esta oposición entre la nueva pertinencia metafórica y la impertinencia literal caracteriza a los enunciados metafóricos entre todos los usos del lenguaje en el nivel de la frase.

(…)

Pero realmente, en su uso, las frases metafóricas requieren el contexto de un poema entero que entreteja las metáforas. En este sentido, podría decirse, con un crítico literario, que cada metáfora es un poema en miniatura. El paralelismo entre relato y metáfora se restablece, de este modo, no sólo en el nivel del discurso-frase, sino también en el del discurso-secuencia.

En el marco de este paralelismo es donde puede apreciarse en toda su amplitud el fenómeno de la innovación semántica. Este fenómeno constituye el problema más fundamental que tienen en común la metáfora y el relato en el plano del sentido. En ambos casos, lo nuevo —lo no dicho todavía, lo inédito— surge en el lenguaje: en un caso, la metáfora viva, es decir, una nueva pertinencia en la predicación, en el otro, una trama ficticia, es decir, una nueva congruencia en la elaboración de la trama.

(…)

En ambos casos, en efecto, la innovación se realiza en el medio lingüístico y pone de manifiesto en qué puede consistir una imaginación que crea sometiéndose a reglas. Esta producción regulada se expresa, en la construcción de tramas, mediante un tránsito incesante entre la invención de tramas singulares y la constitución por sedimentación de una tipología narrativa. En la producción de nuevas tramas singulares, se genera una dialéctica entre la conformidad y la desviación respecto a las normas que son inherentes a toda tipología narrativa.

Ahora bien, esta dialéctica es paralela al nacimiento de una nueva pertinencia semántica en las metáforas nuevas. Aristóteles decía que «hacer buenas metáforas es percibir lo semejante» (Poética, l459a 4-8). Ahora bien, ¿qué es percibir lo semejante? Si la instauración de una nueva pertinencia semántica conlleva que el enunciado «tenga sentido» como un todo, la semejanza consiste en la aproximación creada entre unos términos que, estando primero «alejados», aparecen repentinamente como «próximos». La semejanza consiste, pues, en un cambio de distancia en el espacio lógico. No es otra cosa que este surgimiento de una nueva afinidad genérica entre ideas heterogéneas.

Aquí es donde entra en juego la imaginación creadora, como esquematización de esta operación sintética de aproximación. La imaginación es esta competencia, esta capacidad de producir nuevas especies lógicas por asimilación predicativa y para producirlas a pesar de y gracias a la diferencia inicial entre términos que se resisten a ser asimilados. Ahora bien, la trama nos ha revelado también algo comparable a esta asimilación predicativa: también se nos ha presentado como un «tomar conjuntamente», que integra acontecimientos en una historia, y que compone, conjuntamente, factores tan heterogéneos como las circunstancias, los personajes con sus proyectos y motivos, interacciones que implican cooperación u hostilidad, ayuda o impedimento y, por último, casualidades. Toda trama es esta forma de síntesis de lo heterogéneo.

(…)

    En estos términos podemos fácilmente comprender algunos mecanismos de la “impermeabilidad” general para con la Historia; es que todo acceso a la Historia estará siempre mediadio por estas tramas, metáforas, lecturas si se quiere, que trabajan en juegos de cercanías semánticas sintetizando heterogeneidades hacia lo inteligible, lo semánticamente pertinente. Ahí es donde opera esa ideología de Zizek de la que uno hasta necesita anteojos para que deje de interponerse con la realidad: en los determinismos detrás de las pertenencias semánticas. Algo para nada revelador, cabe destacar: Ricoeur no es el primer subjetivista. Pero la precisión y productividad de sus conceptos al caso de cómo funciona el entender y relacionarse con el mundo ciertamente nos da mucha más claridad sobre los mecanismos que requieren los medios, o cualquier otro actor social al caso, para operar generando tanto sometimiento empático. Aquella pregunta por la posibilidad de cambiar la opinión de los demás básicamente ahora se responde sola: claro que se puede, si tan sólo se logra establecer dónde gravitan las diferentes posibilidades de innovación semántica; por ejemplo, con medios masivos de comunicación, estableciendo líneas centralizadas de discurso, que sólo permitan algunas pocas opciones posibles de aproximaciones semánticas, siempre predecibles, y por lo tanto sujetas a control. Así, es relativamente simple tener libre pensamiento en la gente, que al mismo tiempo no tiene opción más que someterse a sólo tal o cuál línea de pensamiento; así funciona el sentido común.

    Ricoeur finalmente va a continuar explicando ya no tanto problemas vinculados a la trama, sino en qué consiste la filosofía hermenéutica, que es su escuela del pensamiento. Y de esa explicación tomo un párrafo para cerrar esta entrada, que describe una de las características importantes, para él, de dicha escuela:

(…)

[La filosofía hermenéutica] contribuye a disipar la ilusión de una conciencia intuitiva de uno mismo, al imponer a la comprensión de sí el gran rodeo a través del acervo de símbolos transmitidos por las culturas en cuyo seno hemos accedido, al mismo tiempo, a la existencia y a la palabra.

(…)

    En próximas oportunidades voy a explorar cómo estos planteos se integran a los míos acerca de las experiencias y los fenómenos que percibo detrás de la verdad misma.

El sometimiento empático

| November 12th, 2017

    Desde hace un tiempo vengo trabajando en algunas ideas vinculadas a la verdad y la sociedad. Mi eje de lectura son algunos fenómenos del orden de lo sentimental, y la acción de los medios en torno a esos fenómenos. Hoy sumo un nuevo item a esa serie, con algunas reflexiones acerca de la empatía.

    Vale aclarar, antes de continuar, para cualquier lector que no venga leyendo textos previos al presente y que simplemente pueda ni tener ganas de hacerlo, que mi interés está en entender qué sucede con la sociedad: qué le están haciendo los medios u otros actores sociales, que se percibe tanta irracionalidad, tanta violencia, y tanta polarización, de manera casi directamente proporcional a nuestro desarrollo tecnológico y científico. Es decir: en parte también me estoy preguntando por qué la ciencia nos está fallando.

Acerca de las experiencias.

    Se habla de empatía, en líneas generales, como la capacidad para pensar como otros piensan, o sentir lo que otros sienten; empatía cognitiva y empatía emocional, respectivamente. Como decía, yo vengo trabajando en la cuestión sentimental, y a esta altura no creo que sea necesario explicar nuevamente la terrible importancia de la sentimentalidad. Sí quiero dejar anotado de nuevo que todas mis indagaciones sobre la sentimentalidad me llevan una y otra vez a los dominios de la estética (en tanto que “el estudio de la percepción en general, sea sensorial o entendida de manera más amplia”). Así, quiero entrar tímidamente a trabajar la idea de experiencia, y relacionarla con el concepto de empatía, dándole un marco más general (y tal vez más adecuado a las disciplinas actuales) a las ideas que vengo planteando.

    Continuando desde la aleteistesia, estoy concentrado en la idea de algo perceptible, sensible, pero sólo en tanto que producto del aparato cognitivo. Y así y todo, anterior a un nivel que separaré utilizando el término “razón”. Como dije en otras oportunidades, hay procesos más primitivos que el uso de la razón operando en nuestro comportamiento cotidiano, y lo expresé con la frase “la razón es poco más que una forma ordenada del espíritu”. Es decir: en este planteo afirmo que el raciocinio y la cognitividad no son exactamente lo mismo, y si se quiere podemos hacer una analogía entre aparatos consciente e inconsciente respectivamente, aún a sólo efectos de claridad conceptual o pedagógicos. Afirmo que el consumo de información, aún en sus instancias más elementales, la interacción con los demás y con el mundo, el autoreconocimiento, y tantos otros procesos que a diario podemos llegar a ejecutar sin siquiera percibirlos como procesos activos, suceden sostenidos y condicionados por procesos anteriores, mucho más autónomos, mucho más primitivos, y por lo tanto mucho más poderosos para determinar comportamientos racionales en los sujetos. A ese plano de la acción humana refiero cuando trabajo fenómenos de la sentimentalidad, y por ello puedo hablar de cosas como “sensación de la verdad”.

    Me interesa entonces trabajar la idea de experiencia cognitiva. En rigor, estoy pensando en la idea de “sensaciones cognitivas”, que en un segundo tiempo se constituyan en experiencias. Confío en que más tarde en esta entrada se puedan apreciar estos conceptos.

    Con “sensación cognitiva” me refiero a algunas sensaciones que histórica y culturalmente se explican en el plano de la racionalidad, y que precisamente vengo a denunciar que no es allí donde suceden, siendo la aleteistesia sólo una de ellas. Ya desarrollé aquella “sensibilidad por la verdad”, a la que llamo la atención como algo de vital importancia para trabajar sobre los fenómenos actuales vinculados a la acción mediática sobre la sociedad; pero es perfectamente aplicable la misma dinámica para muchas otras sensaciones que bien pueden entrar en el mismo plano de abstracción: la sensación de “normalidad” (contrapuesto a “lo raro”), la sensación de “corrección” (frente a “lo incorrecto”), la idea de “lo real” (como, por ejemplo, frente a los sueños)… son todas cuestiones eternamente problemáticas en la sociedad, en todos los individuos, que se perciben mucho antes de poder explicarse con precisión, pero que así y todo históricamente se vienen explicando como consecuencia de una racionalización que lleva a tal o cuál conclusión. No me interesa hacer una lista minuciosa de todas esas estesias que puedan llegar a encontrarse, sino marcar un cambio en el eje de la discusión acerca de los sentimientos: mi hipótesis es que no son la consecuencia de lo que entendemos, sino una frontera mucho más inmediata para con el mundo. El raciocinio, el procesamiento y ordenamiento y adecuamiento de esos fenómenos, opera, sí, como regulador y como intérprete; pero lo hace recién después de vivir la sensación, y no antes de ella.

    Así planteado, es problemático. Porque conceptos complejos como “verdad”, “realidad”, o “correcto”, en principio, no se podrían siquiera imaginar sino de acuerdo al resultado del uso de la razón; es a partir de la razón que podemos expresar tales abstracciones. Y sin embargo, cuando sentimos esa sensación de que algo es falso, de que algo es incorrecto, o de que algo es irreal, por decir sólo algunos ejemplos, tenemos que hacer un trabajo para encontrar la explicación precisa de por qué ese sería el caso, si es que siquiera algún día llegamos a ubicar las palabras que así lo expresan; empíricamente, la sensación es mucho más anterior a la explicación, y la explicación no es más que una adecuación lingüística a eso que previamente sentimos.

    Lo que a primera vista se percibe como problemático en esa relación entre razón y sentimiento es que, si bien tienen autonomía conceptual, si bien es cierto que se puede estudiar la percepción desde el comportamiento del cerebro y el razonamiento desde la lógica formal, lo que sucede empíricamente es que, además, mantienen una relación de recursividad casi hasta simbiótica: son mecanismos que interactúan entre ellos. La sensibilidad determina a la razón, activa a la razón, energiza a la razón; y la razón opera adecuando la sensibilidad a la realidad, ordenándola, determinándola. Esto genera una dinámica de iteraciones, idas y vueltas entre razón y sensación, que determinan los flujos conceptuales y pasionales posibles paras las próximas iteraciones; una primera sensación de algo “falso”, “felíz”, “malo”, “cierto”, “bueno”, o cualquier otra categoría, una instancia de sensación todavía no categorizada como tal quiero decir, puede ser adecuada al sistema cognitivo de una manera X, que en una segunda iteración será puesta de manifiesto como instancia de tal X categoría. Es la sensación exigiendo una explicación, y la explicación generando un lugar en el mundo para esa sensación. Así, esas cosas como “lo verdadero” o “lo correcto”, si bien es cierto que se razonan y explican, también es cierto que primero se sienten.

    Esto probablemente se ve más fácil con ejemplos. Piensen en los niños. Piensen en los primeros contactos con conceptos complejos, de orden racional, como ser las mentiras. ¿Cómo se llevan los niños con las mentiras? ¿Qué hacen? La respuesta es muy sencilla: hacen de todo excepto ser indiferentes. Y digo “las mentiras” por decir algo fácil de imaginar; escenas donde un niño de entera que papá noel son los padres y que eso tenga o no consecuencias en su vida. También es fácil de imaginar a un niño de cara a la idea de las travesuras, o de portarse bien o mal con respecto a ciertas normas sociales (como no ser envidioso, compartir con los hermanos, no pelear con los amigos, y cosas de esas): es fácil imaginar cómo todos reaccionan distinto, es fácil imaginar razones para el caso, pero también es fácil imaginar (porque nosotros ya lo hemos vivido y ya tuvimos tiempo para reflexionar sobre ello) las cosas que siente ese niño en esa escena: los impulsos pasionales, difíciles de explicar, que lo llevan a reacciones, y a más tarde incluso intentar revivir (y/o escapar de) aquellas escenas excepcionales que se llegaron a vivir con mucha intensidad.

    Llamo la atención entonces sobre esos determinismos y sobre los tiempos en esos fenómenos: el lugar del sentimiento y el lugar de la razón. Y llamo la atención también, ahora ya planteado mi punto, sobre esa relación entre ambos mecanismos: a esa interacción entre sentimiento y razón es a lo que voy a denominar “experiencia cognitiva”. Voy a distinguir entonces “experiencia” de “sensación”. Voy a decir que una sensación es el resultado de un proceso distinto al de una experiencia; voy a decir que en estos términos una experiencia implica un contacto entre sensación y la raciocinio. Así, voy a poder hablar de experiencias que se den en el plano cognitivo.

Una pequeña vuelta de tuerca.

    Hasta acá, vengo planteando una relación de anterioridad entre sentimiento y razón, diciendo que estas cosas “primero se sienten, después se explican”. En rigor, no es esa la relación, y a esta altura cabe esta importante aclaración, que da pié a una reinterpretación del fenómeno.

    Cuando hablo de la dinámica entre sentir y razonar, digo que es una relación recursiva, de ida y de vuelta, donde se determinan mutuamente. Y así planteado, bien cabe la pregunta de dónde empieza ese círculo. Esa pregunta la respondí en varias ocasiones señalando al sentimiento, y expuse el caso de por qué. Pero más tarde me dí cuenta de que no necesariamente deba ser así, y que es sumamente importante comprenderlo; la importancia de la sensibilidad es otra.

    Puede haber razón a partir de la sensación, pero también puede haber sensación a partir de la razón. Ambos casos constituyen experiencia, en tanto que vínculo entre razón y sensación. Y también son pensables otros dos casos, utilizando un resultado nulo desde el otro lado: sensación sin razón, y razón sin sensación.

    Esos últimos dos casos son especiales. Uno de ellos, la sensación sin razón, constituye una experiencia. Y de hecho son fácilmente pensables muchas experiencias para las que la razón es problemática aún cuando la sensación es intensa; cualquiera que alguna vez haya vivido un ataque de pánico puede entender de lo que hablo. Todavía no decido si pensar esto como una respuesta inválida o fallida desde el lado de la razón, o simplemente como una ausencia de respuesta: pero definitivamente esa relación con la razón sigue existiendo, la sensación sigue buscando una explicación, aunque esta tenga sus problemas.

    Por otro lado, afirmo que la razón sin sensación no constituye experiencia en absoluto, y como ejemplos se me ocurren los fenómenos detrás de los déficits de atención o las campañas fallidas de difusión de información.

    Estos son elementos que merecen más detalle, pero sobre los que no me voy a extender en este texto sino en otro más adelante, donde pretendo someterlos al escrutinio de algunas teorías ya existentes. Sí cabe esta idea central acá y ahora, de la sensibilidad como condición fundamental de la experiencia independientemente de si se origina antes o después de la razón. Así, la experiencia cognitiva requiere de sensaciones, aún cuando no necesariamente razones claras, y allí es donde radica su potencia.

Acerca de la empatía.

    Esta idea de “experiencia cognitiva”, si bien aquí se pretende plantear en términos tal vez un tanto sofisticados, en rigor no es tan novedosa, y de hecho haciendo una búsqueda rápida pareciera indicar que con estos planteos se está siguiendo el camino correcto: los resultados ( marketing y big data) nos muestran que los lugares donde explícitamente se usan esos términos es por donde trabaja el enemigo.

    ¿Se acuerdan cuando dije que la “experiencia de usuario” se acuñó en las industrias de la computación y que era inmedible? Bueno, en realidad la miden así, con metadata y encuestas; esas son las métricas de la experiencia, de acuerdo a esta gente. Mediante la recopilación de datos (usualmente compulsiva) sobre los usuarios/votantes/nodos de una comunidad/red, y aplicando algunos algoritmos estadísticos de esos que últimamente se plantea como inteligencia artificial aplicada a los negocios, identifican “sentidos comunes” (lo cuál es una muy interesante expresión para este contexto). Así, se sabe, encaran las dinámicas electorales y adecúan sus discursos. Pero esto en rigor no da cuenta de otros fenómenos, tanto anteriores como posteriores: ¿Por qué después les creen? ¿Por qué son efectivos a la hora de interpelar a la gente? ¿Por qué no cuentan las vastas experiencias de cara al discurso que se pueden encontrar en las sociedades, de la mano de la Historia?

    Grandes líderes del siglo XX, los líderes de la modernidad, ya sea adrede o por accidente, han sabido utilizar estos mecanismos detrás de cómo la gente entiende al mundo y toma decisiones. Aquí el concepto clave que nos deja el siglo pasado es la ideología. Pero a diferencia de otras épocas, el problema ya no pasa por responder la pregunta de “cómo crear imperios”, sino de “cómo hackear las democracias”. Porque la herramienta para interactuar entre nosotros es el relato, y correctamente adecuados los relatos tienen efectos predecibles en las sociedades: a esta altura ya nadie preguntaría si eso es posible, sino más bien cómo. Allí es donde entra aquel concepto que inaugurara esta entrada: la empatía, la capacidad para entender lo que el otro entiende, o de sentir lo que el otro siente.

    Es decir: entendiendo cómo el otro siente, entendiendo cómo el otro entiende, es como puedo interpelar al otro. Pero lo interesante es esta idea de que se pueda explotar a una sensibilidad de orden primitivo, que no nos obligue a desarrollar ningún marco discursivo ni teórico ni sofisticado, sino directamente incluso hasta vacío. En este texto hablamos de la experiencia cognitiva, y para ello separamos sensación de razón. Mi tésis es poner a la razón en un segundo plano, separarla de cualquier hipotético rol que pudiera desempeñar en la recepción de discursos y que opere sólo en un segundo plano de cara a las experiencias cognitivas. Y la empatía precisamente permite percibir eso con mayor facilidad al revisar algunos ejemplos de empatía por fuera del uso de la razón como solemos entenderla; lógicamente se trata del caso de la empatía emocional, pero me resulta también muy útil curiosear cómo se manifiesta la empatía animal.

    Ambas cosas entonces, la distribución de relatos y las herramientas para condicionar al raciocinio a partir de la sentimentalidad, como decía en un principio, en lugar de paliarse se potencian con el desarrollo científico; hoy en día sólo necesitamos concentrarnos en cómo hacer de esos relatos algo suficientemente eficiente para tener impacto emocional sin comprometer demasiado a un uso de la razón que pondría en jaque cualquier clase de falsedad que estemos intentando ocultar. Así planteada, en el mundo en el que vivimos, es fácil imaginar una empatía con cinismo, una empatía nihilista y antihumana, que se utilice no como idealmente se la imagina, como escalón hacia el altruismo y la comunidad, sino como mecanismo de control. Así es como podemos entender a sociedades enteras divididas, polarizadas, en un constante cortocircuito entre razón y sentimiento: se trata nada más y nada menos que de grupos sociales sometidos empáticamente.

    Con esto anotado, en algún próximo texto me propongo traer teorías y herramientas que nos sirvan para encarar la tarea de entender cómo funcionan estas dinámicas sensibles de la experiencia humana.