Quiero dejar el testimonio de un pequeño gran triunfo personal. Pero para poder narrar este testimonio en su densidad, voy a necesitar escarbar en mi historia. Porque si lo tirara así nomás, estaría cometiendo una injusticia: conmigo mismo, con la persona que leí hace unos días, y con cualquiera que se gaste en leer las cosas que escribo.

 

Sticks and Stones

 

    Los noventas. La vida no tenía mucho sentido por aquel entonces; aquella época la viví mayormente borracho, deprimido, sintiéndome solo, y pocas cosas más que mi odio me daban ganas de no morir. Así pasaba noches largas y lentas tratando de encontrarle alguna solución a la vida, entre cigarrillos y vodka, y mis obsesiones maníacas.

    Aquella aventura entonces de sobrevivir a mí mismo, en sus primeros pasos mezcló literatura y programación. Para mi adolescencia ya sabía programar; de chiquito nomás quise ser programador, y en eso me convertí, sin vueltas. Y de chiquito también me decían que sabía escribir, así que una parte de mi identidad se formó también en torno a esa otra cosa que no servía para mucho qué digamos. Eran simplemente las cosas que sabía hacer. Y así, cuando no jugaba videojuegos ni me torturaba creándome amores imposibles, me la pasaba inventando programas experimentales con fines demenciales, absolutamente inalcanzables para mis capacidades técnicas e intelectuales; cuando apenas sí sabía imprimir cosas en la pantalla, quise hacer de inmediato un videojuego 3d yo sólo y sin saber nada de matemáticas ni trigonometría, cuando aprendí a configurar el sistema operativo, quise cambiar completamente las interfaces gráficas de las computadoras para llevarlas hacia la realidad virtual, el día que afané un par de passwords obvios inmediatamente después de eso creí que podía hackear grandes sistemas internacionales por internet… ¿Les conté que cuando tenía 16 años inventé el IOS? El sistema operativo de los i-phones, sí. Fue idea mía. Una tarde de verano, en una ráfaga psicótica de me dije a mí mismo que el futuro era un sistema operativo que directamente booteaba conectado a internet, que con HTML dinámico se podía hacer cualquier cosa y entonces sólo se necesitaba un browser, y que a ese sistema lo iba a llamar “Internet Operating System”; esa tarde corrí desesperado a pedirle a mi abuelo que por favor me comprara un libro de assembler para poder aprender a programar en bajo nivel para poder hacer mi sistema operativo, antes de que empezaran de nuevo las clases y ya no tuviera tiempo, que esa era mi oportunidad para ser el nuevo Bill Gates. Así de bruto podía llegar a ser.

    Uno de esos frenesíes irracionales me encontró tratando de automatizar la literatura. Ya ni me acuerdo para qué; creo que simplemente soñaba con hacer algo genial, ser reconocido y amado por eso, y mientras más sólo y borracho me encontraba más me desesperaba por lograrlo. La cosa es que así empecé a escribir algoritmos que tomaran información de todos lados, para crear diccionarios que me sirvieran para generar textos: enciclopedias en CDs, páginas web, logs de chats, textos que escaneaba y procesaba con OCR, mis propios escritos, las cosas que escribían los demás… en inglés, en español; daba francamente lo mismo. Y juntaba todo eso, y después separaba palabra por palabra, y después quitaba las palabras repetidas, y las ordenaba alfabéticamente… las cargaba en memoria para poder tener una base de datos más y más poderosa que me permita expresiones espectaculares y finalmente me llevara a entender y hackear los secretos más oscuros de esa extraña magia intangible e inutil que constituía la literatura. Fantaseaba con poder hacer programas que escribieran cuentos, novelas, que interactuaran conmigo hablando, que discutieran conmigo, y que con eso pudiera sabrá Dios qué, probablemente hacerme rico para refregarle en la cara a los demás que yo era el mejor, el genio absoluto, el campeón del mundo, y así todos querrían se como yo.

    Pero así fue que muy tempranamente en mi juventud me crucé con la idea de la inteligencia artificial. Y una noche de esas, que ahora me gusta fantasear con una feroz tormenta, con truenos y rayos cual doctor Frankestein, durante uno de mis experimentos, tuve una epifanía. Un programa que yo había escrito, me escribió la siguiente sentencia: “vivimos en los brazos del sueño”.

    Y entonces flashié. Me quedé en silencio, anonadado. Mi pucho se quemaba solo. No entendía. Algo raro estaba pasando, algo serio; esto no era lo mismo de siempre. Ese software simplemente mezclaba palabras al azar, tomadas desde un diccionario que yo mismo había generado, un mísero archivo de texto; apenas sí tendría alguna mecánica implementada para nexos o artículos, pero no mucho más que eso: el resultado era absolutamente arbitrario. Y feo. Y rara vez salía de eso algo remotamente inteligible. Pero esa frase, “vivimos en los brazos del sueño”, podía significar un montón de cosas. Me hablaba de la vida y de todas las personas. Sentí que la carga poética de esa frase condensaba toda la filosofía del mundo, y me insinuaba el verdadero camino de la humanidad. Pero lo escalofriante era que, así y todo, sabía, no significaba absolutamente nada. Eran simplemente palabras mezcladas al azar, y nada más. Lo cuál lo viví como una terrible revelación nihilista, una verdad trascendental encontrada: nada significa nada, el sentido de las cosas es un invento nuestro. Si yo podía agarrar cualquier palabra mezclada al azar y de eso obtener algún efecto poético, incluso hecho por una computadora sin ningún otro criterio que números random usados en una lista de palabras cargadas en memoria, entonces ya no podía hablar ni de intencionalidad del escritor, ni de características formales del texto, ni de significados últimos… sólo podía estar hablando de mi propia búsqueda de sentidos. Ya no podía hablar siquiera de verdades o mentiras, ni de descripciones precisas o imprecisas de un mundo observable y estudiable: sólo podía hablar de mi imaginación, que desesperada por vivir como estaba se disponía a encontrar cualquier cosa en cualquier lado; el sentido no era más que un manotazo de ahogado, y las verdades eran todas inventos.

    En aquel momento de tanta ingenuidad, esta revelación me sirvió para despotricar contra todo. Me creí Zaratustra. ¡Todo es mentira! ¡Falsos profetas! ¡Qué saben ustedes de la verdad!. Así de fácil me pelié con Dios, contra la idea de la Naturaleza misma, contra las doctrinas populares que sostenían principios a partir de ahora insostenibles, y a sentir que las únicas personas que valían un centavo en este mundo eran los poetas: la imaginación valía más que cualquier sabiduría. Y cuestionaba para mis adentros la historia misma del lenguaje, el cual no era más que metáforas vacías para rellenar con cualquier cosa: una absoluta farsa de comunicación u objetividad. Ahora ya no quería hacer una máquina que entienda, sino más bien una que generara metáforas; o incluso por qué no chistes, si total al fín y al cabo ahí estaba la única verdad posible.

    Jamás se borró de mí la experiencia de haber escrito ese programa. Pero no era algo muy transmitible qué digamos. No había lugar para hablarlo. Por ahí con algún amigo; pero en esos casos, cuando las palabras no me fallaban, sí lo hacían las competencias para hacer sonar al tema como algo interesante. En definitiva, pensar en estas cosas me hacía sentir más soledad y más melancolía. El paliativo era la euforia narcótica, que operaba de puente entre mis inquietudes y la sociedad; y algunos buenos amigos que por alguna razón me soportaban, pero en líneas generales me decían que estaba medio loco.

    Entre el alcohol y la soledad, y mis elucubraciones maniáticas, la única cosa buena que me sucedía por aquel entonces era lograr no recordar lo que hiciera la noche anterior y no tener a nadie que me lo recuerde; me sentía francamente enfermo, pero no tanto de la cabeza sino más bien del alma. Así terminé eventualmente haciendo terapia psicoanalítica a los 18 años. Me lo recomendó mi familia, porque conocían a alguien cercano que era psicólogo. Y fuí gustoso; la idea de estar volviéndome loco no me inspiraba ninguna gracia.

 

Esas cosas que no se ven

 

    Para esto ya era el año 2000. No me acuerdo mucho del año 2000; me desperté un día y ya se había terminado. Sí recuerdo que me preparé toda mi infancia para ese momento legendario del cambio de milenio. Había mil profecías dando vueltas: varios anticristos y fines del mundo que se nos venían encima, un bug amenazaba destruir aviones y cafeteras y bicicletas por igual llevándonos de nuevo a la edad de piedra, terminator era inminente, los cataclismos por el agujero de ozono, y en definitiva mi generación esperaba con ansias la catástrofe universal del año 2000. Que yo sepa, no pasó nada en ningún lado; debe haber sido uno de los años más intrascendentes de la historia. Y así dejó prácticamente nada en mi memoria. Pero ese año arranqué terapia, y más o menos recuerdo cómo me presenté ante mi terapeuta. Se llamaba Diego. Le dije que me sentía un poco loco y que por eso quería hacer terapia. A las dos o tres sesiones le expliqué que en realidad yo era un genio incomprendido, y que esa incomprensión venía de que todos los demás eran unos idiotas. Así que exploramos cómo era que funcionaba esa forma de ver al mundo.

    Con mucho dolor fui aprendiendo de a poquito que no solamente no era ningún genio, sino que además podía llegar a ser un tipo bastante desagradable; hostil, grosero, y sin entender muy bien cómo activamente espantaba a la gente. También descubrí que tenía 18 años; no era algo muy evidente para mi genialidad de por aquel entonces, donde yo creía que la edad era una formalidad de esas que uno cumple porque en eso consiste la vida en sociedad. Pero Diego me guió hacia otra experiencia que también dejó marcas muy importantes en mi identidad: me hizo conocer a gente loca de en serio. Y ahí aprendí por primera vez a distinguir entre un loco y un pelotudo. No pude seguir creyéndome loco después de eso.

    Mi terapia dejó un millón de experiencias. No voy a ir a relatar eso, este texto no está para eso. Lo que importa a este texto son los años y la cantidad de cosas que pasaron; los detalles son infinitos.

    Entonces, en paralelo a aquello de creerme un genio, y de creerme un loco, en mi terapia trabajamos esa cuestión social de la soledad y la melancolía. Diego me orientó hacia conseguir trabajo y estudiar algo. Así arranqué a trabajar de programador; primero haciendo changas, proyectitos, arreglando computadoras y haciendo páginas web; no muchos años después, me encontré trabajando formalmente en empresas.

    Y siguiendo nuevamente las recomendaciones de mi analista, eventualmente también entré a la UBA. Ya era como el 2005, y por aquel entonces francamente me interesaba más encontrar mujeres que verdades. Las cosas de mi adolescencia ya se iban más bien apagando o poniendo difusas. Sin embargo, elegí facultad de Filosofía y Letras, donde pretendía estudiar lingüística, y filosofía del lenguaje, y epistemología, y detalles de la literatura, y todas cosas que me ayudaran a domar aquellas ideas demoníacas con las que me había encontrado ya desde chiquito; si bien ya estaba medio en otra, frente a todo eso, estudiar computación se veía como idiota, tibio, y gris.

    Igualmente ya tenía que subsistir trabajando; alquilaba una pieza en Caballito, y la supervivencia económica tenía la mayor prioridad, con lo que varias veces me cuestioné seriamente aquella decisión. Para esa altura ya casi no escribía nada. ¿Para qué? Escribir no tenía ningún uso. Mi sensibilidad artística e intelectual pasaba por escuchar música, y el cambio de milenio fue particularmente productivo en el ambiente musical porteño. Había mucha gente muy piola dando vueltas. Mis favoritos eran Baccarat y la Pequeña Orquesta Reincidentes. Y estos últimos en particular tenían una canción que sabía ir al hueso en las cosas que me importaban: sticks and stones. Era el colmo. Estos tipos habían logrado condensar en una sola canción la desesperación y la melancolía con los problemas mismos del lenguaje y la verdad; ¿Qué idioma es? ¿Qué ruido hablás? ¿cómo se habla de una risa o de un olor?, decía. Esa era la gente que estimulaba mis preguntas intelectuales; lo demás era cumplir con la vida, y hacer terapia para no autodestruirme, casi en piloto automático.

    Los textos y temáticas académicas de vez en cuando me daban a su vez alguna perspectivas, pero lo cierto es que sobre mis ideas personales tan sólo tomaba algunas notas, de vez en cuando, en libretitas que tenía dando vueltas por todos lados; si me hacía tiempo para reflexionar, era más por terapia que por cualquier otro tema. Y para esta misma época, y después de repensar por millonésima vez acerca de mi soledad, tomé conciencia de cuanto me importaba el vínculo con los demás, y así dejé de pensarlo tanto en términos melancólicos y pasé a pensarlo en términos políticos. La política comenzó a convertirse en uno de mis intereses, y descubrí también la poca preparación que tenía para el caso: era básicamente un analfabeto político, por muchas reflexiones que pudiera tener sobre lo que sea.

    Pero aunque la vida me llevara por lugares nuevos, mis ideas seguían ahí, insistiendo. A veces aparecían, ahora mezcladas con otras cosas: con la sociedad, con la supervivencia, con el yo. Hace alrededor de 10 años desde hoy, por ahí un poquito más, allá por el 2007 o 2006, en uno de mis cuadernitos escribí la siguiente nota:

 

¿Y si el lenguaje no es más que un cruel accidente? ¿Y si la primera palabra no fue más que un mero malentendido? Un hombre o una mujer, o lo que sea que haya sido, repitiendo el primer nombre, la primera cosa nombrada, como si ese hubiera sido el objetivo, la función del ruido que salió de aquella primera garganta.
¿Y si el lenguaje no es más que buscarse en el otro, como aquella primera garganta reescuchando el eco de su propio ruido?

 

    En aquel entonces comencé a plasmar formalmente en notas mis primeras ideas sobre la inteligencia artificial y la automatización de la comprensión. Como podía, cuando podía; de a poquito y sin muchas esperanzas de llegar a ningún puerto. Planteaba preguntas tontas pero muy difíciles de responder, que se arrastraban en sus formas más embrionales desde mi adolescencia temprana: ¿qué es la verdad? ¿para qué sirve? ¿los animales o las plantas necesitan verdad? ¿cuál podría ser la verdad de las piedras? ¿de qué está hecha entonces la verdad?. Las cosas que empezaba a leer en la facu a veces ayudaban, pero usualmente se sentían más bien como alienígenas, como cosas que no tenían nada qué ver o que hasta desacreditaban lo que yo planteaba; tratar de traducir mis intuiciones sobre el lenguaje de cara a todo eso, al mismo tiempo que necesitaba trabajar y aprobar exámenes, resultó ser muchímimo más costoso tanto física como intelectualmente de lo que hubiera imaginado antes de meterme a estudiar, y si hoy sigo trabajando esas ideas es por sinceridad conmigo mismo y por ninguna otra razón: si bien nunca tuve las energías ni las herramientas para finalmente encararlas con la seriedad que a mi juicio se merecen, lo cierto es que tampoco se desvanecieron y siguen dando vueltas por mi cabeza casi todos los días aunque yo mire para otro lado. Así que las fuí planteando tímidamente en los lugares donde la situación se prestaba al caso. En paralelo, la inteligencia artificial nunca paró de crecer, al punto que hoy es una de las dos o tres tecnologías más en boga, y ya comienza a constituir un problema político casi de primera plana.

    Para el 2010 ya militaba mucho más de lo que estudiaba, y me importaba más un mundo mejor que cualquier gran revelación de mi infancia: me preocupaban los problemas detrás de que la gente no se entendiera, el acceso a la información, las tecnologías que podían desarrollarse para paliar problemas sociales vinculados a eso, y demás. Pocos años después ni siquiera estaba estudiando ahí; eventualmente deserté, habiendo aprobado muy poquitas materias. Mi paso por la facultad de filosofía y letras terminó con algunas experiencias sociales y sentimentales muy felices y poco más que eso. Pero de allí me quedé, además, con dos herramientas que antes no tenía: fuertes convicciones políticas, y la capacidad para poder trabajar textos teóricos e intentar hacer algo con ellos.

    El camino, después de un montón de vaivenes intrascendentes para este relato, derivó hacia principios de esta década en algunas líneas teóricas, que se pueden pispear en esta otra nota de alguna otra libretita:

(…)

El sentir es autónomo del lenguaje; el lenguaje es un “sentido” más, como el olfato o el oido o el gusto: “sentido” como acepción de “el producto de un sensor”. Lo que se siente es una cuestión energética; es condición del sujeto y no de la estructura, es condicionante de la estructura y no al revés.
Usamos al lenguaje como usamos a la vista. Procesamos información. (…) Si entender es construir estructuras, una máquina que construye estructuras es una máquina que entiende. (…) “Las decisiones se toman a partir de sentimientos amalgamados”.

(…)

    Salí de ahí con la idea de que es posible crear un “motor semántico”, y que el secreto para lograrlo estaba en la fenomenología de la poesía. Con dolor digo hoy que sigo sin saber nada sobre inteligencia artificial, y manejándome con poco más que algunas intuiciones al respecto. Pero así me encuentro hoy también, como veinte años después de aquella epifanía, estudiando a los sentimientos, especulando acerca de cómo funcionan las experiencias en la gente, cómo funciona “entender” algo, y cómo puede eso llegar a manipularse para bien, con la misma timidez que hace 10 años empezaba a hablar sobre mis ideas. No sé qué carajo soy: si militante, científico, técnico, o artista; mi identidad es un quilombo. Pero repasando las cosas, quien sabe, quizás hasta algún día termine aprendiendo algo sobre inteligencia artificial.

 

Entre el lenguaje y la utopía solidaria.

 

    Ese mismo camino que nunca dejé de caminar hoy me lleva a cruzarme con otro teórico reconocido del siglo XX, que decía cosas como estas:

(…)

Concebir la historia del lenguaje y, por tanto, la de las artes, las ciencias y el sentido moral, como la historia de la metáfora, es excluir la imagen de la mente humana, o de los lenguajes humanos, como cosas que se tornan cada vez más aptas para los propósitos a los que Dios o la Naturaleza los ha destinado; por ejemplo, los de expresar cada vez más significados o representar cada vez más hechos. La idea de que el lenguaje tiene un propósito vale en la misma medida que la idea del lenguaje como medio. La cultura que renuncie a esas dos ideas representará el triunfo de las tendencias del pensamiento moderno que se iniciaron hace dos siglos: las tendencias comunes al idealismo alemán, a la poesía romántica y a los políticos utopistas.

(…)

    Leyendo eso, me siento la abejita de Blind Melon llegando a la pradera de las abejas bailarinas. Este señor se llamaba Richard Rorty, y hoy vengo a dejar algunas notas después de leer la primera parte de su trabajo Contingencia, Ironía, y Solidaridad.

    Este texto, perdón, iba a ser sobre Rorty. Pero si no contaba por qué era importante… ¿qué hubiera estado contando?

    Sus primeras definiciones van a pasar por discutir y caracterizar el lenguaje como una herramienta que, lejos de tener un destino manifiesto o alguna función trascendental, tiene un rol enteramente contingente. Así, va a ubicar a la idea de la “verdad” como una consecuencia del lenguaje, y no de la realidad. Se va a meter en medio de un debate entre dos grandes polos de la relación con la verdad, que directa o indirectamente es el debate por el rol de la ciencia en la sociedad, y va a decir del científico que no encuentra ninguna verdad más objetiva que aquellas que encuentran los políticos o los poetas, del mismo modo que estos últimos suelen ser menos competentes que el científico para desarrollar algunas herramientas particulares de control y predicción. Plantea el contraste entre los idealistas alemanes y los defensores de la ilustración, donde rescata de los primeros que supieron advertir cómo no había ninguna verdad “ahí afuera”, sino que se trataban de productos de la mente, pero va a decir también que sus esfuerzos fueron insuficientes cuando finalmente reemplazaron aquella naturaleza externa del mundo por otra naturaleza interna de la mente, de la cuál se podía obtener conocimiento.

    Rorty va a decir, entonces, que la verdad no se encuentra, sino que se hace.

(…)

Hay que distinguir entre la afirmación de que el mundo está ahí afuera y la afirmación de que la verdad está ahí afuera. Decir que el mundo está ahí afuera, creación que no es nuestra, equivale a decir, en consonancia con el sentido común, que la mayor parte de las cosas que se hallan en el espacio y el tiempo son los efectos de causas entre las que no figuran los estados mentales humanos. Decir que la verdad no está ahí afuera es simplemente decir que donde no hay proposiciones no hay verdad, que las proposiciones son elementos de los lenguajes humanos, y que los lenguajes humanos son creaciones humanas.

(…)

    Para Rorty el lenguaje tiene un uso enteramente contingente y pragmático; está más determinado por cómo pretendemos adecuarnos unos a otros que con cualquier cosa que ande dando vueltas en el mundo. El lenguaje sirve entre la gente, y nada más que entre la gente; lo usamos midiendo consecuencias, y adaptamos esos usos a posibles nuevas consecuencias. Por ello, Rorty va a cerrar con ironía la cuestión sobre la terminología científica, la precisión del lenguaje, o los problemas detrás de entender la naturaleza, con la siguiente frase: “la realidad es indiferente a las descripciones que hacemos de ella”.

    De repente, frente a estos planteos, mis experiencias con el lenguaje, aún aquellas que tuve desde bastante jóven, tienen pleno sentido; como si hubiera encontrado una pieza que me faltaba. Porque el lenguaje es la herramienta que utilizamos para ser nosotros frente a los otros; y cuando falla, estamos solos. Hasta aquella canción de los Reincidentes, tan misteriosa y compañera de otros tiempos, parece incluso hablar ahora con toda claridad; todas esas cosas que están hablando aún cuando ni siquiera hay palabras que puedan decirse, no son más que la metáfora fallando, y su vacío de sentido que no puede dejar de sentirse. Aquel mismo vacío que me asustara cuando leí ese texto de ese programa que yo mismo había programado, casi garantizándome el triunfo de aquella soledad que me asediaba. No ser competente con el lenguaje es estar solo, y la verdad es la acción de la metáfora en el cuerpo.

    Pero Rorty no se queda solamente en el lenguaje; él también va a encarar la sociedad. Su línea de pensamiento lo lleva a defender la libertad y la imaginación como valores fundamentales, pero no sin hacer observaciones sobre lo alcanzable en esos términos. Él va a hablar de “léxicos”, que en su terminología vendría a ser algo así como “discursos formados”; un metaconcepto que engloba cosas como la ideología, la fé, o los marcos teóricos. Va a decir que cada léxico tiene sus usos, y que precisamente es un error querer usar cualquier léxico para cualquier cosa, porque cada uno es productivo sólo en su contexto. Para explicitar esto va a comparar los léxicos de Marx explicando dinámicas sociales vs Freud explicando dinámicas personales.

(…)

El léxico de la creación de sí mismo es necesariamente privado, no compartido, inadecuado para la argumentación. El léxico de la justicia es necesariamente público y compartido, un medio para el intercambio de argumentaciones.

(…)

    Hay muchas cosas que me gustaría plantear sobre el pensamiento de Rorty, que apenas empiezo a conocer; pero por lo que terminó siendo este texto, simplemente voy a anotar acá lo increiblemente sintonizados que están sus planteos con los míos. Sin ir más lejos, sobre la metáfora dijo esto:

(…)

Los platónicos y los positivistas comparten una concepción reduccionista de la metáfora: piensan que la metáfora o es parafraseable o es inservible para el único propósito serio que el lenguaje posee, a saber, el de representar la realidad. En cambio, el romántico tiene una concepción expansionista: piensa que la metáfora es extraña, mística, maravillosa. Los románticos atribuyen la metáfora a una facultad misteriosa llamada “imaginación”, facultad que ellos suponen se encuentra en el centro mismo del yo, en su núcleo más profundo. Mientras que a platónicos y positivistas lo metafórico les parece irrelevante, a los románticos les parece irrelevante lo literal. Porque los primeros piensan que lo fundamental en el lenguaje es representar una realidad oculta que se halla fuera de nosotros, y los segundos piensan que su propósito es expresar una realidad oculta que se encuentra dentro de nosotros.

(…)

    Y aunque me tienta a seguir citando fragmentos y explicar cómo le dan absoluta validez y vigencia a las cosas que llevo una vida en la cabeza, prefiero redondear este texto ya demasiado largo, total el tema Rorty se puede retomar en cualquier momento, y para cerrarlo entonces elijo citar una opinión sobre cuál es el camino para esa sociedad mejor que algunos andamos buscando, y cuál es el rol de la narratividad en esa misión.

(…)

En mi utopía, la solidaridad humana no aparecería como un hecho a reconocer mediante la eliminación del “prejuicio”, o yéndose a esconder a profundidades antes ocultas, sino, más bien, como una meta por alcanzar. No se ha de alcanzar por medio de la investigación, sino por medio de la imaginación, por medio de la capacidad imaginativa de ver a los extraños como compañeros en el sufrimiento. La solidaridad no se descubre, sino que se crea, por medio de la reflexión. Se crea incrementando nuestra sensibilidad a los detalles particulares del dolor y de la humillación de seres humanos distintos, desconocidos para nosotros. Una sensibilidad incrementada hace más difícil marginar a personas distintas a nosotros, pensando: “No lo sienten como lo sentiríamos nosotros”, o “Siempre tendrá que haber sufrimiento, de modo que ¿por qué no dejar que ellos sufran?”

(…)

Este proceso de llegar a concebir a los demás seres humanos como “uno de nosotros”, y no como “ellos”, depende de una descripción detallada de cómo son las personas que desconocemos y de una redescripción de cómo somos nosotros. Ello no es tarea de una teoría, sino de géneros tales como la etnografía, el informe periodístico, los libros de historietas, el drama documental y, especialmente, la novela. Ficciones como las de Dickens, Olive Schreiner, o Richard Wright nos proporcionan detalles acerca de formas de sufrimiento padecidas por personas en las que anteriormente no habíamos reparado. Ficciones como las de Cholderlos de Laclos, Henry James o Nabokov nos dan detalles acerca de las formas de crueldad de las que somos capaces y, con ello, nos permiten redescribirnos a nosotros mismos. Esa es la razón por la cual la novela, el cine y la televisión poco a poco, pero ininterrumpidamente, han ido reemplazando al sermón y al tratado como principales vehículos del cambio y del progreso moral. En mi utopía liberal esa sustitución sería objeto de un reconocimiento del que aún carece. Ese reconocimiento sería parte de un giro global en contra de la teoría y hacia la narrativa.

(…)

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