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No hay comprensión de sí mismo que no esté mediatizada por los signos. (…) El camino más corto entre mí y yo mismo es la palabra del otro, que me hace recorrer el espacio abierto de los signos.

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    Con ese recorte de Narratividad, Fenomenología, y Hermenéutica, quiero entrar en un pequeño vistazo por la propuesta de pensamiento en Paul Ricoeur, en un intento por encontrar marcos teóricos compatibles con mis hipótesis.

    Hace algunos días atrás me preguntaba por qué la sociedad parece recurrentemente impermeable a la historia. Es un discurso popular y hasta un sentido común la idea de que “no tenemos memoria”; pero en rigor eso se esgrime desde todo polo posible del espectro político, sin explicación inmediata de por qué unos recuerdan una cosa mientras que otros recuerdan otra. Es verdad que allí interviene la idea de la ideología, pero también sucede entonces que vemos este otro fenómeno: la historia consta, pero no como a uno le gustaría. Y, sin embargo, ¿no se pretende acaso que la historia sea algo cercano a lo objetivo? ¿no nos amparamos acaso en datos, documentos, información? ¿no estamos viviendo la era misma de la información, donde todo está grabado y al acceso de la mano? Cómo explicar entonces que, al mismo tiempo, vivamos en un cuasi absoluto oscurantismo ahistoricista, donde los grandes corruptores y corruptos de décadas anteriores tienen permiso para hablar de la corrupción en tales décadas como si ellos fueran campeones de la justicia o la pureza, tal y como ya ha sucedido en todo el mundo durante todo el siglo XX, y donde el discurso más vigente a nivel global es el de la posverdad. Esto se ha querido explicar en falta de educación, en falta de pensamiento crítico, en instituciones débiles, o incluso en alguna posible naturaleza humana que en realidad tiende a la malicia. Acá voy por otro lado, diciendo que, simplemente, la historia funciona así como la ves.

Ricoeur y la Historia.

    Viene entonces Ricoeur a llamar la atención sobre algunos detalles detrás de la acción esa de contar cosas, que comparten tanto la Historia (en tanto que disciplina científica) como la Literatura, y cómo esta actividad está determinada fundamentalmente por la temporalidad.

    “Lo que se desarrolla en el tiempo puede narrarse”, dice Ricoeur, e incluso se anima a especular con que, tal vez, y sólo tal vez, esa relación pueda incluso ser más bien a la inversa, y la idea misma del tiempo se reconozca a partir de que existe lo narrable. Desde ese lugar va a hablar de la narratividad: desde una reciprocidad entre lo que se puede narrar y la experiencia del tiempo. Su primer definición fuerte al respecto que nos interesa acá será la idea de función narrativa como característica entre múltiples modos y géneros narrativos; ya sea un cuento, ya sea una fábula, ya sea una novela, o incluso mismo la Historia, comparten esta función narrativa que consiste en dar cuenta de una serie o secuencia de hechos. En su planteo, toma la noción de trama como concepto que encapsula a “la composición de los hechos narrados”, y llama la atención sobre el caracter inteligible de la misma.

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La trama es la mediadora entre acontecimiento e historia (…) convierte acontecimientos en historia, u obtiene una historia desde acontecimientos.

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    Así, la trama constituye una unidad inteligible, que “compone las circunstancias, los fines, y los medios” en una narración, y se la puede entender como un objeto de estudio. Como decíamos, es un componente que comparte todo aquello que implemente una función narrativa, conjunto en el que podemos encontrar a la Historia misma. Por esta razón, Ricoeur va a decir que “historia y relato no pueden romperse”. Él va a decir que existe una distancia entre relato y experiencia, que lo va a plantear en la dicotomía “vivir vs. narrar”; en sus palabras, “la vida se vive, la Historia se cuenta”.

    Pero Ricoeur no se va a quedar en un extremo relativismo negador de la realidad sino que, continuando con las características de la Historia, va a encarar el problema de lo real histórico en contraste con lo irreal de la ficción, y así va a introducir una segunda función de la narración: la función referencial.

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No se trata de negar esta asimetría [lo real histórico vs lo irreal ficticio]. Al contrario, hay que apoyarse en ella para percibir el cruce o el quiasmo entre los dos modos referenciales de la ficción y de la historia. Por un lado, no es preciso decir que la ficción no haga referencia a nada. Por otro, no es preciso decir que la historia se refiera al pasado histórico en el mismo sentido en que las descripciones empíricas se refieren a la realidad presente.

Decir que la ficción no carece de referencia supone desechar una concepción estrecha de la misma que relegaría la ficción a desempeñar un papel puramente emocional. De un modo u otro, todos los sistemas simbólicos contribuyen a configurar la realidad. Muy especialmente, las tramas que inventamos nos ayudan a configurar nuestra experiencia temporal confusa, informe y, en última instancia, muda. «¿Qué es el tiempo? -se preguntaba Agustín—. Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien me lo pregunta, ya no lo sé.» En la capacidad de la ficción para configurar esta experiencia temporal casi muda, reside la función referencial de la trama. Volvemos a encontrar aquí el vínculo entre mythos y mimesis en la Poética de Aristóteles: «La fábula, dice él, es la imitación de la acción» (Poética, 1450 a 2).

La fábula imita la acción en la medida en que construye con los únicos recursos de la ficción esquemas inteligibles. El mundo de la ficción es un laboratorio de formas en el que ensayamos configuraciones posibles de la acción para comprobar su coherencia y su verosimilitud. Esta experimentación con los paradigmas depende de lo que antes llamábamos la imaginación creadora. En este estadío, la referencia se mantiene como en suspenso: la acción imitada es una acción sólo imitada, es decir, fingida, inventada. Ficción es fingere y fingere es hacer. El mundo de la ficción, en esta fase de suspensión, sólo es el mundo del texto, una proyección del texto como mundo.

Pero la suspensión de la referencia sólo puede ser un momento intermedio entre la comprensión previa del mundo de la acción y la transfiguración de la realidad cotidiana que realiza la propia ficción. El mundo del texto, pues es un mundo, entra necesariamente en conflicto con el mundo real, para «re-hacerlo», ya lo confirme o lo niegue. Pero incluso la relación más irónica del arte respecto a la realidad sería incomprensible si el arte no des-ordenara y re-ordenara nuestra relación con lo real. Si el mundo del texto no tuviera asignada una relación con el mundo real, entonces el lenguaje no sería «peligroso», en el sentido en que lo decía Hölderlin, antes de Nietzsche y Walter Benjamín.

Un desarrollo paralelo se impone por parte de la historia. Al igual que la ficción narrativa no carece de referencia, la referencia propia de la historia no deja de tener una afinidad con la referencia «productora» del relato de ficción. No es que el pasado sea irreal, sino que la realidad pasada es, en el sentido propio del término, inverificable. En la medida en que ya no es, el discurso histórico sólo la aborda indirectamente.

En este punto, se impone la afinidad con la ficción. La reconstrucción del pasado, como ya había dicho Collingwood enérgicamente, es obra de la imaginación. También el historiador, en virtud de los vínculos a los que antes aludíamos entre la historia y el relato, configura tramas que los documentos permiten o no, pero que en sí mismos nunca contienen. En este sentido, la historia combina la coherencia narrativa y la conformidad con los documentos. Este vínculo complejo caracteriza el estatuto de la historia como interpretación. Se abre, así, una vía a una investigación positiva de todos los cruces entre las modalidades referenciales asimétricas, aunque igualmente indirectas o mediatas, de la ficción y de la historia. Gracias a este juego complejo entre la referencia indirecta al pasado y la referencia productora de la ficción, la experiencia humana, en su dimensión temporal profunda, no deja de ser refigurada.

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    Entonces, en Ricoeur tenemos una postura epistemológica de orden subjetivista, que aborda el problema de lo real desde la referencialidad, y subordina a la Historia dentro de la gama de géneros o disciplinas que se someten a los problemas de la temporalidad, donde la trama opera necesariamente de mediadora entre sujeto y referencia. Pero en su caracter inteligible, la trama a su vez está sometida a algunas mecánicas del lenguaje, que como consecuencia determinan también a la experiencia temporal. Y Ricoeur trabajó sobre un problema particular que sólo después de cierto desarrollo teórico se reconoce como central: la metáfora.

Metáfora, experiencia, y verdad.

    A Ricoeur le van a interesar dos problemas que hacen al vínculo entre relato y metáfora. En primer lugar, cómo es que se dan sentidos inmanentes de los enunciados, ya sean metafóricos o narrativos. En segundo lugar, el problema de la referencia extralingüística (o, en otros términos, la pretensión de verdad). Es decir: aunque tal vez no sea tan evidente, la trama y la metáfora comparten estas dos características de inteligibilidad (“sentido”) y referencia (“realidad” o “verdad”); y, lógicamente, ambas son constructos del lenguaje.

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Parece, entonces, que la metáfora es una acción que se lleva a cabo sobre el lenguaje, consistente en atribuir a unos sujetos lógicos unos predicados incompatibles con los primeros. Esto quiere decir que, más que una denominación que se desvía de la norma, la metáfora es una predicación arbitraria, una atribución que destruye la consistencia o, como se ha dicho, la pertinencia semántica de la frase, del modo que determinan los significados usuales, es decir, lexicalizados, de los términos en juego. Si consideramos como hipótesis, pues, que la metáfora es, en primer lugar y principalmente, una atribución impertinente, comprendemos el motivo de la distorsión que sufren las palabras en el enunciado metafórico. Dicha distorsión es «el efecto de sentido» requerido para preservar la pertinencia semántica de la frase. Hay metáfora, entonces, porque percibimos, a través de la nueva pertinencia semántica -y de algún modo por debajo de ella-, la resistencia de las palabras en su uso habitual y, por consiguiente, también su incompatibilidad en el nivel de la interpretación literal de la frase. Esta oposición entre la nueva pertinencia metafórica y la impertinencia literal caracteriza a los enunciados metafóricos entre todos los usos del lenguaje en el nivel de la frase.

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Pero realmente, en su uso, las frases metafóricas requieren el contexto de un poema entero que entreteja las metáforas. En este sentido, podría decirse, con un crítico literario, que cada metáfora es un poema en miniatura. El paralelismo entre relato y metáfora se restablece, de este modo, no sólo en el nivel del discurso-frase, sino también en el del discurso-secuencia.

En el marco de este paralelismo es donde puede apreciarse en toda su amplitud el fenómeno de la innovación semántica. Este fenómeno constituye el problema más fundamental que tienen en común la metáfora y el relato en el plano del sentido. En ambos casos, lo nuevo —lo no dicho todavía, lo inédito— surge en el lenguaje: en un caso, la metáfora viva, es decir, una nueva pertinencia en la predicación, en el otro, una trama ficticia, es decir, una nueva congruencia en la elaboración de la trama.

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En ambos casos, en efecto, la innovación se realiza en el medio lingüístico y pone de manifiesto en qué puede consistir una imaginación que crea sometiéndose a reglas. Esta producción regulada se expresa, en la construcción de tramas, mediante un tránsito incesante entre la invención de tramas singulares y la constitución por sedimentación de una tipología narrativa. En la producción de nuevas tramas singulares, se genera una dialéctica entre la conformidad y la desviación respecto a las normas que son inherentes a toda tipología narrativa.

Ahora bien, esta dialéctica es paralela al nacimiento de una nueva pertinencia semántica en las metáforas nuevas. Aristóteles decía que «hacer buenas metáforas es percibir lo semejante» (Poética, l459a 4-8). Ahora bien, ¿qué es percibir lo semejante? Si la instauración de una nueva pertinencia semántica conlleva que el enunciado «tenga sentido» como un todo, la semejanza consiste en la aproximación creada entre unos términos que, estando primero «alejados», aparecen repentinamente como «próximos». La semejanza consiste, pues, en un cambio de distancia en el espacio lógico. No es otra cosa que este surgimiento de una nueva afinidad genérica entre ideas heterogéneas.

Aquí es donde entra en juego la imaginación creadora, como esquematización de esta operación sintética de aproximación. La imaginación es esta competencia, esta capacidad de producir nuevas especies lógicas por asimilación predicativa y para producirlas a pesar de y gracias a la diferencia inicial entre términos que se resisten a ser asimilados. Ahora bien, la trama nos ha revelado también algo comparable a esta asimilación predicativa: también se nos ha presentado como un «tomar conjuntamente», que integra acontecimientos en una historia, y que compone, conjuntamente, factores tan heterogéneos como las circunstancias, los personajes con sus proyectos y motivos, interacciones que implican cooperación u hostilidad, ayuda o impedimento y, por último, casualidades. Toda trama es esta forma de síntesis de lo heterogéneo.

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    En estos términos podemos fácilmente comprender algunos mecanismos de la “impermeabilidad” general para con la Historia; es que todo acceso a la Historia estará siempre mediadio por estas tramas, metáforas, lecturas si se quiere, que trabajan en juegos de cercanías semánticas sintetizando heterogeneidades hacia lo inteligible, lo semánticamente pertinente. Ahí es donde opera esa ideología de Zizek de la que uno hasta necesita anteojos para que deje de interponerse con la realidad: en los determinismos detrás de las pertenencias semánticas. Algo para nada revelador, cabe destacar: Ricoeur no es el primer subjetivista. Pero la precisión y productividad de sus conceptos al caso de cómo funciona el entender y relacionarse con el mundo ciertamente nos da mucha más claridad sobre los mecanismos que requieren los medios, o cualquier otro actor social al caso, para operar generando tanto sometimiento empático. Aquella pregunta por la posibilidad de cambiar la opinión de los demás básicamente ahora se responde sola: claro que se puede, si tan sólo se logra establecer dónde gravitan las diferentes posibilidades de innovación semántica; por ejemplo, con medios masivos de comunicación, estableciendo líneas centralizadas de discurso, que sólo permitan algunas pocas opciones posibles de aproximaciones semánticas, siempre predecibles, y por lo tanto sujetas a control. Así, es relativamente simple tener libre pensamiento en la gente, que al mismo tiempo no tiene opción más que someterse a sólo tal o cuál línea de pensamiento; así funciona el sentido común.

    Ricoeur finalmente va a continuar explicando ya no tanto problemas vinculados a la trama, sino en qué consiste la filosofía hermenéutica, que es su escuela del pensamiento. Y de esa explicación tomo un párrafo para cerrar esta entrada, que describe una de las características importantes, para él, de dicha escuela:

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[La filosofía hermenéutica] contribuye a disipar la ilusión de una conciencia intuitiva de uno mismo, al imponer a la comprensión de sí el gran rodeo a través del acervo de símbolos transmitidos por las culturas en cuyo seno hemos accedido, al mismo tiempo, a la existencia y a la palabra.

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    En próximas oportunidades voy a explorar cómo estos planteos se integran a los míos acerca de las experiencias y los fenómenos que percibo detrás de la verdad misma.

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