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Notas de la sobremodernidad

| May 25th, 2019

    (…)

    Marcel Mauss, al analizar las relaciones entrepsicología y sociología, reconocía sin embargo serias limitaciones a la definición de la individualidad sometida a la mirada etnológica. En un curioso pasaje, precisa, en efecto, que el hombre estudiado por los sociólogos no es el hombre dividido, controlado y dominado de la élite moderna, sino el hombre ordinario o arcaico que se deja definir como una totalidad:

    “El hombre medio de nuestros días —ésto vale sobre todo para las mujeres— y casi todos los hombres de las sociedades arcaicas o atrasadas, es una totalidad; es afectado en todo su ser por la menor de sus percepciones o por el menor choque mental. El estudio de esta ‘totalidad’ es capital, en consecuencia, para todo lo que no se refiere a la élite de nuestras sociedades modernas” (pág. 306).

    Pero la idea de totalidad, a la que sabemos que le daba tanta importancia Mauss, para quien lo concreto es lo completo, limita y en cierto modo mutila la de individualidad. Más exactamente, la individualidad en la que piensa Mauss es una individualidad representativa de la cultura, una individualidad tipo.

    (…)

    La experiencia del hecho social total es doblemente concreta (y doblemente completa): experiencia de una sociedad precisamente localizada en el tiempo y en el espacio, pero también de un in dividuo cualquiera de esa sociedad. Sólo que ese individuo no es cualquiera: se identifica con la sociedad de la cual no es si no una expresión y es significativo que, para dar una idea de lo que entiende por un individuo cualquiera, Mauss haya recurrido al artículo definido, refiriéndose por ejemplo a “el melanesio de tal o cual isla”. El texto citado antes nos aclara este punto. El melanesio no es solamente total porque lo aprehendernos en sus diferentes dimensiones individuales, “física, fisiológica, psíquica y sociológica” sino porque es una individualidad de síntesis, expresión de una cultura considerada también ella como un todo.

    Habría mucho que decir (y no se ha dicho poco) sobre esta concepción de la cultura y de la individualidad. El hecho de que, bajo ciertos aspectos y en ciertos contextos, cultura e individualidad puedan definirse como expresiones recíprocas es una trivialidad, en todo caso, un lugar común, del que nos servimos, por ejemplo, para decir que tal o cual persona es un bretón, un ingles, un auvernés o un alemán. Tampoco nos sorprende que las reacciones de las individualidades pretendidamente libres puedan captarse y aun preverse a partir de mues tras estadísticamente significativas. Simplemente, hemos aprendido paralelamente a dudar de las identidades absolutas, simples y sustanciales, tanto en el plano colectivo como en el individual. Las culturas “trabajan” como la madera verde y no constituyen nunca totalidades acabadas (por razones intrínsecas y extrínsecas); y los individuos, por simples que se los imagine, no lo son nunca lo bastante como para no situarse con respecto al orden que les asigna un lugar: no expresan la totalidad sino bajo un cierto ángulo.

    (…)

    Es suficiente saber de qué se habla y nos basta aquí comprobar que, cualquiera que sea el nivel al que se aplique la investigación antropológica, siempre tiene por objeto interpretar la interpretación que otros hacen de la categoría del otro en los diferentes niveles en que sitúan su lugar e imponen su necesidad: la etnia, la tribu, la aldea, el linaje o cualquier otro modo de agrupación hasta llegar al átomo elemental de parentesco, que sabemos que somete la identidad de la filiación a la necesidad de la alianza.

    (…)

    La segunda comprobación no se refiere ya a la antropología sino al mundo en el que descubre sus objetos y, más particularmente, al mundo contemporáneo. No es la antropología la que, cansada de terrenos exóticos, se vuelve hacia horizontes más familiares, a riesgo de perder allí su continuidad, como teme Louis Dumont, sino el mundo contemporáneo mismo el que, por el hecho de sus transformaciones aceleradas, atrae la mirada antropológica, es decir, una reflexión renovada y metódica sobre la categoría de la alteridad. Dedicaremos una atención especial a tres de estas transformaciones.

    La primera se refiere al tiempo, a nuestra percepción del tiempo, pero también al uso que hacemos de él, a la manera en que disponemos de él. Para un cierto número de intelectuales, el tiempo ya no es hoy un principio de inteligibilidad. La idea de progreso, que implicaba que el después pudiera explicarse en función del antes, ha encallado de alguna manera en los arrecifes del siglo XX, al salir de las esperanzas o de las ilusiones que habían acompañado la travesía de gran aliento en el siglo XIX. Este cuestionamiento, a decir verdad, se refiere a varias comprobaciones distintas unas de otras: las atrocidades de las guerras mundiales, los totalitarismos y las políticas de genocidio, que no testimonian, es lo menos que se puede decir, un progreso moral de la humanidad; el fin de los grandes relatos, es decir de los grandes sistemas de interpretación que pretendían dar cuenta de la evolución del conjunto de la humanidad y que no lo han logrado, así corno se desviaron o se borraron los sistemas políticos que se inspiraban oficialmente en algunos de ellos; en total, o en adelante, una duda sobre la historia como portadora de sentido, duda renovada, podría decirse, pues recuerda extrañamente a aquella en la que Paul Hazard creía poder descubrir, en la bisagra de los siglos XVII y XVIII, el resorte de la querella entre los Antiguos y los Modernos y de la crisis de la conciencia europea.

    Pero, si Fontenelle dudaba de la historia, su duda se refería esencialmente a su método (anecdótico y poco seguro), a su objeto (el pasado no nos habla más que de la locura de los hombres) y a su utilidad (enseñar a los jóvenes la época en la cual están llamados a vivir). Si los historiadores, en Francia especialmente, dudan hoy de la historia, no es por razones técnicas o metodológicas (la historia como ciencia ha hecho progresos), sino porque, más fundamentalmente, experimentan grandes dificulta des no sólo para hacer del tiempo un principio de inteligibilidad sino, más aún, para inscribir en él un principio de identidad.

    (…)

    Este tema es inagotable, pero se puede encarar desde otro punto de vista la cuestión del tiempo, a partir de una comprobación muy trivial que podemos hacer cotidianamente: la historia se acelera. Apenas tenemos tiempo de envejecer un poco que ya nuestro pasado se vuelve historia, que nuestra historia individual pasa a pertenecer a la historia. La historia nos pisa los talones. Nos sigue como nuestra sombra, como la muerte. La historia, es decir, una serie de acontecimientos reconocidos como acontecimientos por muchos (…), puede agregar algunas circunstancias o algunas imágenes particulares, como si cada día fuera menos cierto que los hombres, que hacen la historia (y si no ¿quién otro?), no saben que la hacen.

    (…)

    La “aceleración” de la historia corresponde de hecho a una multiplicación de acontecimientos generalmente no previstos por los economistas, los historiadores ni los sociólogos. Es la superabundancia de acontecimientos lo que resulta un problema, y no tanto los horrores del siglo XX (inéditos por su amplitud, pero posibilitados por la tecnología), ni la mutación de los esquemas intelectuales o los trastornos políticos, de los cuales la historia nos ofrece muchos otros ejemplos. Esta superabundancia, que no puede ser plenamente apreciada más que teniendo en cuenta por una parte la superabundancia de la información de la que disponemos y por otra las interdependencias inéditas de lo que algunos llaman hoy el “sistema planetario”, plantea incontestablemente un problema a los historiadores, especialmente a los de la contemporaneidad, denominación que a causa de la frecuencia de acontecimientos de los últimos decenios corre el riesgo de perder toda significación. Pero este problema es precisamente de naturaleza antropológica.

    (…)

    Lo que es nuevo no es que el mundo no tenga, o tenga poco, o menos sentido, sino que experimentemos explícita e intensamente la necesidad cotidiana de darle alguno: de dar sentido al mundo, no a tal pueblo o a tal raza. Esta necesidad de dar un sentido al presente, si no al pasado, es el rescate de la superabundancia de acontecimientos que corresponde a una situación que podríamos llamar de “sobremodernidad” para dar cuenta de su modalidad esencial: el exceso.

    Pues cada uno de nosotros sabe o cree saber cómo usar este tiempo sobrecargado de acontecimientos que estorban tanto el presente como el pasado cercano. Lo cual, destaquémoslo, no puede sino llevarnos a exigir aun más sentido. La prolongación de la expectativa de vida, el pasaje a la coexistencia habitual de cuatro y ya no de tres generaciones entrañan progresivamente cambios prácticos en el orden de la vida social. Pero, paralelamente, amplían la memoria colectiva, genealógica e histórica, y multiplican las ocasiones en las que cada individuo puede tener la sensación de que su historia atraviesa la Historia y que ésta concierne a aquélla. Sus exigencias y sus decepciones están ligadas a la consolidación de ese sentimiento.

    Es, pues, con una figura del exceso —el exceso de tiempo— con lo que definiremos primero la situación de sobremodernidad, sugiriendo que, por el hecho mismo de sus contradicciones, ésta ofrece un magnífico terreno de observación y, en el sentido
pleno del término, un objeto para la investigación antropológica.

    (…)

    La segunda transformación acelerada propia del mundo contemporáneo, y la segunda figura del exceso característica de la sobremodernidad, corresponde al espacio. Del exceso de espacio podríamos decir en primer lugar, aquí otra vez un poco paradójicamente, que es correlativo del achicamiento del planeta; de este distanciamiento de nosotros mismos al que corresponden la actuación de los cosmonautas y la ronda de nuestros satélites. En un sentido, nuestros primeros pasos en el espacio nos lo reducen a un punto ínfimo, cuya exacta medida nos la dan justamente las fotos tomadas por satélite. Pero el mundo, al mismo tiempo, se nos abre. Estamos en la era de los cambios en escala, en lo que se refiere a la conquista espacial, sin duda, pero también sobre la Tierra: los veloces medios de transporte llegan en unas horas a lo sumo de cualquier capital del mundo a cualquier otra. En la intimidad de nuestras viviendas, por último, imágenes de todas clases, recogidas por los satélites y captadas por las antenas erigidas sobre los techos del más recóndito de los pueblos, pueden darnos una visión instantánea y a veces simultánea de un acontecimiento que está produciéndose en el otro extremo del planeta.

    Presentimos seguramente los efectos perversos o las distorsiones posibles de una información con imágenes así seleccionadas: no solamente puede ser, como se ha dicho, manipulada, sino que la imagen (que no es más que una entre millares de otras posibles) ejerce una influencia y posee un poder que excede en mucho la información objetiva de que es portadora. Por otra parte, es necesario comprobar que se mezclan cotidianamente en las pantallas del planeta las imágenes de la información, las de la publicidad y las de la ficción, cuyo tratamiento y finalidad no son idénticos, por lo menos en principio, pero que componen bajo nuestros ojos un universo relativamente homogéneo en su diversidad. ¿Hay algo más realista y, en un sentido, más informativo, sobre la vida en los EE.UU, que una buena serie norteamericana? Habría que tomar también en consideración esa especie de falsa familiaridad que la pantalla chica establece entre los teleespectadores y los actores de la gran historia, cuya silueta es tan habitual para nosotros como la de los héroes de folletín o la de las vedettes internacionales de la vida artística o deportiva. Son corno los paisajes donde las vemos moverse regularmente: Texas, California, Washington, Moscú, el Elíseo, Twickenham, Aubisque o el desierto de Arabia; aun si no los conocemos, los reconocemos.

    Esta superabundancia espacial funciona como un engaño, pero un engaño cuyo manipulador sería muy difícil de identificar (no hay nadie detrás del espejismo). Constituye en gran parte un sustituto de los universos que la etnología ha hecho suyos tradicionalmente. (…) Pues las fantasías de los etnólogos se tocan en este punto con las de los nativos que estudian. La etnología se preocupó durante mucho tiempo por recortar en el mundo espacios significantes, sociedades identificadas con culturas concebidas en sí mismas como totalidades plenas; universos de sentido en cuyo interior los individuos y los grupos que no son más que su expresión se definen con respecto a los mismos criterios, a los mismos valores y a los mismos
procedimientos de interpretación.

    (…)

    Aquí una vez más hay que entenderse: así como la inteligencia del tiempo —creímos— se complica más por la superabundancia de acontecimientos del presente de lo que resulta socavada por una subversión radical de los modos prevalecientes de la interpretación histórica, del mismo modo, la inteligencia del espacio la subvierten menos los trastornos en curso (pues existen todavía terruños y territorios, en la realidad de los hechos de terreno y, más aún, en la de las conciencias y la imaginación, individuales y colectivas) de lo que la complica la superabundancia espacial del presente. Esta concepción del espacio se expresa, como hemos visto, en los cambios en escala, en la multiplicación de las referencias imaginadas e imaginarias y en la espectacular aceleración de los medios de transporte y conduce concretamente a modificaciones físicas considerables: concentraciones urbanas, traslados de poblaciones y multiplicación de lo que llamaríamos los “no lugares”, por oposición al concepto sociológico de lugar, asociado por Mauss y toda una tradición etnológica con el de cultura localizada en el tiempo y en el espacio.

    Los no lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta. Pues vivimos en una época, bajo este aspecto también, paradójica: en el momento mismo en que la unidad del espacio terrestre se vuelve pensable y en el que se refuerzan las grandes redes multinacionales, se amplifica el clamor de los particularismos: de aquellos que quieren quedarse solos en su casa o de aquellos que quieren volver a tener patria, como si el conservadurismo de los unos y el mesianismo de los otros estuviesen condenados a hablar el mismo lenguaje: el de la tierra y el de las raíces.

Se podría pensar que el desplazamiento de los parámetros espaciales (la superabundancia espacial) le presenta al etnólogo dificultades del mismo orden que las que encuentran los historiadores ante la superabundancia de acontecimientos. Se trata de dificultades del mismo orden, en efecto, pero, para la investigación antropológica, particularmente estimulantes. Cambios en escala, cambios de parámetros: nos falta, como en el siglo XIX, emprender el estudio de civilizaciones y de culturas nuevas.

    (…)

    El mundo de la supermodernidad no tiene las medidas exactas de aquel en el cual creemos vivir, pues vivimos en un mundo que no hemos aprendido a mirar todavía. Tenemos que aprender de nuevo a pensar el espacio.

    La tercera figura del exceso con la que se podría definir la situación de sobremodernidad, la conocemos. Es la figura del ego, del individuo, que vuelve, como se suele decir, hasta en la reflexión antropológica puesto que, a falta de nuevos terrenos, en un universo sin territorios, y de aliento teórico, en un mundo sin grandes relatos, los etnólogos, ciertos etnólogos, después de haber intentado tratar a las culturas (las culturas localizadas, las culturas a lo Mauss) como textos, llegaron a interesarse exclusivamente en la descripción etnográfica como texto; (…) es posible que la etnología se desvíe y cambie sus terrenos de estudio por el estudio de aquellos que han hecho terreno.

    La antropología posmoderna depende (digámoslo en represalia) de un análisis de la sobremodernidad de la cual su método reductor (del terreno al texto y del texto al autor) no es sino una expresión particular.

    En las sociedades occidentales, por lo menos, el individuo se cree un mundo. Cree interpretar para y por sí mismo las informaciones que se le entregan. Los sociólogos de la religión pusieron de manifiesto el carácter singular de la práctica católica misma: los practicantes entienden practicar a su modo. Asimismo, la cuestión de la relación entre los sexos quizá no pueda ser superada sino en nombre del valor individual indiferenciado. Esta individualización de los procedimientos, notémoslo, no es tan sorprendente si se refiere a los análisis anteriores: nunca las historias individuales han tenido que ver tan explícitamente con la historia colectiva, pero nunca tampoco los puntos de referencia de la identidad colectiva han sido tan fluctuantes. La producción individual de sentido es, por lo tanto, más necesaria que nunca.

    Naturalmente, la sociología puede poner perfectamente de manifiesto las ilusiones de las que procede esta individualización de los procedimientos y los efectos de reproducción y de estereotipia que escapan en su totalidad o en parte a la conciencia de los actores. Pero el carácter singular de la producción de sentido, reemplazado por todo un aparato publicitario —que habla del cuerpo, de los sentidos, de la frescura de vivir— y todo un lenguaje político, centrado en el tema de las libertades individuales, es interesante en sí mismo: remite a lo que los etnólogos estudiaron en los otros, bajo rubros diversos, por ejemplo eso que se podría llamar las antropologías, más que las cosmologías, locales, es decir, los sistemas de representación que permiten dar forma a las categorías de la identidad y de la alteridad.

    Así se les plantea hoy en términos nuevos a los antropólogos un problema que suscita las mismas dificultades que enfrentó Mauss y, después de él, el conjunto de la corriente culturalista: ¿cómo pensar y situar al individuo?

    (…)

    El siglo XXI será antropológico, no sólo porque las tres figuras del exceso no son sino la forma actual de una materia prima perenne que es la materia misma de la antropología, sino también porque en las situaciones de sobremodernidad (como en aquellas que la antropología analizó con el nombre de “aculturación”) los componentes se adicionan sin destruirse.

    De Marc Augé, “Los no-lugares”.


    (…)

    La imposibilidad de escenificar la ilusión, es del mismo tipo que la imposibilidad de rescatar un nivel absoluto de realidad. La ilusión ya no es posible porque la realidad tampoco lo es. Éste es el planteamiento del problema político de la parodia, de la hipersimulación o simulación ofensiva. Toda negatividad política directa, toda estrategia de relación de fuerzas y de oposición, no es más que simulación defensiva y regresiva. (…) La transgresión, la violencia, son menos graves, pues no cuestionan más que el reparto de lo real. La simulación es infinitamente más poderosa ya que permite siempre suponer, más allá de su objeto, que el orden y la ley mismos podrían muy bien no ser otra cosa que simulación (recordar el engaño de Urbino).

    Dentro de esta imposibilidad de aislar el proceso de simulación hay que constatar el peso de un orden que no puede ver ni concebir más que lo real, pues sólo en el seno de lo real puede funcionar. Un delito simulado, si ello puede probarse, será o castigado ligeramente (puesto que no ha tenido consecuencias), o castigado como ofensa al ministerio público (por ejemplo, si se ha hecho actuar a la policía «para nada»), pero nunca será castigado como simulación pues, en tanto que tal, no es posible equivalencia alguna con lo real y, por tanto, tampoco es posible ninguna represión. El desafío de la simulación es inaceptable para el poder, ello se ve aún más claramente al considerar la simulación de virtud: no se castiga y, sin embargo, en tanto que simulación es tan grave como fingir un delito. La parodia, al hacer equivalentes sumisión y transgresión, comete el peor de los crímenes, pues anula la diferencia en que la ley se basa. El orden establecido nada puede en contra de esto, está desarmado ya que la ley es un simulacro de segundo orden mientras que la simulación pertenece al tercer orden, más allá de lo verdadero y de lo falso, más allá de las equivalencias, más allá de las distinciones racionales sobre las que se basa el funcionamiento de todo orden social y de todo poder. Es pues ahí, en la ausencia de lo real, donde hay que enfocar el orden, no en otra parte.

    Por eso el orden escoge siempre lo real. En la duda, prefiere siempre la hipótesis de lo real (en el ejército se prefiere tomar al que finge por verdadero loco), aunque esto se va haciendo cada vez más difícil, pues si resulta prácticamente imposible aislar el proceso de simulación a causa del poder de inercia de lo real que nos rodea, también ocurre lo contrario (y esta reversibilidad forma parte del dispositivo de simulación e impotencia del poder), a saber, que a partir de aquí deviene imposible aislar el proceso de lo real, incluso se hace imposible probar que lo real lo sea.

    (…)

    La única arma absoluta del poder consiste en impregnarlo todo de referentes, en salvar lo real, en persuadirnos de la realidad de lo social, de la gravedad de la economía y de las finalidades de la producción. Para lograrlo se desvive, es lo más claro de su acción, en prodigar crisis y penuria por doquier. «Tomad vuestros deseos por la realidad» puede llegar a entenderse como un eslogan desesperado del poder. En un mundo sin referencias, la referencia del deseo, o incluso la confusión del principio de realidad y del principio de deseo, son menos peligrosas que la contagiosa hiperrealidad. Quedamos entre principios y en esta zona el poder siempre tiene razón. La hiperrealidad y la simulación disuaden de todo principio y de todo fin y vuelven contra el poder mismo la disuasión que él ha utilizado tan hábilmente durante largo tiempo. Pues, en definitiva, el capital es quien primero se alimentó, al filo de su historia, de la desestructuración de todo referente, de todo fin humano, quien primero rompió todas las distinciones ideales entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, para asentar una ley radical de equivalencias y de intercambios, la ley de cobre de su poder. Él es quien primero ha jugado la baza de la disuasión, de la abstracción, de la desconexión, de la desterritorialización, etc., y si él es quien viene fomentando la realidad, el principio de realidad, él es también quien primero lo liquidó con la exterminación de todo valor de uso, de toda equivalencia real de la producción y la riqueza, con la sensación que tenemos de la irrealidad de las posibilidades y la omnipotencia de la manipulación. Ahora bien, esta lógica misma es la que, al radicalizarse, está liquidando hoy por hoy al poder, el cual no intenta otra cosa que frenar semejante espiral catastrófica secretando realidad a toda costa, alucinando con todos los medios posibles un último brillo de realidad sobre el que fundamentar todavía un brillo de poder (pero no logra otra cosa que multiplicar sus signos y acelerar el papel de la simulación). Mientras la amenaza histórica le vino de lo real, el poder jugó la baza de la disuasión y la simulación desintegrando todas las contradicciones a fuerza de producción de signos equivalentes. Ahora que la amenaza le viene de la simulación (la amenaza de volatilizarse en el juego de los signos), el poder apuesta por lo real, juega la baza de la crisis, se esmera en recrear posturas artificiales, sociales, económicas o políticas. Para él es una cuestión de vida o muerte, pero ya es demasiado tarde.

    De ahí la histeria característica de nuestrotiempo: la de la producción y reproducción de lo real. La otra producción, la de valores y mercancías, la de las buenas épocas de la economía política, carece de sentido propio desde hace mucho tiempo. Aquello que toda una sociedad busca al continuar produciendo, y superproduciendo, es resucitar lo real que se le escapa. (…) Y así, el hiperrealismo de la simulación se traduce por doquier en el alucinante parecido de lo real consigo mismo.

    (…)

    De Jean Baudrilliard, Cultura y Simulacro.

Curso de gorila – 001

| April 2nd, 2019

    Queridos jóvenes, que frecuentan el presente blog. Permítanme introducirlos en esta nueva sección, donde juntos inspeccionamos los pormenores que dan forma a ese fenómeno político tan popular y arraigado en nuestras sociedades: el gorila.

    Comencemos prestándole atención a este maravilloso ejemplar, traido desde la prestigiosa cadena de noticias CNN en español. Se trata de Rafael Romo, que nos dice lo siguiente:

    Fíjense los logros de este hombre. Los primeros 30 segundos son apenas una introducción, incluida la animación del programa, donde el periodista nos indica que arqueólogos de una organización prestigiosa encontraron un (segundo) entierro de de restos infantiles en un templo. Pero en los siguientes 30 segundos nos deslumbra con las siguientes afirmaciones:

  • Las tribus originarias eran brutales.
  • Los revolucionarios mexicanos eran unos mentirosos e/o ignorantes.
  • La educación pública es deficiente.
  • Es falso que los pueblos originarios mexicanos pudieran ser gente sofisticada, “iluminada” (sea eso lo que sea), o siquiera apacible.
  • Gracias a este informe, ahora podemos saber la verdad. Antes, evidentemente, habríamos estado convencidos de falsedades. Y la verdad es que “las tribus originarias eran tan crueles como los conquistadores”.
  • Propone una tesis para reflexionar: la violencia en México se debe a la herencia de violencia de las tribus originarias. Lo cuál, siguiendo la propia lógica de la propuesta, habría de resolverse simplemente descartando cualquier vínculo con aquella gente violenta y cruel.

    Ese pequeño video, que me crucé por casualidad en mi trabajo, es un ejemplo magistral de gorila profesional: una persona que jamás podrá relacionar elementos básicos de una sociedad contemporánea, tales como violencia con desigualdad, o bien cultura con contexto. Independientemente de qué se esté hablando (restos de niños en un templo centenario), siempre la prioridad será reflexionar acerca de cómo las izquierdas promueven ignoracia, brutalidad, y todas las desvirtudes habidas y por haber; y cómo, por supuesto, la derecha es fundamentalmente la verdad revelada e incuestionable.

    Por supuesto, cuando alguien le recrimine al señor periodista que existe todo un conglomerado empresarial multinacional que le paga para decir esa clase de estupideces, él dirá que las ideas de izquierda del crítico de turno lo llevan a atentar, tal vez inconscientemente (porque la derecha sí es gente gente sofisticada y apacible, y entonces tiene el tacto para reconocer la inocencia en los demás), contra la libertad de expresión.

24 de Marzo

| March 24th, 2019

    Memoria, verdad, y justicia.

En contra de la pureza

| December 18th, 2018

    Un amigo me dijo una vez hace años unas palabras que desde entonces hice mías: no existen los estados de pureza. Con esa idea en mente, dejo esta otra nota que descubrí hoy mismo:

    (…)

    10. Sin embargo, las críticas cerradas al purismo encarnado en Bertoni no llevan a Gramsci a sostener una posición espontaneísta en torno a las relaciones entre lengua nacional y dialectos. Se trata, en Gramsci, de una concepción de lengua que se aleja, también, de cualquier forma de relativismo, que anula las diferencias y las tensiones políticas entre las variedades dialectales y la lengua nacional.

    Toda lengua es una lengua impura, atravesada por tensiones entre fuerzas centrípetas y fuerzas centrífugas, entre instancias de unificación e instancias de dispersión. Es, también, un territorio complejo, habitado por diferentes temporalidades, que conserva huellas de un pasado lingüístico, muchas veces reprimido, que manifiesta marcas diferenciales desde lo regional, lo etario o lo social y que se encuentra expuesta a la influencia de otros complejos lingüísticos nacionales o internacionales, regionales o cosmopolitas. La heterogeneidad de la lengua es un modo de la heterogeneidad de lo social, que Gramsci expresa con claridad en su concepto teórico de “momento”, como un todo en el que están presentes las huellas del pasado, remanentes, y están en germen desarrollos futuros imprevisibles, no teleológicos.

    La poesía no genera, por sí sola, poesía; las superestructuras no generan superestructura: en las lenguas nada se produce por partogénesis, sino que todo es producto de relaciones y de conflictos. En consecuencia, lo que se produce históricamente no es la lengua como entidad aislada y analizable con instrumentos asépticos, sino una “situación” en la que se manifiesta la contaminación y el conflicto de las lenguas. El problema de la lengua no se distingue, por ello, del problema de la hegemonía, entendida como una fuerza que opera sobre un plano de diferencias y que tiende, en principio, hacia formas contingentes de unificación, que nunca son plenas, que dejan siempre un resto irreductible a lo hegemónico.

    (…)

    De “Un argángel devastador: Gramsci, las lenguas, la hegemonía”, la introducción a Escritos sobre el lenguaje, escrito por Diego Bentivegna.

    Encuentre las 7 diferencias:

Dancing en el titanic

| September 4th, 2018

    Esto aparece en los medios:

Perfil
Infobae
La Nación
Clarín

    Mientras tanto, en cualquier esquina random por la calle:

Defensoría del pueblo - CABA

Teoría y fantasía, parte 2

| August 8th, 2018

    No quedé satisfecho con mi post anterior. Siento que peca de reaccionario, de ignorante, de apurado, y algunas otras faltas menores. Pero lo escribí de una manera u otra, sin filtro, porque también lo siento necesario.

    Dos cosas considero importantes en el acto de escribir (y publicar) de esa manera. El primero, ya lo anoté en mi libro, es la cuestión socioeconómica: tengo la educación que tengo, el tiempo que me queda libre, y mi lugar en la sociedad está bastante acotado y alejado de la reflexión sesuda y superculta. Defiendo hablar de nuestras ideas, y compartirlas, mucho antes que el “tener razón”.

    La segunda, sin embargo, está mucho más determinada por el texto de Meillassoux. Se trata del trabajo intelectual, sus modos, y su rol. Ayer tenía mucho más a mano a Foucault, y por eso lo cité, en esa reflexión sobre la metafísica, que atesoro desde hace años. Pero otra reflexión, que hoy me tomé el tiempo de ubicar, me parece todavía más atinada (y representativa de mi posición frente al tema). Se trata de Rorty, en Contingency, Irony, and Solidarity:

    (…)

    We need to get off this seesaw. Davidson helps us do so. For he does not view language as a medium for either expression or representation. So he is able to set aside the idea that both the self and reality have intrinsic natures, natures which are out there waiting to be known. Davidson’s view of language is neither reductionist nor expansionist. It does not, as analytical philosophers sometimes have, purport to give reductive definitions of semantical notions like “truth” or “intentionality” or “reference.” Nor does it resemble Heidegger’s attempt to make language into a kind of divinity, something of which human beings are mere emanations. As Derrida has warned us, such an apotheosis of language is merely a transposed version of the idealists’ apotheosis of consciousness.

    In avoiding both reductionism and expansionism, Davidson resembles Wittgenstein. Both philosophers treat alternative vocabularies as more like alternative tools than like bits of a jigsaw puzzle. To treat them as pieces of a puzzle is to assume that all vocabularies are dispensable, or reducible to other vocabularies, or capable of being united with all other vocabularies in one grand unified super vocabulary. If we avoid this assumption, we shall not be inclined to ask questions like “What is the place of consciousness in a world of molecules?” “Are colors more mind-dependent than weights?” “What is the place of value in a world of fact?” “What is the place of intentionality in a world of causation?” “What is the relation between the solid table of common sense and the unsolid table of microphysics?” or “What is the relation of language to thought?” We should not try to answer such questions, for doing so leads either to the evident failures of reductionism or to the short-lived successes of expansionism. We should restrict ourselves to questions like “Does our use of these words get in the way of our use of those other words?” This is a question about whether our use of tools is inefficient, not a question about whether our beliefs are contradictory.

    “Merely philosophical” questions, like Eddington’s question about the two tables, are attempts to stir up a factitious theoretical quarrel between vocabularies which have proved capable of peaceful coexistence. The questions I have recited above are all cases in which philosophers have given their subject a bad name by seeing difficulties nobody else sees. But this is not to say that vocabularies never do get in the way of each other. On the contrary, revolutionary achievements in the arts, in the sciences, and in moral and political thought typically occur when somebody realizes that two or more of our vocabularies are interfering with each other, and proceeds to invent a new vocabulary to replace both.

    (…)

    Nuevamente, el énfasis es mío. Rorty nos avisa que la historia está llena de esa clase de debates. Pero lo que afirma no es ocioso; él también nos llama la atención porque, él piensa, y yo comparto, dedicar el pensamiento a esos problemas casi paralelos a los que suceden en la sociedad tiene consecuencias nefastas. Otra cita de otro texto, Truth and Progress: Philosophical Papers, Volume 3, lo deja más claro:


    (…)

    As long as we try to project from the relative and conditioned to the absolute and unconditioned, we shall keep the pendulum swinging between dogmatism and skepticism. The only way to stop this increasingly tiresome pendulum swing is to change our conception of what philosophy is good for. But that is not something which will be accomplished by a few neat arguments. It will be accomplished, if it ever is, by a long, slow process of cultural change – that is to say, of change in common sense, changes in the intuitions available for being pumped up by philosophical arguments.

    (…)

    Cabe destacar, que escribo todo esto a sabiendas de que muy probablemente estoy absolutamente equivocado en mi juicio prematuro y sesgado contra el (apenas primer capítulo del) texto del pobre Meillassoux. Pero qué se le va a hacer…

Teoría y fantasía

| August 7th, 2018

    Como parte de el nuevo taller de Rodrigo Baraglia, estoy leyendo After Finitude de Quentín Meillassoux, uno de los pensadores reconocidos de la contemporanea corriente filosófica llamada realismo especulativo. Y debo decir que francamente me preocupa.

    El trabajo de QM en su texto consiste en denunciar al llamado “correlacionismo”, y marcar sus límites. Al respecto, dice lo siguiente:

    (…)

    Such considerations reveal the extent to which the central notion of modern philosophy since Kant seems to be that of correlation. By ‘correlation’ we mean the idea according to which we only ever have access to the correlation between thinking and being, and never to either term considered apart from the other. We will henceforth call correlationism any current of thought which maintains the unsurpassable character of the correlation so defined. Consequently, it becomes possible to say that every philosophy which disavows naïve realism has become a variant of correlationism.

    (…)

    Básicamente dice que según el correlacionista no podemos acceder a los objetos, sino sólo a cierta relación con ellos. Cuando yo veo la mesa o toco el teclado, esa experiencia (ver, tocar), con todos sus detalles, no es el objeto en cuestión sino, precisamente, mi experiencia. Y lo mismo sucede con toda forma del conocimiento: incluso de mi mismo, porque no puedo más que experimentarme de la misma manera. Eso, planteado por mí más burdamente todavía que en el párrafo de QM, tuvo diferentes grados de complejidad durante los últimos siglos, particularmente desde Kant.

    QM va a renegar de eso, lo va a discutir, y al caso va a traer el concepto de “ancestralidad”. Hace referencia al hecho de que existan fósiles (como los de los dinosaurios), o registros de estrellas de hace millones de años, antes de que existiera cualquier persona (capaz de experimentar ninguno de esos objetos de ninguna manera) o siquiera antes de la aparición misma de la vida. Va a hablar de algunos conceptos menores, como el “archi-fosil”, o el “ser dado” (givenness), y con esa clase de herramientas va a mostrar los límites del correlacionismo.

    (…)

    But for the correlationist, such claims evaporate as soon as one points out the self-contradiction – which she takes to be flagrant – inherent in this definition of the arche-fossil: givenness of a being anterior to givenness. ‘Givenness of a being’ – here is the crux: being is not anterior to givenness, it gives itself as anterior to givenness. This suffices to demonstrate that it is absurd to envisage an existence that is anterior – hence chronological, into the bargain – to givenness itself. For givenness is primary and time itself is only meaningful insofar as it is always-already presupposed in humanity’s relation to the world.

    (…)

    We said above that, since Kant, objectivity is no longer defined with reference to the object in itself (in terms of the statement’s adequation or resemblance to what it designates), but rather with reference to the possible universality of an objective statement. It is the intersubjectivity of the ancestral statement – the fact that it should by right be verifiable by any member of the scientific community – that guarantees its objectivity, and hence its ‘truth’. It cannot be anything else, since its referent, taken literally, is unthinkable. If one refuses to hypostatize the correlation, it is necessary to insist that the physical universe could not really have preceded the existence of humans, or at least of living creatures. A world is meaningful only as given-to-a-living (or thinking)-being. Yet to speak of ‘the emergence of life’ is to evoke the emergence of manifestation amidst a world that pre-existed it. Once we have disqualified this type of statement, we must confine ourselves strictly to what is given to us: not the unthinkable emergence of manifestation within being, but the universalizable given of the present fossil-material: its rate of radioactive decay, the nature of stellar emission, etc. According to the correlationist, an ancestral statement is true insofar as it is founded upon an experiment that is in the present – carried out upon a given fossil-material – and also universalizable (and hence by right verifiable by anyone). It is then possible to maintain that the statement is true, insofar as it has its basis in an experience which is by right reproducible by anyone (universality of the statement), without believing naïvely that its truth derives from its adequation to the effective reality of its referent (a world without a givenness of the world).

    To put it in other words: for the correlationist, in order to grasp the profound meaning of the fossil datum, one should not proceed from the ancestral past, but from the correlational present. This means that we have to carry out a retrojection of the past on the basis of the present. What is given to us, in effect, is not something that is anterior to givenness, but merely something that is given in the present but gives itself as anterior to givenness.

    (…)

    El énfasis es del original.

    Decía que me preocupa porque, francamente, me parece un problema furiosamente imbecil. Me cuesta creer que en el siglo XXI un problema actual de la filosofía sea ese. Y me cuesta creer más todavía esa respuesta al problema: algo así como decir “¡ajá! ¡ustedes dicen que no existían las cosas antes de la vida! ¡tomen eso, creyentes!“, para después ponerse a hablar de la matemática y la física. Si en esa clase de términos nos estamos manejando, entonces, me parece, estamos en problemas.

    Permítanme ser más claro: no existen los correlacionistas. Y si existen, son simplemente unos brutos. Una persona que cree que si pongo un dedo en el fuego no puedo hablar del fuego, ni de mi dedo, sino sólo en todo caso de la experiencia de ser quemado, es un bruto. En el siglo XXI, después de tantos pensadores brillantes y tantos avances científicos, después de tantos artistas que recontrarepensaron todo, después de tanta gloria y calamidad política, un tipo que dice algo como eso y no se da cuenta (o se esfuerza en negar) la inmensa cantidad de cosas agregadas que se pueden decir además de dar cuenta de la experiencia, es un bruto. Con lo cuál, dedicar la filosofía a eso me parece tan doloroso como dedicar internet a consumir y difundir los mismos discursos centralizados que nos tuvimos que comer todo el siglo pasado por televisión y diarios: algo muy cercano a lo criminal.

    Para ser justos con QM, sólo leí el primer capítulo. Voy a continuar con el resto en los próximos días. Pero ya desde el vamos me lleva a llamarle la atención a lo que está haciendo. Me dijeron que tiene buenas intenciones, y que su fín último es de orden político: desarmar tanto “safe space” y tanto “respetá mi opinión”. Ciertamente son dos problemas con los que puedo solidarizarme en su lucha. Pero plantear al correlacionismo, así, de manera tan simplona, tan limitada, como un enemigo tan central e importante, me activa varias alarmas. De modo que, como respuesta a su primer capítulo, yo le contestaría con una cita de Foucault, de su texto Theatrum Philosophicum:

    (…)

    La ilusión es la desventura de la metafísica, no porque esté por sí misma volcada a la ilusión, sino porque, durante demasiado tiempo, ha estado hechizada por ella, y porque el miedo al simulacro la ha colocado en el camino de lo ilusorio. La metafísica no es una ilusión, como una especie dentro de un género; es la ilusión la que es una metafísica que ha marcado su censura entre el simulacro, por un lado, y el original y la buena copia, por el otro. Hubo una crítica cuya función consistía en designar la ilusión metafísica y fundamentar su necesidad; la metafísica de Deleuze emprende la crítica necesaria para desilusionar los fantasmas. Desde ese momento, el camino está libre para que continúe, en su singular zigzag, la serie epicúrea y materialista.

    (…)

    Esta vez, el énfasis es mío. QM está dispuesto a embarrarse en el clásico problema de “qué sonido tiene un árbol que cae cuando no hay nadie escuchando”. Yo le contestaría “el sonido que tiene un árbol que cae cuando no hay nadie escuchando”, y dedicaría mi capacidad para la metafísica a tratar de resolver otras cuestiones un tanto más productivas que el correlacionismo.

    Qué se yo… por ahí al final del libro me termina convenciendo…

    Cortito y al pié:

Clarín

Infobae

Infobae

    Seguí diciéndole “información” a eso…