Archive for April, 2018

Ideas sobre la tradición

| April 30th, 2018

    Desde hace algunos meses, estoy manejando algunas ideas insistentes sobre el concepto de tradición, que necesito empezar a dejar anotadas. Y, como siempre, el trabajo ante esa situación es darle forma a todas esas sensaciones.

    En líneas generales, siempre le escapé a la tradición como a alguna especie de peste. Y es que siempre tuve, incluso en la más plena ignorancia sobre el asunto, un espíritu incuestionablemente moderno. Desde chiquito renegué de la religión y el comportamiento acrítico, y nada me parecía más espectacular que las vanguardias. Con el paso de los años me fui encontrando con conceptos mucho más sofisticados, como la idea del dogma, o la idea misma de la ciencia en términos técnicos. Allí, me sentí como en casa. Pero frente a innumerables eventos y fenómenos contemporáneos o tal vez recientes de orden político y social, me veo en la necesidad de repensar mi posición al respecto de la tradición.

    Lo primero que me interesa marcar es la relación entre tradición y modernidad. Como en muchas otras oportunidades, hago mías palabras de Foucault, trayendo este pequeño extracto de Wikipedia:

(…)

    In the view of Michel Foucault (1975) (classified as a proponent of postmodernism though he himself rejected the “postmodernism” label, considering his work as a “a critical history of modernity”—see, e.g., Call 2002, 65), “modernity” as a historical category is marked by developments such as a questioning or rejection of tradition; the prioritization of individualism, freedom and formal equality; faith in inevitable social, scientific and technological progress, rationalization and professionalization, a movement from feudalism (or agrarianism) toward capitalism and the market economy, industrialization, urbanization and secularization, the development of the nation-state, representative democracy, public education (etc) (Foucault 1977, 170–77).

(…)

    Allí, como primer ítem, se menciona a la modernidad como un momento histórico de cuestionamiento y rechazo hacia la tradición. En parte por el ímpetu del constante cambio, de la mano del progreso científico y tecnológico, y en parte por el diagnóstico de que la religión era responsable de una importante porción de los problemas sociales, la tradición era de repente vista como una expresión de cosmovisiones primitivas, cuando no directamente de dogmas, los cuales debían ser superados en el imparable camino del progreso. La religión era una cosa irracional, incompatible con el nuevo mundo de los hombres, y un lastre de la historia que irremediablemente iba a ser eliminado con el curso de los años. Y la tradición, en buena medida, se veía cuestionada como uno más de esos pensamientos obsoletos, por irracionales, y por ignorantes de las nuevas verdades. Para la parte más cientificista de la modernidad, entonces, la tradición tenía pocas diferencias con la religión, más allá de ser conceptos sensiblemente diferentes.

    El progreso traía consigo la idea del constante cambio y la constante innovación. Esto trajo cambios absolutamente revolucionarios para la humanidad entera, con sus respectivas consecuencias políticas, llegando a la cumbre de este proceso durante el curso del siglo XX. Pero no se puede dejar de hablar de modernidad sin mencionar también el desarrollo de la economía capitalista.

    Frente a la idea vanguardista de la constante novedad como necesareidad histórica, se desarrolló en términos políticos aquello que hoy llamamos “mercado”, y fue uno de los pilares del desarrollo tecnológico. Las palabras “industria”, “desarrollo”, o incluso tal vez hasta “democracia”, por cuestiones históricas quedan directamente ligadas al sistema capitalista en virtud de su caracter moderno. Y es que la tecnología y el mercantilismo se retroalimentaron de manera virtuosa; al menos, desde sus respectivas perspectivas.

    Sin embargo, esa parte central de la idea de “progreso” que constituye el “constante cambio” generó también divergencias, también retroalimentadas por otros aspectos de la modernidad como el antropocentrismo, las cuales llegaron del mismo modo a ver sus cumbres durante el siglo XX. El positivismo fue criticado duramente, dando lugar a diferentes posiciones epistemológicas; el mercantilismo fue también duramente criticado, llamando la atención sobre sus impactos sociales y ambientales; y así tuvieron lugar, dentro de las vanguardias científicas y políticas, los socialismos. Y fueron esas mismas vanguardias socialistas, envalentonadas por su espíritu incuestionablemente moderno (y por lo tanto legítimo y verdadero), que crearon esa idea hoy en ruinas, que fue “el tren de la historia”; la certeza de que, más tarde o más temprano, porque así lo dictaminaba el curso de la historia, inevitablemente todos vamos a vivir en un mundo socialista, y cualquier intento en otras direcciones es poco más que una pérdida de tiempo. Así llegamos al muro de Berlín, y hoy se habla del fín de la historia. Aquellas ideas socialistas se encuentran derrotadas frente a la verdad capitalista, y los únicos que parecen tener autoridad para hablar con certidumbres en términos políticos parecieran ser los defensores de los preceptos mercantiles (o sea, las derechas); cualquier mención a los socialismos hoy en día es prácticamente un anacronismo, y “mirar hacia el futuro” consiste en estudiar al mercado.

    Pero, curiosamente, es un tanto contradictorio pensar eso como una posición moderna. Me refiero a la relación contemporánea entre capitalismo y verdad. Sucede que hoy en día se insiste con instalar la idea de “innovación” como pilar universal del desarrollo, ya sea que se hable de una nación-estado o que se esté hablando del crecimiento espiritual, en sintonía con aquel espíritu moderno del progreso y el constante cambio, sumado a cierto darwinismo vulgar que deja a uno también bien parado en términos modernos de cara a la religión, y el dogma, y la tradición. Pero no por eso deja de ser una posición menos dogmática, o acrítica, o hasta incluso tradicional; al punto tal que a las derechas se las llama popularmente “conservadores” (y no necesariamente como un término despectivo, aunque frecuentemente pueda ser el caso). Y acá es donde la actualidad se vuelve tramposa; porque corrompe todos los preceptos modernos, con especial excepción de aquel que llamara a la racionalidad.

    Sucede que la derecha sostiene algunos principios, no como políticos, sino como verdades. Para sostener sus principios como verdad, cuando no le echa la culpa a la ciencia y el progreso tecnológico, le echa la culpa a la historia y la derrota empírica del socialismo durante el siglo XX. Habla de virtudes, pero no de defectos, de las dinámicas mercantiles, y sigue sosteniendo la idea a esta altura oxidada y recalcitrante de “progreso” que, extrañamente contraria al espíritu moderno, ya tiene como trescientos años. De repente, los avatares del capitalismo, ese componente del círculo virtuoso que en otra época diera lugar a la modernidad retroalimentando el progreso tecnológico, se comportan más bien como tradicionalistas o evangelizadores, que vienen a revelarnos la esotérica verdad absoluta de la sociedad y del mundo, de la mano de la Economía. Y es doblemente curiosa la histórica y constante convivencia entre derecha y poder religioso, y entre derecha y aristocracia (hoy más bien plutocracia), al mismo tiempo que la derecha se pretende cercana a la ciencia y al republicanismo democrático.

    En este punto del planteo corresponde una pausa, sensiblemente divergente, para pensar un poquito más la cuestión de la tradición. En particular, la relación entre tradición y cultura. Y nos encontramos con el siguiente fenómeno: hay cultura en la repetición y en la norma. Parte de la definición misma de cultura implica tradición de una manera u otra. Y esto se vislumbra claramente en un problema interno e histórico de la modernidad: eventualmente, cualquier recurrencia social puede entenderse como una forma de la tradición, y el método científico no es ajeno a eso. En buena medida, lecturas que siguieron por ese camino llegaron a la crisis positivista. Hay algo de acrítico y hasta religioso en la idea misma del progreso, y por lo tanto de dogmática en la idea de su necesareidad histórica. Y este aspecto es algo peligrosamente similar en los discursos de izquierdas y derechas: aún después del supuesto fín de la historia, siguen fantaseando con el tren de la historia, y esas vías que ya están determinando el camino, y esa locomotora que nadie puede frenar. La unión soviética convirtió ese vértigo de la velocidad del tren en un fatalismo más bien melancólico, del que el liberalismo parece ser todavía impermeable cuando se comporta exactamente de la misma manera en términos epistemológicos.

    Pero también tenemos en la noción de cultura un problema externo de la modernidad: las tradiciones son el aglutinador de pueblos y culturas. Las tradiciones establecen éticas y morales, y esquivando o negando a la tradición perdemos buena parte del poder de determinar qué está bien y qué está mal en una sociedad. Y esto es clave, en un mundo donde la principal crítica política pasa directamente por la ética.

    Así llegamos al punto donde puedo dar lugar a la idea que quiero traer en este post: la tradición como forma de tecnología. Sucede que las tradiciones no son algo dado, sino otro más de los tantos inventos del hombre. Y tal vez del animal, por qué no, o incluso las plantas; es difícil de sostener en términos de “tradición”, pero ciertamente todo el mundo de los vivos y de los no tanto mantiene recurrencias y comportamientos repetitivos generación tras generación. Pero, como sea, la tradición es un invento; en un lugar puede haber una tradición X1, absolutamente aberrante para la tradición X2 de otro lugar diferente. Las religiones y las ideologías y las disciplinas colisionan todas mediadas por sus propias tradiciones, que determinan ese extraño vínculo entre “bien” y “verdad” que da lugar a “lo que se puede hacer, y cuándo”.

    Pero me interesa un aspecto particular de ese concepto de tradición como tecnología: el para qué sirve. Concretamente, con el paso de los años, mi sensación es que hay un uso de la tradición que fue correctamente explotado por algunos actores sociales, y que por accidentes de la modernidad no supo ser mejor leido por otros: la tradición como forma de defensa. Esto es algo extraño, difícil de plantear, pero que por cuestiones gremiales pude vivir en carne propia en reiteradas oportunidades. Sucede que en el mundo del IT, recurrente y constantemente vivimos un conflicto aparentemente eterno entre novedad y obsolecencia. Nosotros, los trabajadores de las tecnologías de la información, nos enfrentamos a la vorágine de necesitar actualizar nuestro conocimiento a un ritmo que nos dificulta un segundo tiempo para implementarlos, al punto tal de a veces llegar hasta a hacerlo imposible. Y no sólo es un problema de velocidades, sino también de voluntades: las empresas con poder de manipulación de los mercados tecnológicos imponen sus propios tiempos, además de los tiempos de la competencia entre empresas, a los cuales nosotros los trabajadores nos tenemos que adecuar. De esta manera, una y otra vez nos vemos obligados a implementar nuevos patrones, y estar al día con tendencias, y actualizar versiones se software productivo, todo sin tener una necesidad real de llevarlo adelante para mejorar ningún proceso ni mejorar ningún modelo abstracto de nuestro negocio: simplemente para “mantenerlo al día”. Y las virtudes más frecuentes detrás de estar al día es “no perder soporte” desde la perspectiva empresarial, y “conseguir trabajo” desde la perspectiva del trabajador: dos determinismos absolutamente mercantiles, determinados por terceros con poder de control sobre los mercados. Esto es, así planteado, algo extrañamente representativo de algunos aspectos de la economía mundial contemporánea.

    Entonces, en IT, lo que vivimos es la necesidad de tradiciones. Tanto trabajadores como empresas nos encontramos expuestos a los vaivenes de otros actores poderosos del gremio, en buena medida por la falta de tradiciones; o bien, si se quiere, por la instalación de ciertas otras tradiciones que no son precisamente creadas en virtud de los intereses de trabajadores o de empresas pequeñas ni medianas. Los ritmos del “estar al día” es apenas uno de los problemas tradicionales de Sistemas; hay otros, que también pueden entenderse como un problema de tradiciones. Y, precisamente, en concordancia con la ausencia de tradiciones, “Sistemas” o “IT” es un gremio jóven, de apenas algunas pocas décadas, usualmente tildado de “apolítico” o con una cuota de participación política apenas reciente o novedosa. La militancia en Sistemas siempre fue vista como algo marginal en comparación con discusiones vinculadas a “rendimientos” o “modos productivos del quehacer”. Y la tradición, coherentemente con las ideas modernas de la constante vanguardia, o la idea contemporánea empresarial o liberal de la constante innovación como pilar del desarrollo, es más bien despreciada en este gremio, en favor de explorar siempre la novedad, sea eso lo que sea.

    Pero entendiéndola como tecnología, como algo que inventamos, la tradición se hace compatible tanto con la innovación y el progreso como también con la protección de la comunidad. Y esto es algo que también empezó a percibirse en Sistemas no hace mucho tiempo atrás. El ejemplo más claro está en la militancia de la Free Software Foundation, una organización explícitamente política, que no busca intereses económicos sino de orden político, y la cuál dió lugar a revoluciones tecnológicas y culturales; hoy el sistema operativo GNU y el kernel Linux son ejemplos de vanguardia tecnológica, innovación, triunfo mercantil, y progreso, aún cuando sus modos de distribución y desarrollo están determinados por estrictos principios que se traducen en tradiciones filosóficas de cómo construir software.

    Precisamente, viendo la historia de la FSF y de GNU/Linux, se puede apreciar cómo ciertos conflictos de orden político y cómo la militancia determina espacios como la tecnología, sin necesidad de ponerse a hacer una trabajosa y costosa arqueología: los datos son recientes, y están todos accesibles en internet. El trabajo de la FSF dió lugar al movimiento por el software libre, un movimiento de derechos humanos, que determinó modelos legales de licencias de software, y generó herramientas tecnológicas, y generó divergencias políticas (como el movimiento “open source”), todo al caso de sostener esos derechos de las personas. Y se vé también claramente cómo cualquier intento de atentar contra alguna de las tradiciones del Software Libre, o incluso Open Source, genera intensos y acalorados debates, cuando no directamente conflictos que determinan nuevos desarrollos y herramientas y demases. Otro nuevo círculo virtuoso, pero esta vez con los derechos humanos y no con el capitalismo, que no sólo es igualmente exitoso, sino que pone en jaque monopolios comerciales capitalistas: hoy GNU/Linux es el estandar detrás de todo lo que sostiene Internet, y el kernel Linux hace funcionar a la gigantezca mayoría de la tecnología de computación móvil (todo dispositivo con sistema operativo Android, por ejemplo). No es raro, de hecho, que desde los espacios empresariales que sostienen preceptos más liberales, se tilde de “comunistas” a los militantes de la FSF.

    En sistemas, día a día vivimos cómo es que algunas tradiciones nos protegen de los cambios. Lo cuál en principio es una forma de conservadurismo, pero que no necesariamente se traduce en eso. Del mismo modo que la constante vanguardia moderna no se leía a sí misma como una “tradición” (porque, precisamente, para ellos el tradicionalismo era algo a superar), las vanguardias del IT no se consideran “tradiciones”; pero ambas instalan principios, que determinan eventualmente tradiciones, que protegen a quienes los implementan de cambios indeseables. Lo que hicieron los modernos no es eliminar la tradición, sino instalar una nueva, que los protegía de cosas anteriores (o, más exactamente, cosas indeseables, a secas). Lo mismo sucede con cualquier principio filosófico, ya sea que esa constituya su función, o que sea apenas un accidente. Por las buenas o por las malas, los principios se traducen en tradiciones, y las tradiciones operan como protección contra aquello contrario a los principios. Si tuviéramos sólo principios, sin que se constituyeran en tradiciones, los mismos podrían ser gratuitamente alterados sin mayores problemas, y sin tener así significancia histórica alguna (o “política”, o “social”, o “cultural”); los principios sin tradición serían poco más que lo que a alguien se le antojara decir en algún lugar y por alguna razón, y no tendrían mayor peso que cualquier otra palabra. Los principios se sostienen a partir de las tradiciones, y estas se sostienen porque tienen usos concretos para los involucrados.

    Así, con esa idea en la cabeza, llego hasta esta otra reflexión: las derechas instalan ciertas tradiciones en lugar de otras. Necesitan que sólo ciertas cosas sean pensables como posibles o deseables. Esa es la razón por la que pueden tener la vaca de la ciencia atada, mientras al mismo tiempo siguen siendo sectores sumamente vinculados al poder religioso, mientras al mismo tiempo que sostienen ideas tricentenarias (que para cualquier vanguardia ya no serían obsoletas sino directamente fósiles) se permiten hablar de constante innovación. Por esto no tienen problema con asimilar la ciencia o el catolicismo, pero sí con el cuestionamiento al orden social. Y por esto también se pueden explicar cosas como que las ciencias humanas se entienden hoy en día como conocimiento de segunda frente a las matemáticas u otras ciencias, coincidentemente, politicamente conservadoras. Las dererchas han sido hábiles, desde una posición de poder, para manipular la tradición como modo de defensa; y desde ahí es desde donde necesita su propio tren de la historia, imparable e inevitable, disfrazado de montaña rusa que no va hacia ningún lado.

    Tener tradiciones es como tener ropas o casas, cosas básicas que construimos generacionalmente. Las tradiciones son inventos, tan centrales y útiles como muchos otros inventos. Y como tantas, incontables otras cosas, la derecha pretende que eso esté sometido al mercado, y no que sean derechos. Mi hipótesis: las vanguardias y los movimientos de izquierdas contemporáneos tienen que aprender a rescatar este aspecto cultural de la tradición, que funciona como escudo del liberalismo, no sólo para aprender a defenderse, sino también para entender cómo destruirlo.

Por qué “Feels Theory”

| April 30th, 2018

    Hace algunas semanas atrás publiqué Feels Theory y, debido a que lo escribí con mucho apuro (aprovechando mis vacaciones), una de las cosas que sacrifiqué fueron muchas explicaciones. Una de ellas es la razón misma del nombre que planteo para esa línea de investigación o pensamiento que desarrollé en el libro. Y hoy puedo aprovechar otro feriado para dejar anotada una breve explicación.

    En Internet, se acuñó el término “feels” como una representación genérica que engloba sensaciones y sentimientos. Parte de la definición implica que frecuentemente esos sentimientos no se pueden explicar, o muestran dificultades para hacerlo, y de hecho que también pueden llegar a sobrecargar la capacidad sensorial de una persona. Así, se vuelven fácilmente algo que nos somete, y que no podemos evitar.

    No estoy seguro si primero fue el huevo o la gallina, pero eventualmente se estandarizó de facto que la imagen universal para los feels es Wojak, el tipo que puse en la tapa de mi libro, en diferentes situaciones. Esto es fácil de curiosear, haciendo una simple búsqueda de imágenes.

    Mis ideas sobre la verdad me llevan a plantearla en el plano de los sentidos, como un elemento básico para la supervivencia y la adaptación al mundo; y que, precisamente, no podemos evitar. No podemos apagar la vista: apenas sí podemos cerrar los ojos; podemos taparnos los oidos, pero no dejar de escuchar; no podemos apagar la piel, no podemos apagar la lengua, y en todo caso si algo de eso sucediera estaríamos hablando de lo que llamamos enfermedad o discapacidad: una forma de lo excepcional, no de la norma, y en términos despectivos. Se supone que no podamos apagar nuestros sentidos, se supone que así funcionemos; se supone que si explicamos a alguien que no podemos apagar nuestros sentidos, fácilmente ese otro nos entiende, porque también vive la misma situación. Es una condición perfectamente explicada en los mismos términos que los “feels” de Wojak.

    Pero desde los sentidos, también paso a los sentimientos. Porque, si bien le otorgo a un aspecto de la verdad el caracter de “sentido”, también lo hago en términos un poco más sofisticados que el tacto o la vista. En mi libro, esbozo brevemente y sin mucho detalle un mecanismo de la percepción que afecta directamente a la sentimentalidad, y donde la verdad en tanto que fenómeno tiene un rol central. Allí, algo que sentimos falso o verdadero determina una cascada de sensaciones y sentimientos: miedos, enojos, alivios, maravilla, indiferencia, incredulidad, curiosidad… muchas cosas están mediadas por su “sentido”. Y ese “sentido”, que a primera vista pareciera más de orden gramatical o semántico que biológico o psicológico, afirmo yo, lo sentimos en el cuerpo casi exactamente de la misma manera que lo hacemos con otros “sentidos”, tales como el olfato o el oido. Porque, al menos a alto nivel, no es diferente sentir un sabor muy fuerte y reaccionar al caso, que sentir algo muy falso y reaccionar al caso. No es diferente sentir un ruido incómodo que una verdad incómoda. Es algo que nos llega, y que inmediatamente sentimos.

    Estas cosas que sostengo mezclan muchas líneas de pensamiento y ejes de lectura. Es complicado. Pero también es de fácil acceso, inmediato. Por esto aproveché el fenómeno contemporáneo de posverdad, tan en boga, que denuncia cómo es que preferimos nuestros sentimientos a las verdades cuando tenemos que tomar decisiones, como si eso fuera algo pecaminoso o irracional. Pero al ser un fenómeno tan abarcativo, y al estar mediado por tanta disciplina y teoría habida y por haber, puede llegar a ser difícil encarar el tema en su conjunto.

    Yo intenté llevar adelante esa aventura con mi libro. Y no sólo eso, sino que en todo momento pretendí respetar el caracter político del problema que planteo: una forma de entender cómo funciona la gente, para responder a inquietudes políticas de un mundo en crisis. Así fue que, siguiendo esos pasos, resolví que los feels son una adecuada representación genérica del objeto que pretendo estudiar: es un término acuñado, no en la academia, sino en la calle; es un término acuñado por mi generación, lo cuál es apropiado para intentar responder a problemas políticos históricos con ideas novedosas; es un término que une un poco de ironía o sarcasmo, con un poco de sincera sentimentalidad; y es, además, un término con el potencial de ser sumamente productivo (y para comprobar esto alcanza con ver aquella búsqueda de imágenes en un párrafo anterior), aun en su ambigüedad, tal y como mi planteo teórico. Los feels, así, se convierten en el testimonio de una generación que presta atención a estas cosas, y Wojak en un avatar de la empatía.

    Me tomo unos pocos minutos para dejar una pequeña reflexión, apenas como nota.

    En el libro que publiqué recientemente, en varias oportunidades pido disculpas por vaguedades, a sabiendas de que aquél concepto que trato es mucho más complejo de lo que planteo, como un gesto de buenos modales y una anotación al caso de que mi teoría apenas roza ese lugar que se encuentra atravesando. Pero lo cierto es que esas disculpas tienen también como fundamento el miedo que me da el lector.

    Un día me encontré a mi mismo escribiendo filosofía. Es algo a lo que la vida me llevó y recién comienzo a hacerme cargo. Y sucede que no tengo ninguna formación al caso: trabajo de devops, y estudié Letras y Robótica. En ningún caso siquiera se insinúa “filósofo”. Entonces me imagino que de repente a mi libro lo lee algún filósofo en serio, alguien realmente preparado para las aventuras en las que yo me metí sin saber mucho lo que estaba haciendo, y la idea me genera una profunda y aterradora vergüenza.

    Tengo dos cosas para decir al respecto de ese miedo.

    La primera, una que comenzara como nota al pié en un capítulo que ya no recuerdo, de la que Rodrigo Baraglia más tarde me dijera “esto tiene que salir de nota al pié, y tiene que estar bien central en el cuerpo”. Se trata del párrafo que dejé anotado en la página inicial del libro, antes del índice, y que habla sobre mi compromiso ético con la voz del trabajador.

    Y es que reniego de las condiciones que las academias y nuestras culturas modernas nos han impuesto a la hora de abrir la boca sobre lo que pensamos. Básicamente, se nos exigen credenciales para poder pensar, o defender nuestras ideas, en temáticas de orden académicas: porque en los medios o el discurso popular se trata de temas periféricos (por más centrales que puedan ser para la humanidad en general), y porque las academias se convirtieron en una especie de trituradora de gente que mezcla lo peor del elitismo, una falsa e hipócrita meritocracia muy de moda entre el discurso que proponen los ricos para las sociedades, y el aislamiento de cerrar los ojos a los problemas reales del contacto entre la academia y el pueblo por el hecho cruel de que los académicos necesitan también ganarse el plato de comida tanto hoy como el día de mañana.

    No se nos puede exigir a gente que trabaja lunes a viernes de 9 a 18 (sin sumar tiempos de viajes ni preparaciones, ni horas extras), tengamos después de eso la claridad mental, la energía, y el tiempo que exige acceder a una pequeña infinidad de autores y textos como condición de posibilidad de aprobar cada una de las decenas de asignaturas de cada materia, para recién después de eso tener alguna remota posibilidad de acceso al trabajo formalmente académico, para que sólo después de años de publish or perish tengamos la posibilidad de plantear nuestras propias ideas sin la amenaza de que se nos tome para la burla cuando no se nos ignore sistemáticamente. Cierto grado de competencias sociales serán siempre indudablemente necesarias, eso desde ya que lo concedo, pero esto es una situación absolutamente bizarra que sólo desvirtua el rol de las academias y las pone al servicio de los peores intereses en nuestras sociedades. Y es así como nosotros, los trabajadores asalariados, nos vemos excluidos de facto de los círculos de discusión universal, por la sencilla razón de dónde nos tocó nacer. Nuestros padres también fueron trabajadores, también vivieron el mismo aislamiento con respecto a ese mundo de conocimiento, la misma distancia con los temas académicos y la misma cercanía con cualquier otro tema impuesto por los gestores de la información en cada momento de sus vidas. Ellos jamás tuvieron las herramientas para transmitirnos los saberes que hacen posible el trabajo intelectual; las cuales resultaron, al menos para mí, mucho más complicadas de manejar de lo que hubiera imaginado en un principio. Como si fuera poco, mientras más nos metemos en ese mundo, más nos alejamos de todo lo demás, incluyendo nuestras familias y amigos. Con lo cuál, la aventura académica se transforma de repente en una experiencia insoportablemente dolorosa y escandalosamente dañina, al punto que los suicidios y los brotes psicóticos terminan siendo menos exóticos que algunas irregularidades climáticas que se pueden ver todos los años. Y ni empecemos a hablar de nuestra salud física, con el tiempo que nos queda para cuidar nuestro cuerpo.

    La segunda, más allá de los pormenores académicos, que determina mucho la idea de “escribir filosofía” y no tanto “escribir” en general, hay instaladas algunas cosas nefastas con las que también tenemos que lidiar. Desde los star systems editoriales hasta el control de la idea de “actualidad”, como ya está estudiado desde hace rato, la idea misma de “autor” tiene más cualidades peligrosas que felices. Nos jugamos el nombre, el cómo nos van a recordar, las cosas que vamos a poder o no hacer durante nuestra vida, o incluso las que vamos a padecer cuando alguien lea lo que tenemos para decir, y esa clase de problemas francamente nos pueden llegar a hacer cagar encima.

    Jamás tuve formación para ninguna de esas cosas. Las competencias o herramientas que adquirí al caso durante mi vida, fueron mayormente fruto de accidentes; que entre compañeros nos ayudemos, que me haya tocado vivir con Internet (muy productiva para transmitir ideas, protegiéndonos detrás del anonimato), que me haya cruzado con gente decente y paciente conmigo durante mi historia. Con cosas como esas es que finalmente me animo a publicar un libro. Pero que quede anotado que no tendría por qué ser así, ni para mí ni para nadie, y el trabajo tanto comunitario como intelectual ya debería estar integrado al quehacer elemental de cualquier persona del siglo XXI. Hay lógicamente grados de eso, pero ya es un tema del que tal vez hablaré en otro post; mi tiempo del almuerzo para escribir este, se terminó.

Feels Theory

| April 4th, 2018

    ¡Publiqué un libro! 😀

    Se llama Feels Theory, y le hice una página web para que lo pueda descargar cualquiera y gratis, acá: https://www.canta.com.ar/feels_theory.

Tapa del libro, hecha más o menos con los dientes y con los pies.

    El libro toma los temas que comenzara a trazar en aquel post sobre aleteistesia, los expande, y encara formalmente una línea de investigación, o una corriente epistemológica, o no se muy bien qué. La cuestión es que logré escribirlo durante mis vacaciones, y logré plantear una idea concreta a partir de mis intuiciones sobre la verdad.

    Cuando logre hacerme más tiempo, iré dejando notas al respecto de esos temas, y cosas que quedaron pendientes, y recortes, y otros etcéteras. Hasta entonces, puedo dar por inaugurada la teoría de los feels.