Me tomo unos pocos minutos para dejar una pequeña reflexión, apenas como nota.

    En el libro que publiqué recientemente, en varias oportunidades pido disculpas por vaguedades, a sabiendas de que aquél concepto que trato es mucho más complejo de lo que planteo, como un gesto de buenos modales y una anotación al caso de que mi teoría apenas roza ese lugar que se encuentra atravesando. Pero lo cierto es que esas disculpas tienen también como fundamento el miedo que me da el lector.

    Un día me encontré a mi mismo escribiendo filosofía. Es algo a lo que la vida me llevó y recién comienzo a hacerme cargo. Y sucede que no tengo ninguna formación al caso: trabajo de devops, y estudié Letras y Robótica. En ningún caso siquiera se insinúa “filósofo”. Entonces me imagino que de repente a mi libro lo lee algún filósofo en serio, alguien realmente preparado para las aventuras en las que yo me metí sin saber mucho lo que estaba haciendo, y la idea me genera una profunda y aterradora vergüenza.

    Tengo dos cosas para decir al respecto de ese miedo.

    La primera, una que comenzara como nota al pié en un capítulo que ya no recuerdo, de la que Rodrigo Baraglia más tarde me dijera “esto tiene que salir de nota al pié, y tiene que estar bien central en el cuerpo”. Se trata del párrafo que dejé anotado en la página inicial del libro, antes del índice, y que habla sobre mi compromiso ético con la voz del trabajador.

    Y es que reniego de las condiciones que las academias y nuestras culturas modernas nos han impuesto a la hora de abrir la boca sobre lo que pensamos. Básicamente, se nos exigen credenciales para poder pensar, o defender nuestras ideas, en temáticas de orden académicas: porque en los medios o el discurso popular se trata de temas periféricos (por más centrales que puedan ser para la humanidad en general), y porque las academias se convirtieron en una especie de trituradora de gente que mezcla lo peor del elitismo, una falsa e hipócrita meritocracia muy de moda entre el discurso que proponen los ricos para las sociedades, y el aislamiento de cerrar los ojos a los problemas reales del contacto entre la academia y el pueblo por el hecho cruel de que los académicos necesitan también ganarse el plato de comida tanto hoy como el día de mañana.

    No se nos puede exigir a gente que trabaja lunes a viernes de 9 a 18 (sin sumar tiempos de viajes ni preparaciones, ni horas extras), tengamos después de eso la claridad mental, la energía, y el tiempo que exige acceder a una pequeña infinidad de autores y textos como condición de posibilidad de aprobar cada una de las decenas de asignaturas de cada materia, para recién después de eso tener alguna remota posibilidad de acceso al trabajo formalmente académico, para que sólo después de años de publish or perish tengamos la posibilidad de plantear nuestras propias ideas sin la amenaza de que se nos tome para la burla cuando no se nos ignore sistemáticamente. Cierto grado de competencias sociales serán siempre indudablemente necesarias, eso desde ya que lo concedo, pero esto es una situación absolutamente bizarra que sólo desvirtua el rol de las academias y las pone al servicio de los peores intereses en nuestras sociedades. Y es así como nosotros, los trabajadores asalariados, nos vemos excluidos de facto de los círculos de discusión universal, por la sencilla razón de dónde nos tocó nacer. Nuestros padres también fueron trabajadores, también vivieron el mismo aislamiento con respecto a ese mundo de conocimiento, la misma distancia con los temas académicos y la misma cercanía con cualquier otro tema impuesto por los gestores de la información en cada momento de sus vidas. Ellos jamás tuvieron las herramientas para transmitirnos los saberes que hacen posible el trabajo intelectual; las cuales resultaron, al menos para mí, mucho más complicadas de manejar de lo que hubiera imaginado en un principio. Como si fuera poco, mientras más nos metemos en ese mundo, más nos alejamos de todo lo demás, incluyendo nuestras familias y amigos. Con lo cuál, la aventura académica se transforma de repente en una experiencia insoportablemente dolorosa y escandalosamente dañina, al punto que los suicidios y los brotes psicóticos terminan siendo menos exóticos que algunas irregularidades climáticas que se pueden ver todos los años. Y ni empecemos a hablar de nuestra salud física, con el tiempo que nos queda para cuidar nuestro cuerpo.

    La segunda, más allá de los pormenores académicos, que determina mucho la idea de “escribir filosofía” y no tanto “escribir” en general, hay instaladas algunas cosas nefastas con las que también tenemos que lidiar. Desde los star systems editoriales hasta el control de la idea de “actualidad”, como ya está estudiado desde hace rato, la idea misma de “autor” tiene más cualidades peligrosas que felices. Nos jugamos el nombre, el cómo nos van a recordar, las cosas que vamos a poder o no hacer durante nuestra vida, o incluso las que vamos a padecer cuando alguien lea lo que tenemos para decir, y esa clase de problemas francamente nos pueden llegar a hacer cagar encima.

    Jamás tuve formación para ninguna de esas cosas. Las competencias o herramientas que adquirí al caso durante mi vida, fueron mayormente fruto de accidentes; que entre compañeros nos ayudemos, que me haya tocado vivir con Internet (muy productiva para transmitir ideas, protegiéndonos detrás del anonimato), que me haya cruzado con gente decente y paciente conmigo durante mi historia. Con cosas como esas es que finalmente me animo a publicar un libro. Pero que quede anotado que no tendría por qué ser así, ni para mí ni para nadie, y el trabajo tanto comunitario como intelectual ya debería estar integrado al quehacer elemental de cualquier persona del siglo XXI. Hay lógicamente grados de eso, pero ya es un tema del que tal vez hablaré en otro post; mi tiempo del almuerzo para escribir este, se terminó.

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