Estoy fascinado con el trabajo de Geoff Knorr. Escuchen, por ejemplo, este elemento de la cultura cristiana clásica:
Ahora, escuchen qué hace Knorr cuando toma eso y lo pretende convertir en un ícono de la devoción y la gloria en el imperio bizantino:
Tomen, si gustan, este otro ejemplo. Un villancico japonés que, según cuenta la historia, las madres le cantaban a los niños en un pueblo de gente pobre, marcado por una sangrienta derrota en una guerra entre clanes:
Knorr lo convierte en este otro trabajo, para escenificar la entrada de Japón en la era industrial:
O este otro ejemplo, por qué no: Kalinka, una conocida canción popular rusa.
Knorr la toma como símbolo de la cultura rusa, y la transforma de la siguiente manera para contarnos lo que significa que Rusia entre en la era atómica:
Se me hace difícil imaginar un trabajo más respetuoso. Si se ponen a revisar, hay decenas de versiones de canciones trabajadas por Knorr, y cada una de ellas tiene una historia para contar. Observen, si dudan, lo que eligió para representar al pueblo de Alejandro: el epitafio de Seikilos. Búsquen su historia en internet, entéresen de lo que están escuchando. O como sucede con Temujin: Urtiin Duu, nada menos que una obra declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO. O lo que dedicó a Atila: Li Ling Si Han. Vayan a comparar contra sus originales, a leer lo que esas canciones están contando.
Pero como si fuera poco, Knorr las convierte deliberadamente en himnos épicos, cuando no directamente en odas al optimismo y la maravilla por la civilización. En apenas un par de minutos, el tipo es capaz de devolverle a uno la fé en la humanidad, y con su trabajo es imposible no emocionarse.
Precisamente, ese último detalle me tiene hipnotizado, como ya me pasara hace tantos años atrás. Por aquellas épocas, mis intuiciones y elucubraciones me decían que era posible comprender los secretos de cómo funciona la verdad, para finalmente automatizar el entendimiento. Knorr me hace sentir que hay poderosas…
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