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    La imposibilidad de escenificar la ilusión, es del mismo tipo que la imposibilidad de rescatar un nivel absoluto de realidad. La ilusión ya no es posible porque la realidad tampoco lo es. Éste es el planteamiento del problema político de la parodia, de la hipersimulación o simulación ofensiva. Toda negatividad política directa, toda estrategia de relación de fuerzas y de oposición, no es más que simulación defensiva y regresiva. (…) La transgresión, la violencia, son menos graves, pues no cuestionan más que el reparto de lo real. La simulación es infinitamente más poderosa ya que permite siempre suponer, más allá de su objeto, que el orden y la ley mismos podrían muy bien no ser otra cosa que simulación (recordar el engaño de Urbino).

    Dentro de esta imposibilidad de aislar el proceso de simulación hay que constatar el peso de un orden que no puede ver ni concebir más que lo real, pues sólo en el seno de lo real puede funcionar. Un delito simulado, si ello puede probarse, será o castigado ligeramente (puesto que no ha tenido consecuencias), o castigado como ofensa al ministerio público (por ejemplo, si se ha hecho actuar a la policía «para nada»), pero nunca será castigado como simulación pues, en tanto que tal, no es posible equivalencia alguna con lo real y, por tanto, tampoco es posible ninguna represión. El desafío de la simulación es inaceptable para el poder, ello se ve aún más claramente al considerar la simulación de virtud: no se castiga y, sin embargo, en tanto que simulación es tan grave como fingir un delito. La parodia, al hacer equivalentes sumisión y transgresión, comete el peor de los crímenes, pues anula la diferencia en que la ley se basa. El orden establecido nada puede en contra de esto, está desarmado ya que la ley es un simulacro de segundo orden mientras que la simulación pertenece al tercer orden, más allá de lo verdadero y de lo falso, más allá de las equivalencias, más allá de las distinciones racionales sobre las que se basa el funcionamiento de todo orden social y de todo poder. Es pues ahí, en la ausencia de lo real, donde hay que enfocar el orden, no en otra parte.

    Por eso el orden escoge siempre lo real. En la duda, prefiere siempre la hipótesis de lo real (en el ejército se prefiere tomar al que finge por verdadero loco), aunque esto se va haciendo cada vez más difícil, pues si resulta prácticamente imposible aislar el proceso de simulación a causa del poder de inercia de lo real que nos rodea, también ocurre lo contrario (y esta reversibilidad forma parte del dispositivo de simulación e impotencia del poder), a saber, que a partir de aquí deviene imposible aislar el proceso de lo real, incluso se hace imposible probar que lo real lo sea.

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    La única arma absoluta del poder consiste en impregnarlo todo de referentes, en salvar lo real, en persuadirnos de la realidad de lo social, de la gravedad de la economía y de las finalidades de la producción. Para lograrlo se desvive, es lo más claro de su acción, en prodigar crisis y penuria por doquier. «Tomad vuestros deseos por la realidad» puede llegar a entenderse como un eslogan desesperado del poder. En un mundo sin referencias, la referencia del deseo, o incluso la confusión del principio de realidad y del principio de deseo, son menos peligrosas que la contagiosa hiperrealidad. Quedamos entre principios y en esta zona el poder siempre tiene razón. La hiperrealidad y la simulación disuaden de todo principio y de todo fin y vuelven contra el poder mismo la disuasión que él ha utilizado tan hábilmente durante largo tiempo. Pues, en definitiva, el capital es quien primero se alimentó, al filo de su historia, de la desestructuración de todo referente, de todo fin humano, quien primero rompió todas las distinciones ideales entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, para asentar una ley radical de equivalencias y de intercambios, la ley de cobre de su poder. Él es quien primero ha jugado la baza de la disuasión, de la abstracción, de la desconexión, de la desterritorialización, etc., y si él es quien viene fomentando la realidad, el principio de realidad, él es también quien primero lo liquidó con la exterminación de todo valor de uso, de toda equivalencia real de la producción y la riqueza, con la sensación que tenemos de la irrealidad de las posibilidades y la omnipotencia de la manipulación. Ahora bien, esta lógica misma es la que, al radicalizarse, está liquidando hoy por hoy al poder, el cual no intenta otra cosa que frenar semejante espiral catastrófica secretando realidad a toda costa, alucinando con todos los medios posibles un último brillo de realidad sobre el que fundamentar todavía un brillo de poder (pero no logra otra cosa que multiplicar sus signos y acelerar el papel de la simulación). Mientras la amenaza histórica le vino de lo real, el poder jugó la baza de la disuasión y la simulación desintegrando todas las contradicciones a fuerza de producción de signos equivalentes. Ahora que la amenaza le viene de la simulación (la amenaza de volatilizarse en el juego de los signos), el poder apuesta por lo real, juega la baza de la crisis, se esmera en recrear posturas artificiales, sociales, económicas o políticas. Para él es una cuestión de vida o muerte, pero ya es demasiado tarde.

    De ahí la histeria característica de nuestrotiempo: la de la producción y reproducción de lo real. La otra producción, la de valores y mercancías, la de las buenas épocas de la economía política, carece de sentido propio desde hace mucho tiempo. Aquello que toda una sociedad busca al continuar produciendo, y superproduciendo, es resucitar lo real que se le escapa. (…) Y así, el hiperrealismo de la simulación se traduce por doquier en el alucinante parecido de lo real consigo mismo.

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    De Jean Baudrilliard, Cultura y Simulacro.

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