Desde hace algunos meses, estoy manejando algunas ideas insistentes sobre el concepto de tradición, que necesito empezar a dejar anotadas. Y, como siempre, el trabajo ante esa situación es darle forma a todas esas sensaciones.

    En líneas generales, siempre le escapé a la tradición como a alguna especie de peste. Y es que siempre tuve, incluso en la más plena ignorancia sobre el asunto, un espíritu incuestionablemente moderno. Desde chiquito renegué de la religión y el comportamiento acrítico, y nada me parecía más espectacular que las vanguardias. Con el paso de los años me fui encontrando con conceptos mucho más sofisticados, como la idea del dogma, o la idea misma de la ciencia en términos técnicos. Allí, me sentí como en casa. Pero frente a innumerables eventos y fenómenos contemporáneos o tal vez recientes de orden político y social, me veo en la necesidad de repensar mi posición al respecto de la tradición.

    Lo primero que me interesa marcar es la relación entre tradición y modernidad. Como en muchas otras oportunidades, hago mías palabras de Foucault, trayendo este pequeño extracto de Wikipedia:

(…)

    In the view of Michel Foucault (1975) (classified as a proponent of postmodernism though he himself rejected the “postmodernism” label, considering his work as a “a critical history of modernity”—see, e.g., Call 2002, 65), “modernity” as a historical category is marked by developments such as a questioning or rejection of tradition; the prioritization of individualism, freedom and formal equality; faith in inevitable social, scientific and technological progress, rationalization and professionalization, a movement from feudalism (or agrarianism) toward capitalism and the market economy, industrialization, urbanization and secularization, the development of the nation-state, representative democracy, public education (etc) (Foucault 1977, 170–77).

(…)

    Allí, como primer ítem, se menciona a la modernidad como un momento histórico de cuestionamiento y rechazo hacia la tradición. En parte por el ímpetu del constante cambio, de la mano del progreso científico y tecnológico, y en parte por el diagnóstico de que la religión era responsable de una importante porción de los problemas sociales, la tradición era de repente vista como una expresión de cosmovisiones primitivas, cuando no directamente de dogmas, los cuales debían ser superados en el imparable camino del progreso. La religión era una cosa irracional, incompatible con el nuevo mundo de los hombres, y un lastre de la historia que irremediablemente iba a ser eliminado con el curso de los años. Y la tradición, en buena medida, se veía cuestionada como uno más de esos pensamientos obsoletos, por irracionales, y por ignorantes de las nuevas verdades. Para la parte más cientificista de la modernidad, entonces, la tradición tenía pocas diferencias con la religión, más allá de ser conceptos sensiblemente diferentes.

    El progreso traía consigo la idea del constante cambio y la constante innovación. Esto trajo cambios absolutamente revolucionarios para la humanidad entera, con sus respectivas consecuencias políticas, llegando a la cumbre de este proceso durante el curso del siglo XX. Pero no se puede dejar de hablar de modernidad sin mencionar también el desarrollo de la economía capitalista.

    Frente a la idea vanguardista de la constante novedad como necesareidad histórica, se desarrolló en términos políticos aquello que hoy llamamos “mercado”, y fue uno de los pilares del desarrollo tecnológico. Las palabras “industria”, “desarrollo”, o incluso tal vez hasta “democracia”, por cuestiones históricas quedan directamente ligadas al sistema capitalista en virtud de su caracter moderno. Y es que la tecnología y el mercantilismo se retroalimentaron de manera virtuosa; al menos, desde sus respectivas perspectivas.

    Sin embargo, esa parte central de la idea de “progreso” que constituye el “constante cambio” generó también divergencias, también retroalimentadas por otros aspectos de la modernidad como el antropocentrismo, las cuales llegaron del mismo modo a ver sus cumbres durante el siglo XX. El positivismo fue criticado duramente, dando lugar a diferentes posiciones epistemológicas; el mercantilismo fue también duramente criticado, llamando la atención sobre sus impactos sociales y ambientales; y así tuvieron lugar, dentro de las vanguardias científicas y políticas, los socialismos. Y fueron esas mismas vanguardias socialistas, envalentonadas por su espíritu incuestionablemente moderno (y por lo tanto legítimo y verdadero), que crearon esa idea hoy en ruinas, que fue “el tren de la historia”; la certeza de que, más tarde o más temprano, porque así lo dictaminaba el curso de la historia, inevitablemente todos vamos a vivir en un mundo socialista, y cualquier intento en otras direcciones es poco más que una pérdida de tiempo. Así llegamos al muro de Berlín, y hoy se habla del fín de la historia. Aquellas ideas socialistas se encuentran derrotadas frente a la verdad capitalista, y los únicos que parecen tener autoridad para hablar con certidumbres en términos políticos parecieran ser los defensores de los preceptos mercantiles (o sea, las derechas); cualquier mención a los socialismos hoy en día es prácticamente un anacronismo, y “mirar hacia el futuro” consiste en estudiar al mercado.

    Pero, curiosamente, es un tanto contradictorio pensar eso como una posición moderna. Me refiero a la relación contemporánea entre capitalismo y verdad. Sucede que hoy en día se insiste con instalar la idea de “innovación” como pilar universal del desarrollo, ya sea que se hable de una nación-estado o que se esté hablando del crecimiento espiritual, en sintonía con aquel espíritu moderno del progreso y el constante cambio, sumado a cierto darwinismo vulgar que deja a uno también bien parado en términos modernos de cara a la religión, y el dogma, y la tradición. Pero no por eso deja de ser una posición menos dogmática, o acrítica, o hasta incluso tradicional; al punto tal que a las derechas se las llama popularmente “conservadores” (y no necesariamente como un término despectivo, aunque frecuentemente pueda ser el caso). Y acá es donde la actualidad se vuelve tramposa; porque corrompe todos los preceptos modernos, con especial excepción de aquel que llamara a la racionalidad.

    Sucede que la derecha sostiene algunos principios, no como políticos, sino como verdades. Para sostener sus principios como verdad, cuando no le echa la culpa a la ciencia y el progreso tecnológico, le echa la culpa a la historia y la derrota empírica del socialismo durante el siglo XX. Habla de virtudes, pero no de defectos, de las dinámicas mercantiles, y sigue sosteniendo la idea a esta altura oxidada y recalcitrante de “progreso” que, extrañamente contraria al espíritu moderno, ya tiene como trescientos años. De repente, los avatares del capitalismo, ese componente del círculo virtuoso que en otra época diera lugar a la modernidad retroalimentando el progreso tecnológico, se comportan más bien como tradicionalistas o evangelizadores, que vienen a revelarnos la esotérica verdad absoluta de la sociedad y del mundo, de la mano de la Economía. Y es doblemente curiosa la histórica y constante convivencia entre derecha y poder religioso, y entre derecha y aristocracia (hoy más bien plutocracia), al mismo tiempo que la derecha se pretende cercana a la ciencia y al republicanismo democrático.

    En este punto del planteo corresponde una pausa, sensiblemente divergente, para pensar un poquito más la cuestión de la tradición. En particular, la relación entre tradición y cultura. Y nos encontramos con el siguiente fenómeno: hay cultura en la repetición y en la norma. Parte de la definición misma de cultura implica tradición de una manera u otra. Y esto se vislumbra claramente en un problema interno e histórico de la modernidad: eventualmente, cualquier recurrencia social puede entenderse como una forma de la tradición, y el método científico no es ajeno a eso. En buena medida, lecturas que siguieron por ese camino llegaron a la crisis positivista. Hay algo de acrítico y hasta religioso en la idea misma del progreso, y por lo tanto de dogmática en la idea de su necesareidad histórica. Y este aspecto es algo peligrosamente similar en los discursos de izquierdas y derechas: aún después del supuesto fín de la historia, siguen fantaseando con el tren de la historia, y esas vías que ya están determinando el camino, y esa locomotora que nadie puede frenar. La unión soviética convirtió ese vértigo de la velocidad del tren en un fatalismo más bien melancólico, del que el liberalismo parece ser todavía impermeable cuando se comporta exactamente de la misma manera en términos epistemológicos.

    Pero también tenemos en la noción de cultura un problema externo de la modernidad: las tradiciones son el aglutinador de pueblos y culturas. Las tradiciones establecen éticas y morales, y esquivando o negando a la tradición perdemos buena parte del poder de determinar qué está bien y qué está mal en una sociedad. Y esto es clave, en un mundo donde la principal crítica política pasa directamente por la ética.

    Así llegamos al punto donde puedo dar lugar a la idea que quiero traer en este post: la tradición como forma de tecnología. Sucede que las tradiciones no son algo dado, sino otro más de los tantos inventos del hombre. Y tal vez del animal, por qué no, o incluso las plantas; es difícil de sostener en términos de “tradición”, pero ciertamente todo el mundo de los vivos y de los no tanto mantiene recurrencias y comportamientos repetitivos generación tras generación. Pero, como sea, la tradición es un invento; en un lugar puede haber una tradición X1, absolutamente aberrante para la tradición X2 de otro lugar diferente. Las religiones y las ideologías y las disciplinas colisionan todas mediadas por sus propias tradiciones, que determinan ese extraño vínculo entre “bien” y “verdad” que da lugar a “lo que se puede hacer, y cuándo”.

    Pero me interesa un aspecto particular de ese concepto de tradición como tecnología: el para qué sirve. Concretamente, con el paso de los años, mi sensación es que hay un uso de la tradición que fue correctamente explotado por algunos actores sociales, y que por accidentes de la modernidad no supo ser mejor leido por otros: la tradición como forma de defensa. Esto es algo extraño, difícil de plantear, pero que por cuestiones gremiales pude vivir en carne propia en reiteradas oportunidades. Sucede que en el mundo del IT, recurrente y constantemente vivimos un conflicto aparentemente eterno entre novedad y obsolecencia. Nosotros, los trabajadores de las tecnologías de la información, nos enfrentamos a la vorágine de necesitar actualizar nuestro conocimiento a un ritmo que nos dificulta un segundo tiempo para implementarlos, al punto tal de a veces llegar hasta a hacerlo imposible. Y no sólo es un problema de velocidades, sino también de voluntades: las empresas con poder de manipulación de los mercados tecnológicos imponen sus propios tiempos, además de los tiempos de la competencia entre empresas, a los cuales nosotros los trabajadores nos tenemos que adecuar. De esta manera, una y otra vez nos vemos obligados a implementar nuevos patrones, y estar al día con tendencias, y actualizar versiones se software productivo, todo sin tener una necesidad real de llevarlo adelante para mejorar ningún proceso ni mejorar ningún modelo abstracto de nuestro negocio: simplemente para “mantenerlo al día”. Y las virtudes más frecuentes detrás de estar al día es “no perder soporte” desde la perspectiva empresarial, y “conseguir trabajo” desde la perspectiva del trabajador: dos determinismos absolutamente mercantiles, determinados por terceros con poder de control sobre los mercados. Esto es, así planteado, algo extrañamente representativo de algunos aspectos de la economía mundial contemporánea.

    Entonces, en IT, lo que vivimos es la necesidad de tradiciones. Tanto trabajadores como empresas nos encontramos expuestos a los vaivenes de otros actores poderosos del gremio, en buena medida por la falta de tradiciones; o bien, si se quiere, por la instalación de ciertas otras tradiciones que no son precisamente creadas en virtud de los intereses de trabajadores o de empresas pequeñas ni medianas. Los ritmos del “estar al día” es apenas uno de los problemas tradicionales de Sistemas; hay otros, que también pueden entenderse como un problema de tradiciones. Y, precisamente, en concordancia con la ausencia de tradiciones, “Sistemas” o “IT” es un gremio jóven, de apenas algunas pocas décadas, usualmente tildado de “apolítico” o con una cuota de participación política apenas reciente o novedosa. La militancia en Sistemas siempre fue vista como algo marginal en comparación con discusiones vinculadas a “rendimientos” o “modos productivos del quehacer”. Y la tradición, coherentemente con las ideas modernas de la constante vanguardia, o la idea contemporánea empresarial o liberal de la constante innovación como pilar del desarrollo, es más bien despreciada en este gremio, en favor de explorar siempre la novedad, sea eso lo que sea.

    Pero entendiéndola como tecnología, como algo que inventamos, la tradición se hace compatible tanto con la innovación y el progreso como también con la protección de la comunidad. Y esto es algo que también empezó a percibirse en Sistemas no hace mucho tiempo atrás. El ejemplo más claro está en la militancia de la Free Software Foundation, una organización explícitamente política, que no busca intereses económicos sino de orden político, y la cuál dió lugar a revoluciones tecnológicas y culturales; hoy el sistema operativo GNU y el kernel Linux son ejemplos de vanguardia tecnológica, innovación, triunfo mercantil, y progreso, aún cuando sus modos de distribución y desarrollo están determinados por estrictos principios que se traducen en tradiciones filosóficas de cómo construir software.

    Precisamente, viendo la historia de la FSF y de GNU/Linux, se puede apreciar cómo ciertos conflictos de orden político y cómo la militancia determina espacios como la tecnología, sin necesidad de ponerse a hacer una trabajosa y costosa arqueología: los datos son recientes, y están todos accesibles en internet. El trabajo de la FSF dió lugar al movimiento por el software libre, un movimiento de derechos humanos, que determinó modelos legales de licencias de software, y generó herramientas tecnológicas, y generó divergencias políticas (como el movimiento “open source”), todo al caso de sostener esos derechos de las personas. Y se vé también claramente cómo cualquier intento de atentar contra alguna de las tradiciones del Software Libre, o incluso Open Source, genera intensos y acalorados debates, cuando no directamente conflictos que determinan nuevos desarrollos y herramientas y demases. Otro nuevo círculo virtuoso, pero esta vez con los derechos humanos y no con el capitalismo, que no sólo es igualmente exitoso, sino que pone en jaque monopolios comerciales capitalistas: hoy GNU/Linux es el estandar detrás de todo lo que sostiene Internet, y el kernel Linux hace funcionar a la gigantezca mayoría de la tecnología de computación móvil (todo dispositivo con sistema operativo Android, por ejemplo). No es raro, de hecho, que desde los espacios empresariales que sostienen preceptos más liberales, se tilde de “comunistas” a los militantes de la FSF.

    En sistemas, día a día vivimos cómo es que algunas tradiciones nos protegen de los cambios. Lo cuál en principio es una forma de conservadurismo, pero que no necesariamente se traduce en eso. Del mismo modo que la constante vanguardia moderna no se leía a sí misma como una “tradición” (porque, precisamente, para ellos el tradicionalismo era algo a superar), las vanguardias del IT no se consideran “tradiciones”; pero ambas instalan principios, que determinan eventualmente tradiciones, que protegen a quienes los implementan de cambios indeseables. Lo que hicieron los modernos no es eliminar la tradición, sino instalar una nueva, que los protegía de cosas anteriores (o, más exactamente, cosas indeseables, a secas). Lo mismo sucede con cualquier principio filosófico, ya sea que esa constituya su función, o que sea apenas un accidente. Por las buenas o por las malas, los principios se traducen en tradiciones, y las tradiciones operan como protección contra aquello contrario a los principios. Si tuviéramos sólo principios, sin que se constituyeran en tradiciones, los mismos podrían ser gratuitamente alterados sin mayores problemas, y sin tener así significancia histórica alguna (o “política”, o “social”, o “cultural”); los principios sin tradición serían poco más que lo que a alguien se le antojara decir en algún lugar y por alguna razón, y no tendrían mayor peso que cualquier otra palabra. Los principios se sostienen a partir de las tradiciones, y estas se sostienen porque tienen usos concretos para los involucrados.

    Así, con esa idea en la cabeza, llego hasta esta otra reflexión: las derechas instalan ciertas tradiciones en lugar de otras. Necesitan que sólo ciertas cosas sean pensables como posibles o deseables. Esa es la razón por la que pueden tener la vaca de la ciencia atada, mientras al mismo tiempo siguen siendo sectores sumamente vinculados al poder religioso, mientras al mismo tiempo que sostienen ideas tricentenarias (que para cualquier vanguardia ya no serían obsoletas sino directamente fósiles) se permiten hablar de constante innovación. Por esto no tienen problema con asimilar la ciencia o el catolicismo, pero sí con el cuestionamiento al orden social. Y por esto también se pueden explicar cosas como que las ciencias humanas se entienden hoy en día como conocimiento de segunda frente a las matemáticas u otras ciencias, coincidentemente, politicamente conservadoras. Las dererchas han sido hábiles, desde una posición de poder, para manipular la tradición como modo de defensa; y desde ahí es desde donde necesita su propio tren de la historia, imparable e inevitable, disfrazado de montaña rusa que no va hacia ningún lado.

    Tener tradiciones es como tener ropas o casas, cosas básicas que construimos generacionalmente. Las tradiciones son inventos, tan centrales y útiles como muchos otros inventos. Y como tantas, incontables otras cosas, la derecha pretende que eso esté sometido al mercado, y no que sean derechos. Mi hipótesis: las vanguardias y los movimientos de izquierdas contemporáneos tienen que aprender a rescatar este aspecto cultural de la tradición, que funciona como escudo del liberalismo, no sólo para aprender a defenderse, sino también para entender cómo destruirlo.

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