Otro texto random para el taller literario de Rodrigo Baraglia. Esta vez es una pequeña escena en un mundo ficcional de Bruno Pileggi.

 
 

El lugar era ruidoso y estaba lleno. El tipo igualmente alzaba la voz lo suficiente.

— No, señorita, escúcheme una cosa. Usted podrá estar acostumbrada… y seguramente algunos dirán “mal acostumbrada” pero ¡JA!, ¡Como si hubiera alguna otra forma de sobrevivir en estos tiempos que no sea acostumbrándose a las cosas! Haría bien en ignorar a todos esos imbéciles buenos para nada como yo lo hago; jamás ninguno de esos idiotas logró distinguir las cosas buenas de la vida frente a las mentiras de algún… —

El tipo bebió un largo trago.

— …¡Ahhhh!… Algún miserable embustero vendedor de ilusiones, de esos que tanto abundan por zonas como la nuestra. ¡Tenga esta bebida, por ejemplo! Todos sabemos que es basura. ¡Es agua sucia! Sólo es tolerable después del segundo vaso, y porque la lengua ya está suficientemente adormecida. ¡Probablemente hasta sea tóxica! ¿Verdad, Kepo? —

El cantinero respondió al comentario con un gesto obseno y sin indicios de haberle causado ninguna gracia. De inmediato continuó con su trabajo.

— ¿Vé lo que le digo, señorita? ¡Es lo que yo le digo! Aquí está lleno de idiotas que reniegan de la verdad, y son los mismos que le van a decir estupideces sobre cómo vivir. Esos idiotas también le van a decir que esta bebida en realidad es una exquisitez con grandes virtudes y que es necesario ser alguna especie de sabio conocedor para reconocerlas. ¡Pero es basura! ¡Tu cochina bebida es basura, Kepo, y tu también eres basura! —

El cantinero esta vez directamente lo ignoró.

— ¿Lo vé? Kepo no es precisamente muy brillante, pero con el tiempo aprendió a ignorar a sus clientes. ¡Eso es el acostumbramiento! ¡Y pensar que llegan mil otros idiotas diciéndole que tiene que prestarle atención a los clientes! Uno no puede más que divertirse ante tanta estupidez. Pero bien, le decía, por acostumbrada que pueda usted estar a, ¿cómo llamarle? Esa especie de instinto de los extranjeros que los llevan a la diplomacia y a tener cuidado con lo que dicen… esas cosas aquí no van a servirle, señorita. Esto es el Marraquesh, y aquí sólo la franqueza es tolerada; cualquier otra cosa va a llevarla a despertar en un lugar desconocido y sin una sola moneda encima. — El tipo frenó un segundo su discurso para mirar de arriba a abajo a la jóven. — En su caso particular, probablemente también golpeada y violada. Pero, ¡Ey!, quién sabe, quizás estoy siendo un poco prejuicioso. No de usted, claro; me refiero a mis prestigiosos colegas aquí presentes.–

El tipo señaló a todo el establecimiento con sus brazos abiertos. Él estaba sólo sentado en la barra, y nadie más parecía responder a sus gestos. Siguió balbuceando algunas pocas cosas que la jóven no terminó de entender ni le interesó hacerlo. Luego terminó su vaso abrúptamente, lo golpeó contra la barra, y pidió otro más mediante un grito.

— ¿Cómo consiguió eso? — preguntó la jóven.

— ¡Jajajajaj! ¡Eso es, señorita! Veo que aprende rápido. ¡Esa es la franqueza a la que me refería! ¿Se dá cuenta toda la cháchara que nos hemos ahorrado yendo directamente al grano? ¡Cuántas idioteces tendríamos que haber tolerado! Uno no puede pasársela esquivando las cosas importantes como si fueran obstáculos, uno tiene que…

— Le hice una pregunta. —

— …encarar lo que importa como si la vida dependiera de ello. Su pregunta, claro, claro, disculpe, no querría irme por las ramas… — El cantinero le acercó su nuevo vaso y el tipo bebió de inmediato. — ¿Esto? Esto no es nada, señorita. Un recuerdo de un tiempo ahora oficialmente pasado. Verá, el muro de plata nunca fue más que una trampa para turistas. ¡Si ni siquiera era de plata! Y como todas las cosas brillantes, llamaba demasiado la atención. Un idiota le diría que quien llama la atención es porque tiene algo qué demostrar; pero nosotros sabemos que también puede ser porque tiene algo qué esconder. — Bebió otro largo trago. — ¡Ey, Kepo! ¿Acaso no es cierto que tienes aquél símbolo de la Trinidad colgado a la vista de todos, sólo para no tener que explicar que no crees una mierda y que hasta odias a los cochinos dioses? ¡Deberías también colgar cuadros de hombres y mujeres teniendo sexo para no tener que explicar cómo te llevas con tus animales! ¡Jajajajajaja! —

— ¿Y el muro de plata escondía algo? —

— ¡Es una forma de decir, señorita! ¡Una metáfora! ¡No lo tome tan literal! Verá, algunas cosas se esconden mejor a simple vista. ¿Qué mejor manera de esconder algo evidente, que tener algo gigantezco llamando la atención al lado? Aquí vienen… ¡Ja! ¡Venían!… visitas de todos los paises, generación tras generación, para conocer el estúpido muro, y mostrar respeto a los creadores, y traer tributos, y rezar plegarias… ¡Pero nunca fue más que un cochino muro! Y aún si fuera realmente de plata, ninguno de esos visitantes se llevó jamás una sola pepita. No, señorita, ese muro no tenía valor alguno. Lo verdaderamente valioso era su biblioteca. ¡Y estuvo siempre también a la vista de todos! Pero, qué otra cosa se puede esperar… cht, turistas… —

El tipo bebió otro trago, y dejó de hablar por un minuto, mirando su vaso.

— ¿Pero qué había en la biblioteca? —

— ¡Ja! ¡Libros, señorita! ¡Libros! ¿Qué otra cosa habría en una biblioteca? ¡Centenares de libros! Se dice que algunos de esos textos eran únicos y ni siquiera se encontraban copias en ninguna de las dos islas favoritas de todo el mundo. Y usted sabe cómo pueden llegar a ser los libros, ¿verdad?. Algunos de ellos son más crueles que los niños y que los ébrios. ¡Niños ebrios! Eso es lo que había en la biblioteca… —

— No respondió a mi pregunta. —

— Oh, claro, claro. Esto. Un recuerdo, señorita, nada más. ¿Qué otra función podría tener? Es lo único que pude salvar de aquel lugar.– Y, después de reflexionar un minuto, agregó: — ¡JA! ¡Mi vida claramente no cuenta! —

— ¿Usted estuvo allí? —

— ¡Era mi lugar! Está usted hablando con el sumo rector de la ya inexistente biblioteca de plata, al pié del legendario y difunto muro de plata. — Tomó otro trago, y sonrió con ironía. — ¿Sabe cuál es la parte más divertida? Esta ciudad sobrevivirá al asunto, a fuerza de imbéciles. Verá, del mismo modo que antes venían a conocer el muro, ¡no tenga ninguna duda que mañana vendrán a conocer sus ruinas! “Aquí había un muro” diran los visitantes, y traerán tributos, y dirán plegarias, y más tarde le contarán historias a sus más imbéciles amigos sobre la importante experiencia de haber visitado las ruinas del muro de plata… pero tenga por seguro que la biblioteca probablemente se pierda en la historia tan sólo en algunos pocos años. —

— ¿Y eso estaba en la biblioteca? —

— Claro. Esto, y muchas otras cosas más… — El tipo hizo una pequeña pausa al ver un gesto de extrañeza en la jóven. — Usted no frecuenta bibliotecas, ¿verdad? No se preocupe, la idea es muy simple: preservar algunos textos también requiere preservar algunos otros items que den cuenta de la veracidad de las historias. Claro, luego viene la pequeña cuestión de la veracidad de tales items… pero no entremos en detalles, el punto es que las historias no necesariamente tienen por qué ser ciertas. ¡Ja! ¡Si supiera las historias que uno podía encontrar en esa biblioteca! Había cosas francamente delirantes. ¡Y tan divertidas! Una historia por ejemplo contaba que el muro fue creado para protegerse de criaturas invasoras, ¡pero no cualquier critaturas! Este libro describía con lujo de detalles a unos seres como nosotros los humanos, pero enormes y muy fuertes y muy tontos, que asediaban ciudades golpeando los muros con sus propias cabezas. Siempre releía esa historia para imaginar a nuestros turistas corriendo hacia el muro, a los gritos y apuntándole con la cabeza, para estrellarse en la gloria… —

— Pero si ese objeto es legítimo, debe tener miles de años… —

— Hmp… supongo que sí frecuenta bibliotecas. Puede que lo sea, puede que no; yo sólo puedo darle mi palabra, cuyo valor no estoy seguro si se incrementa o disminuye con el curso de los tragos.– Se detuvo a terminar su vaso. Inmediatamente pidió otro más. — Y yo digo que es legítimo. Como sea, señorita, este pequeño y yo somos los únicos dos sobrevivientes de la tragedia del muro de plata, de modo que ahora somos compañeros. —

— ¿Nadie más se salvó?

— Ah-ah. Sólo un servidor y su irresistible amigo, tan popular entre las jóvenes extranjeras. Todos los demás en la biblioteca murieron. No que me importe mucho realmente; algunas de las personas más desagradables que conocí en mi vida estaban ahí adentro. Pero es cierto que a algunos voy a extrañarlos. ¡Salud por ellos!. —

— ¿Y cómo hizo usted para salvarse, donde nadie más lo hizo? —

— Oh, ¡es que yo fui notificado, apenas minutos antes! Si no me hubieran avisado, hoy estaría compartiendo tumba con gente bastante poco recomendable para pasar la eternidad. —

— ¿Quién le aviso? —

— Bueno… digamos que me lo contó un pajarito. — El tipo hizo una mueca irónica, y nuevamente bebió otro trago.

— Y este pajarito suyo, ¿por qué lo eligió a usted, entre tantas otras personas? —

— ¿Bromea, señorita? ¡Soy el sumo rector! Soy la figura más importante y respetable del establecimiento. —

Hubo unos segundos de silencio. La jóven se acomodó en su banco y pidió un vaso para ella. Lo tomó de un sólo trago. El tipo ya no decía nada, sólo sonreía. Cuando terminó su vaso, la jóven lo dejó sobre la barra, y a su lado también dejó su daga.

— Mi buen amigo rector — dijo, — esto es el Macarresh, y tengo entendido que aquí la franqueza es la única condición de tolerancia. —

— ¡Claro que sí, señorita! Claro que sí. Dice usted verdad. ¡Ya habla como alguien nacido entre nosotros! —

— Dígame entonces, ¿qué podría pedir un pajarito a cambio de su vida? —

— ¡Pues lo mismo que podría pedir un rey! ¡Cualquier cosa! ¡Lo que sea que pueda dar! —

— Pero usted es tan sólo un humilde bibliotecario… ¿Qué puede tener usted para ofrecer? ¿Acaso reliquias como la que cuelga de su cuello? —

— ¡Ja!… No señorita… está usted volviendo a hablar como turista. Una persona como yo, lo que tiene para ofrecer son historias. —

— ¿Qué clase de historias? —

— ¡Toda clase de historias! ¡Las más apasionantes, ridículas, inspiradoras, y escandalosas historias que usted pueda o no imaginar! Estamos hablando de la que probablemente sea la biblioteca más importante del mundo. Y no es por fanfarronear pero crecí en el maldito lugar. ¿Qué otra cosa habría de hacer con mi tiempo, más que leer? Oh, las historias que uno podía encontrar ahí adentro, si tan sólo tuviera el corazón para escarbar entre tanto libro… Mire nuestro amigo Kepo, por ejemplo. ¡Oye, Kepo! ¡Si, tu, miserable porquería! ¿Quieres escuchar una historia? ¡Es acerca de una raza invasora, que hace 2500 años tuvieron la estúpida idea de que podían derribar el estúpido muro porque aprendieron a comunicarse con los estúpidos animales! ¿Y sabes qué les pasó? ¡Pues lo mismo que a todos los demás invasores, Kepo! ¡No lograron nada más que hacer el ridículo, y tuvieron que dejar a sus hijos aquí conviviendo con todas las demás razas de idiotas que ven algo brillante y pretenden conquistarlo! Pero esta raza en particular tiene el interesante detalle de que terminó siendo muy poco propensa al diálogo después de hablar tanto con tanta alimaña. ¡Y muy propensa a ejercer trabajos denigrantes, como atender pocilgas y servir tragos! ¡Dime, Kepo! ¿Acaso puedes hablar con las moscas y ratas? ¡Dinos qué cosas te dicen tus animales en tus momentos especiales! ¡Jajajajaja! —

— Cuénteme entonces alguna historia, buen rector. Alguna que valga la vida. —

— Ah, pero, verá usted jóven, que no todas las vidas valen lo mismo. Y, por supuesto, ese también es el caso con las historias. La pregunta sería entonces, ¿qué historia vale qué vida? Pero si lo pensamos un poco, ¿qué otra cosa es nuestra vida que nuestra historia? ¡Ja! Es como una paradoja; una más, entre tantas otras. Observe este amiguito aquí presente, por ejemplo. Tres extraños y milenarios símbolos, con significados perdidos en el tiempo. ¿Y allí arriba? Nuestra Trinidad, colgada a la vista de todos, en mística coincidencia. Pero no es la única coincidencia, así como la nuestra no es la única Trinidad. Piénselo un poco. ¿Cuántos paises tienen triples deidaes, cuando no tripes monarcas, que son en definitiva representantes divinos? ¡Y sin embargo todavía hoy hay guerras por discusiones sobre cuáles son los verdaderos dioses! Es completamente paradójico. O al menos lo es hasta que uno alcanza a ver la cantidad de turistas que llegan desde todos esos lugares… —

— ¿Qué está tratando de decir? —

— Nada, señorita, nada. ¡Ignore los divages de este viejo borracho! Tal vez no es más que la propia nostalgia de haberlo perdido todo… esta pequeña reliquia puede volverse pesada como un ancla, ¿sabe? Pero más que en un lugar, esta me ancla en el tiempo. Como sea, hablando de trinidades y coincidencias, usted es la tercera persona que se acerca curioseando esta pequeña pieza de metal… aunque confieso que “persona” hoy en día es un término completamente desvirtuado. ¿No es así, Kepo? —

— ¿Qué otras personas? —

— Vamos… recuerde que no ser francos en este lugar es castigado, y algo me dice que usted está perfectamente al tanto de quienes estoy hablando. —

— ¿Y qué historias les contó a ellos? —

— Sólo las que querían oir, desde ya. Aunque mayormente tonterías. Historias de otros mundos, señorita, y otros tiempos. Historias imposibles de probar. Y no necesariamente muy divertidas. Pero historias que se pudieron preservar en la biblioteca, y que ya no será posible preservarlas más; si no tomáramos en cuenta mi predisposición a contarlas, claro está. Quién sabe… quizás hasta sigo vivo precisamente por eso. ¡Pero suficiente sobre mí, jóven! Siento haber estado hablando por horas ya, y usted apenas ha dicho palabra. ¡Y todavía le debo una historia! Dígame pues, ¿qué historia le gustaría escuchar? ¿Alguna de tesoros escondidos? ¿Alguna de reinos ocultos, o de grandes destinos? —

La jóven pidió otro trago.

— Nada de eso, buen rector. Cuénteme, por favor, alguna de sus historias, donde se indique, en detalle, cómo matar a un dragón. —

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