Tengo un profundo y plenamente justificado desprecio hacia toda tecnología cuyo único fín es quitarle derechos a las personas. WhatsApp es un claro ejemplo de una de ellas.
Se trata de lisa y llanamente de un email con otra UI; uno envía mensajes, ya sea a un grupo o a una casilla, ya sea texto o multimedia. La diferencia tecnológica fundamental es que el email es descentralizado, cualquiera puede montarlo en cualquier server, se puede resguardar de mil maneras, se puede encriptar como a uno le parezca, es ilimitadamente interoperable, es libre, es standard, es un sistema maduro, y sus logros son legendarios; WhatsApp, por otro lado, sólo te permite interactuar con WhatsApp, está centralizado en los servidores de WhatsApp, trackea a la gente, y es activamente incompatible con cualquier otro servicio de mensajería.

Es una de tantas tecnologías que el mundo parece complotar por instalar como el estado natural de las cosas. Pero es dolorosamente soprendente que gente del gremio IT, que no requiere mucho trabajo para razonar estas cuestiones, insiste en levantarlo como si fuera alguna forma de maravilla innovadora.

Hace un tiempo atrás me topé con un alma hermana, acá: link.
En ese texto, Eugene Wallingford, después de leer a D. Schmüdde y Alexander Rakoczy, nos deja su Occasional Reminder to Use Plain Text Whenever Possible. Hoy siento la necesidad de colaborar con la causa.

Hace años vengo diciendo eso de “email con otra UI”. Hoy me parece un buen momento para plantearlo como proyecto. Así nace “WrapsApp”, que no es más que un wrapper de emails pero que luce exactamente igual a la UI de WhatsApp.

Creo inmediatamente un repo público para poder darle lugar al proyecto: https://github.com/Canta/WrapsApp

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(…)

– ¿Por qué se mantiene usted al margen de la polémica?

– Me gusta discutir y trato de responder a las cuestiones que se me plantean. Es verdad que no me gusta participar en polémicas. Si abro un libro en el que el autor tacha a un adversario de «izquierdista pueril», lo cierro enseguida. Tales maneras de hacer no son las mías: no pertenezco al mundo de los que se valen de ellas. Por esta diferencia, que mantengo como algo esencial: se trata de toda una moral, la que concierne a la búsqueda de la verdad y a la relación con el otro. En el juego serio de las preguntas y de las respuestas, en el trabajo de elucidación recíproca, los derechos de cada uno son de algún modo inmanentes a la discusión. Simplemente marcan la situación de diálogo. El que pregunta no hace sino usar del derecho que le es dado: no estar convencido, percibir una contradicción, tener necesidad de una información suplementaria, hacer valer postulados diferentes o destacar una falta de razonamiento. En cuanto al que responde, tampoco dispone de ningún derecho excedente respecto de la discusión misma; está ligado mediante la lógica de su propio discurso a lo que ha dicho con antelación y, a través de la aceptación del diálogo, al examen del otro. Preguntas y respuestas derivan de un juego -un juego a la par agradable y difícil- en el que cada uno de los interlocutores se limita a no usar sino derechos que le son dados por el otro y mediante la forma aceptada del diálogo.

   El polemista se aproxima acorazado de privilegios que ostenta de entrada y que nunca acepta poner en cuestión. Posee, por principio, los derechos que le autorizan a la guerra y que hacen de ésta una empresa justa; no tiene ante él a un interlocutor en la búsqueda de la verdad, sino a un adversario, un enemigo que es culpable, que es nocivo y cuya existencia misma constituye una amenaza. Para él, el juego no consiste, por tanto, en reconocerlo como sujeto que tiene derecho a la palabra, sino en anularlo como interlocutor de todo diálogo posíble, y su objetivo final no será el de acercar tanto como se pueda una difícil verdad, sino el hacer triunfar la causa justa de la que desde el comienzo es el portador manifiesto. El polemista se apoya en una legitimidad…

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