Está claro que la mayor crisis política de la generación vigente se vive en todo el mundo no tanto en el plano formalmente político ni el económico, que ya bastante tela tienen cortada por mucho que el sentido común patalee, sino en el jurídico. El poder judicial, acá y en la China, es visto como un apéndice cancerígeno de organizaciones de poder externas (usualmente, pero no necesariamente, el ejecutivo de turno). Y esto es un problema gravísimo: porque extinta la ficción de la justicia, sólo queda el mecanismo de la violencia.
Uno podría decir, sí, está en boga esta cuestión, pero no por eso es ningún tema nuevo. Coincido. Pero algunas particularidades de lo que está sucediendo desde la caida de la unión soviética dejan de manifiesto algunos mecanismos que no estaban claros en otros momentos del mundo. Y quizás una segunda objeción con la que también coincidiría es que siempre estuvieron los que denunciaron estas cosas; pero el orden de magnitud, la presencia, la centralidad de la cuestión, me parece una novedad. Toda la cuestión de la posverdad es apenas uno de estos temas; que en las academias lo sabemos desde siempre, pero en el sentido común parece ser descubrir el fuego. Los marxistas hace 100 años por lo menos vienen hablando de “justicia burguesa” mientras de la vereda de en frente se les cagan de risa y los tildan de monigotes. El poder judicial es una organización política al servicio de intereses corporativos y coyunturales, cuya única neutralidad está en los libros de educación elemental y en los medios de comunicación; exactamente igual que sucede con la ciencia.
Particularmente, viéndolo desde afuera, la cuestión se muestra entre mis pares como un fatalismo más, de esos para los cuales el consumo siempre sabe inyectar un paliativo; “son todos chorros”, “no tienen vergüenza”, y después a seguir con la vida, mirando el partido o comprando porquerías. No parece haber instalada una crítica pormenorizada, como sí tal vez tienen el plano económico (donde cualquier hijo de vecino se te puede poner a discutir la definición del estado de bienestar o las dinámicas macroecoonómicas de la segunda guerra para acá) o político (que agarrás alguien por la calle y le preguntás qué onda, y te dice un montón de condiciones históricas y sociales que determinan un presente trágico, a diferencia de en algún lugar fantasioso al que deberíamos aspirar); los jueces tienen huevos…
El pasado año 2016, con mi esposa y Juán, hicimos un scanner robot para libros completamente automático.
Acá dejo un video:
Acá dejo también el trabajo práctico, donde contamos cómo fue el desarrollo del proyecto: http://canta.com.ar/ifts14/laboratorio_3/final.pdf
Acá se pueden ver también otros videos del proceso (pruebas, experimentos, y demás): https://www.youtube.com/user/FerminGitorio/videos?shelf_id=0&view=0&sort=dd
continuar leyendo Agregando un item más a la lista de proyectos que jamás voy a terminar: quiero hacer un sistema de generación de historias. Ya deben existir un montón de estos; no podría importarme menos, quiero hacer el mío. Básicamente un motor de escritura parametrizable. La idea es implentar diferentes niveles de modelos de la lengua, y articular todo eso con lineamientos de escritura a más alto nivel. ¿Con qué objeto? Trollear a la literatura, no mucho más que eso; me gustaría poner bots a escribir textos a nombre de diferentes usuarios, que cada uno tenga “personalidades” diferentes, y que publiquen historias. En mis fantasías más sádicas, me daría por satisfecho cuando aparezca algún perejil a quejarse de que uno de esos usuarios boteados le está plagiando una historia.
Decidí llamar a este proyecto Propp, en nombre del legendario lingüista ruso que quiso hacer una morfología de los cuentos de hadas.
Acorde a la etiqueta de formalización de proyectos, le creo un repo: https://github.com/Canta/Propp
Hay unos cuantos problemas con las historias buenas, mas allá de la cuestión elemental de la definición. A mí me preocupan hoy por hoy las grandes historias reales que, por diferentes razones, incluso en esta era actual donde lo que más abunda son historias, no salen de círculos dolorosamente marginales. Y es que llegamos a una verdadera economía de las historias, un mercado de historias donde sabrá Dios cuál será el valor de cada cosa pero donde existe una incesante demanda de popularidad, un constante énfasis de los centros y periferias que se arman alrededor de absolutas ficciones, al punto tal de que los espacios más usualmente reacios al discurso académico terminaron sin mas remedio o sin mejor herramienta que instalar en horario central la idea de “posverdad”. Y es que del giro lingüístico para acá, sin necesidad siquiera de ponerse a hablar de siglos de epistemología, ya pasó suficiente tiempo como para un reconocimiento.
Pero reflexionémoslo por un minuto. Pensemos un poco la cantidad de vidas y de historias que existen detrás de que, de repente, como si nada, la modernidad se muestra manifiestamente en jaque en el mismo lugar y a la misma hora que tenés minas en pelotas bailando con Tinelli o célebres y populares atletas cumpliendo por enésima vez proezas dignas de memoria y celebración hasta dentro de una semana cuando se deban repasar las próximas proezas deportivas dignas de memoria celebración que reemplazan a las anteriores, y así aparentemente hasta el fín de los tiempos. O en el mismo lugar donde florece la razón polémica, esa de la cuál jamás se obtuvo una sóla idea productiva. O en el mismo lugar donde se instala y pone en marcha el sentido común, ese con el que las academias se vienen peleando desde hace incontables generaciones. Ahí, hoy, se habla de “posverdad”.
Si yo me basara en el mismo material que el más exitoso y revolucionario experimento epistemológico jamás creado, que es toda la parafernalia actual del big data y sus algoritmos de selección de “trascendencia” o “importancia”, si yo usara el mismo corpus digo, tendría que decir que una gran historia tiene cosas como magia, profecías, y alguna forma de maldad sobrenatural. Estoy pensando en Game of Thrones, Harry Potter, Star Wars, y tantos demases. Los juicios sobre tales grandes historias rondarían acerca de personajes mejores o peores, hablarían de circunstancias más o…
Tengo un profundo y plenamente justificado desprecio hacia toda tecnología cuyo único fín es quitarle derechos a las personas. WhatsApp es un claro ejemplo de una de ellas.
Se trata de lisa y llanamente de un email con otra UI; uno envía mensajes, ya sea a un grupo o a una casilla, ya sea texto o multimedia. La diferencia tecnológica fundamental es que el email es descentralizado, cualquiera puede montarlo en cualquier server, se puede resguardar de mil maneras, se puede encriptar como a uno le parezca, es ilimitadamente interoperable, es libre, es standard, es un sistema maduro, y sus logros son legendarios; WhatsApp, por otro lado, sólo te permite interactuar con WhatsApp, está centralizado en los servidores de WhatsApp, trackea a la gente, y es activamente incompatible con cualquier otro servicio de mensajería.
Es una de tantas tecnologías que el mundo parece complotar por instalar como el estado natural de las cosas. Pero es dolorosamente soprendente que gente del gremio IT, que no requiere mucho trabajo para razonar estas cuestiones, insiste en levantarlo como si fuera alguna forma de maravilla innovadora.
Hace un tiempo atrás me topé con un alma hermana, acá: link.
En ese texto, Eugene Wallingford, después de leer a D. Schmüdde y Alexander Rakoczy, nos deja su Occasional Reminder to Use Plain Text Whenever Possible. Hoy siento la necesidad de colaborar con la causa.
Hace años vengo diciendo eso de “email con otra UI”. Hoy me parece un buen momento para plantearlo como proyecto. Así nace “WrapsApp”, que no es más que un wrapper de emails pero que luce exactamente igual a la UI de WhatsApp.
Creo inmediatamente un repo público para poder darle lugar al proyecto: https://github.com/Canta/WrapsApp
(…)
– ¿Por qué se mantiene usted al margen de la polémica?
– Me gusta discutir y trato de responder a las cuestiones que se me plantean. Es verdad que no me gusta participar en polémicas. Si abro un libro en el que el autor tacha a un adversario de «izquierdista pueril», lo cierro enseguida. Tales maneras de hacer no son las mías: no pertenezco al mundo de los que se valen de ellas. Por esta diferencia, que mantengo como algo esencial: se trata de toda una moral, la que concierne a la búsqueda de la verdad y a la relación con el otro. En el juego serio de las preguntas y de las respuestas, en el trabajo de elucidación recíproca, los derechos de cada uno son de algún modo inmanentes a la discusión. Simplemente marcan la situación de diálogo. El que pregunta no hace sino usar del derecho que le es dado: no estar convencido, percibir una contradicción, tener necesidad de una información suplementaria, hacer valer postulados diferentes o destacar una falta de razonamiento. En cuanto al que responde, tampoco dispone de ningún derecho excedente respecto de la discusión misma; está ligado mediante la lógica de su propio discurso a lo que ha dicho con antelación y, a través de la aceptación del diálogo, al examen del otro. Preguntas y respuestas derivan de un juego -un juego a la par agradable y difícil- en el que cada uno de los interlocutores se limita a no usar sino derechos que le son dados por el otro y mediante la forma aceptada del diálogo.
El polemista se aproxima acorazado de privilegios que ostenta de entrada y que nunca acepta poner en cuestión. Posee, por principio, los derechos que le autorizan a la guerra y que hacen de ésta una empresa justa; no tiene ante él a un interlocutor en la búsqueda de la verdad, sino a un adversario, un enemigo que es culpable, que es nocivo y cuya existencia misma constituye una amenaza. Para él, el juego no consiste, por tanto, en reconocerlo como sujeto que tiene derecho a la palabra, sino en anularlo como interlocutor de todo diálogo posíble, y su objetivo final no será el de acercar tanto como se pueda una difícil verdad, sino el hacer triunfar la causa justa de la que desde el comienzo es el portador manifiesto. El polemista se apoya en una legitimidad…
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