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    Ayer publiqué mi primer video. Todavía estoy aprendiendo detalles sobre cómo hacerlos, y todavía estoy también explorando el ecosistema de hosting de videos, razón por la cuál de momento sólo está en youtube. Pero acá lo pueden ver, y de paso también dejo el texto del video.


    Algunas semanas atrás, en casa nos pusimos al día con Attack on Titan, y sobre esa serie tenemos un montón de cosas para decir. Pero también pasó por esa fecha que Wisecrack publicó un video sobre Legend of Korra. Así que es una buena oportunidad para plantear algo que ambas series comparten. Pero para hacer eso, vamos a tener que comparar con otras cosas que hacen otros trabajos también populares. Así que pónganse cómodes, que arrancamos con este paseo por Legend of Korra, Attack on Titan, y la ideología: por supuesto, con spoilers por todos lados.

    Como decía, necesitamos empezar comparando con otros trabajos. Y la razón principal de esto es que Wisecrack publicó su video sobre Korra en la saga “what went wrong”, donde básicamente argumentan cosas que la serie hizo mal con respecto a su antecesora, “Last Airbender”. Y esto es algo que en muchas oportunidades me crucé, por internet y entre mis amigues. Así que, antes de responder, es necesario contexto.

    Hace algunas décadas atrás, les personajes de series animadas populares, y especialmente las series japonesas, parecían tener siempre algo en común: ser eternes adolescentes. Piensen por ejemplo en un Gokú, un Tsubasa, un Seiya, o cosas de esas. Y ni siquiera hace falta ir tan atrás qué digamos. Es injusto decir que todo el animé es así, porque todes podemos encontrar ejemplos de lo contrario. Y es injusto también echarle la culpa a Japón de esto, porque el resto del mundo tiene su cuota de lo mismo por todos lados. Pero estos personajes son, sin lugar a dudas, extremadamente populares, y trascienden al público infantil.

    Está todo bien con ser adolescente. El problema son eternes cuasi-niñes con solamente dos o tres variables en la cabeza. Y ojalá terminara ahí. También suelen tomar decisiones muy cuestionables sin consecuencia alguna, se la pasan demostrando habilidades inhumanas frecuentemente injustificadas, y tienen varios problemas más que en definitiva pueden hacer de lo que significa “heroismo” para nuestra cultura algo preocupante. Pero cada ejemplo tiene sus detalles, y vale la pena revisarlos.

    Casos como Dragon Ball o Saint Seiya tienen un universo entero estructurado para justificar cualquier exceso, siendo tan así que hasta los dioses multiversales se ponen a tirar patadas para medir qué universo es digno de existencia; una mitología francamente siniestra y demencial, que sólo puede ser tolerada por el final felíz asegurado, caso contrario sería pesadillezca.

    Ejemplos un poco menos ambiciosos como Captain Tsubasa pecan también de antihumanismos bastante serios. El heróico entrenamiento de Hyuga para mejorar su rendimiento y poder así salvar a su familia de la pobreza, o la vida de brutalidad y tragedia a la que se vió sometido Santana y de la que sólo logró sobrevivir a fuerza de fútbol (?), son de alguna manera planteados como inferiores, segundos, frente a la pasión de Tsubasa. Pasión que básicamente le permite articular sus músculos desgarrados y obtener energía de la nada, a pura fuerza de voluntad: porque sí, porque se le antoja jugar al fútbol, y eso es todo.

    “El balón es su amigo”, punto, no hay nada más qué contemplar. “Quiero jugar en Brasil”, punto. “Quiero ganar la copa”, punto. No hay complejidad, no hay contexto, no hay ninguna otra cosa más que voluntad. Si ignora las costumbres sociales de su entorno, al qué va a hacer si le llega a ir mal en el fútbol, o cualquier otra cuestión, nunca son variables a tener en cuenta. Gokú es idéntico: “quiero pelear”, “quiero ser más fuerte”. Y tal como sucede con Gokú, Tsubasa vive en un mundo donde todes parecen aprobar eso: les padres se encogen de hombros, el médico lo deja salir a la cancha con la pierna toda ensangrentada, les compañeres siguen confiando en él aunque a todas luces parece estar lunático, etc. Y bueno, Seiya lógicamente es más de lo mismo: “hay que proteger a Atena”. ¿Por qué? Porque sí. Gracias a eso, supera cualquier obstáculo, y obtiene siempre fuerzas de la nada, que inevitablemente conducen a un final felíz.

    Y aunque sean tan simplones que francamente caen en lo chistoso, así como los planteo yo, no deja de ser preocupante que semejante brutalidad de personajes puedan ser tan populares, tan masivamente aceptados, tan positivamente calificados; no deberían ser esos los héroes mitológicos de generaciones conviviendo con la conquista espacial, la clonación, o la energía nuclear. Y creo que eso dice mucho sobre algunas cosas que estamos viviendo.

    Podría prestarle atención a varias cosas que calificaría como “malas” en todo eso, pero de momento prefiero prestarle atención solamente a una: el tema de la edad. Todas esas historias arrancan con niñes, que después básicamente nunca crecen, o bien tienen una forma de crecimiento muy particular. De hecho, el crecimiento, cualquiera sea, parece más para personajes secundarios que principales.

    Y aquí es donde traigo a Korra a colación. No tengo nada malo para decir sobre la precuela, pero definitivamente consideré Legend of Korra como un trabajo mucho más virtuoso que el anterior, por diversas razones. Así pude ver que Korra dividió aguas en el “fandom” de Avatar, y es por lo tanto un trabajo polémico, llegando hasta el video de Wisecrack. Entonces, tanto el contenido de la serie, como esa polémica en el fandom, vienen bien para plantear algunas cosas.

    Pero el segundo ejemplo que involucro es Attack on Titan: una serie que todavía no terminó y ya da qué hablar. Si existe algo así como una tradición del animé con los modos del heroismo, esta serie rompe con eso de manera muy responsable en sintonía con los temas que plantea. Y es que, aunque en cada caso de diferente manera, uno de los temas centrales que ambas series comparten es el problema de la ideología. Y como si fuera poco, ambas coinciden en plantearla de una manera con la que no sólo coincido, sino que rara vez escucho a nadie mencionar por ningún lado por estos días: la ideología es un problema intergeneracional.

    Esto último está presente casi desde el primer momento en Korra, mientras que en Attack on Titan aparece planteado con fuerza recién en la cuarta temporada. Sin embargo, es tan potente el planteo sobre ideología en Attack on Titan, que sencillamente retuerce cualquier otro argumento persistente de temporadas anteriores, y resignifica todo alrededor de ese concepto tan espinoso para nuestras sociedades contemporáneas.

    Y es que en Attack on Titan queda desgarradoramente claro que les que vienen después de nosotres nos van a pedir explicaciones acerca de por qué el mundo es como es, y “yo soy una buena persona” o “yo tengo excusa” nunca van a ser una respuesta satisfactoria. La ideología se muestra como una cuestión mucho más vinculada al mundo que dejamos que al mundo en que vivimos. Y frente a eso, lo que nosotres queramos hacer con nuestras vidas toma una dimensión tan compleja que sencillamente nubla la mente, y angustia.

    Ideología actualmente tiene dos significados populares, mayormente aceptados. El primero es un término despectivo que viene al caso de plantear una relación equivocada e ilusoria con la realidad. Para esa acepción, “ideología” es una especie de anteojera subjetivista que distorsiona la realidad, a la que se accede básicamente siendo “más objetivo”; y para ser “más objetivo” hay una serie de mecanismos, tales como ir a la escuela para aprender cómo son las cosas en la realidad, o leer muchas fuentes de datos para realizar análisis objetivos. La otra acepción no es despectiva sino descriptiva, y básicamente es un cuasi-sinónimo de “cosmovisión”: el conjunto de creencias e intuiciones que determina las interpretaciones de las experiencias. Quienes articulan esa acepción de “ideología”, generalmente pretenden estudiar qué está sucediendo en tal o cuál situación social, antes que denunciar algún error intelectual de alguien.

    La ideología es un tema gigantezco, muy actual, y muy sofisticado, que de ninguna manera queda satisfecho con esa descripción breve que dí recién. Es imposible abarcarla por completo en pocas palabras. De modo que la estrategia de este canal para encararla va a ser ir reconstruyendo el concepto de a pedacitos, bit por bit, viendo cómo atraviesa muchas de las cosas que nos tocan vivir en nuestra cotidianeidad, esquivando así cualquier pretensión intelectualoide de querer dar una definición definitiva.

    En cualquier caso, sea en términos despectivos o descriptivos, la ideología tiene una particularidad en la que ambos bandos están de acuerdo: reduce brutalmente la complejidad de los conceptos. No importa si uno es de izquierda, de derecha, u otra cosa, la ideología opera necesariamente como filtro entre lo que es el mundo y lo que entendemos de él. Y en ese mecanismo, al mismo tiempo, estamos siempre sacando alguna conclusión necesariamente fragmentaria acerca de cómo es el universo. De esa manera, una parte importante que constituye al fenómeno ideológico son nuestras propias ideas sobre quienes somos y cuál es nuestro lugar en el mundo: cómo debemos comportarnos, cómo deberían ser las sociedades; qué es, en definitiva, ser humane. Se pretenda o no, siempre que la ideología se presenta como problema, esos son temas que la atraviesan.

    Pero la ideología tiene algún que otro parámetro constitutivo más, fundamentalmente en el aspecto histórico. Y no es casual que tanto Legend of Korra como Attack on Titan compartan el mismo momento histórico de desarrollo de las sociedades humanas: el punto cúlmine de la modernidad, que fuera el final del siglo XIX e inicios del XX.

    Brevemente, la modernidad es un momento histórico que arranca en el siglo XVII con la llamada Ilustración, y viene a ser algo así como “la era de la razón”: aparece la ciencia como la conocemos hoy en día, la religión empieza a perder centralidad en las sociedades, suceden la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, y entre muchos otros etcéteras prolifera por el mundo un sentido común fundamentalmente antropocentrista; todo pasó a girar alrededor del ser humane.

    Y fue una era de mucho optimismo, fundamentalmente tecnológico: de repente cosas impensadas en tiempos anteriores eran posibles (como volar, por ejemplo), se curaban enfermedades antes incurables, se producía más que nunca, les riques no paraban de generar cada vez más riqueza, y la tecnología no paraba de hacer maravillas. Lo cuál, spoiler, finalmente no sólo terminó mal, sino de hecho casi de la peor manera pensable, que fue la segunda guerra mundial y la bomba atómica.

    Pero otro parámetro importantísimo que determinó la modernidad en la historia de la humanidad es la velocidad del tiempo: desde que empezó, la modernidad determinó que década tras década, año tras año, día tras día, los avances tecnológicos y científicos generaron que el tiempo vaya cada vez más rápido para todes. Hace 500 años atrás, hijes y abueles se dedicaban a las mismas cosas, hablaban de los mismos temas, tenían una vida y horizontes en común; hoy en día a una persona le cuesta encontrar temas de conversación con alguien 10 años mayor o menor. Y eso es algo que nunca se detuvo, llegando hasta nuestra actual desconexión generacional que vivimos en el presente, e incluso profunda desconexión con nuestro “yo” de años anteriores.

    La ciencia es el personaje principal en toda esta historia de la modernidad. Pero no es el único: también fue la historia del nacimiento y caida en desgracia de la ideología. Es así como tanto Korra como la gente de Attack on Titan, súbitamente y casi sin darse cuenta, se encuentra en conflictos ideológicos prácticamente irresolubles, donde todes dicen tener la razón definitiva, y hacen serios esfuerzos por no perderla. Es exactamente lo que pasó con las tres ideologías principales de la historia de la humanidad (y la cuarta tapada por la historia oficial), que se pusieron en juego durante las dos grandes guerras del siglo XX: el liberalismo, el socialismo, y el fascismo.

    Esas ideologías tienen diferentes nombres y diferentes características dependiendo a quién se le pregunte y, nuevamente, este video no es sobre eso. Lo importante para este video es que el siglo XX nos dejó una espeluznante enseñanza al respecto de las ideologías: todas fallan en la cuestión humana, todas deshumanizan por algún lado.

    Después del siglo XX, el cuentito de buenos contra malos está completamente oxidado, y en ese sentido me parece perfecto que Attack on Titan arranque haciendo una cuasi-defensa del fascismo: porque es la ideología que tiene peor prensa en nuestra actualidad, y sin embargo es muy fácil de entender cuando se vé a la humanidad frente a un enemigo externo.

    El fascismo es el fantasma que aterra tanto a liberales y socialistas por igual. Y déjenme aclararlo, para que nadie se confunda: es el fantasma que me aterra a mí también. Pero el punto es que si uno logra ponerse en los zapatos del monstruo, lo humaniza. Y mostrar los efectos de la historia, tanto en términos de los problemas del acceso o no a la información histórica, como en términos experienciales de las cosas que nos tocan vivir, te muestra que todes podemos ser cualquier cosa el día de mañana: inclusive el monstruo.

    El problema del fascismo es que no se resuelve yendo a la escuela a aprender las cosas correctas, ni haciendo esfuerzos por ser objetivo, sino humanizando a les enemigues: algo insoportablemente costoso para cualquier ideología, sin lo cuál las experiencias del siglo XX son más bien inevitables. Y esto queda espantosamente claro y es absolutamente central en la actualidad que estamos viviendo, donde fuerzas de extrema derecha están logrando acceder a la aceptación popular en casi todos los paises del mundo, llegando al punto impensable hace no mucho tiempo atrás de la toma del capitolio en los Estados Unidos: un principio de golpe de estado en la nación más poderosa del planeta.

    Mientras tanto, aunque de otra manera, Korra vive los mismos problemas. Korra se enfrenta a cuál es su rol en una sociedad moderna plena, siendo ella una entidad supuestamente importante para el mundo. Como bien plantea Wisecrack en su reciente video, buena parte de la trama de Legend of Korra gira alrededor del concepto de balance. Y si bien el cómo implementar un balance es en sí un problema, ni siquiera estaba claro para ella a qué se le podía decir “balance” en un mundo convulsionado y complejo como el que le tocó intervenir. Sus antecesores no enfrentaron al desarrollo tecnológico del industrialismo, el uso de la radio para distribuir información por todo el planeta, ni los complicados argumentos de orden político que legitiman los conflicos, las invasiones, y las matanzas: Aang vivió en una época de reyes y dinastías, no de imperialismos tecnocráticos y democráticos.

    No es en absoluto casual que entre sus rivales se encuentren figuras equiparables a Henry Ford. Pero les villanes de Korra claramente marcan el ritmo y eje de su desarrollo como personaje, y sucede que precisamente cada villane es un sofisticado representante de alguna tendencia ideológica; tanto es así que frecuentemente se les encuentra más planteades como “antagonistas” antes que “villanes”, porque no son necesariamente “malignes”.

    No creo que pueda hacerse una analogía lineal perfecta entre les cuatro antagonistas de Korra y las ideologías que conocemos en el mundo real, porque los detalles son muchos. Pero sí me parece claro que Amon está más cercano al socialismo, Unalaq al liberalismo, Zaheer al anarquismo, y Kuvira al fascismo. Y la cuestión por la que “no son tan malos” es que todes tienen plenamente justificadas sus acciones; desde la modernidad para acá, cuando eso sucede, coloquialmente se dice que “tienen razón”. Y es que la modernidad estableció que “tener razón” y “estar en lo correcto” sean básicamente sinónimos, cuando en realidad no lo son.

    Cada antagonista de Korra es en rigor un campeón de su ideología particular. Y a eso no se le gana simplemente tirando piñas y patadas. Wisecrack un poco critica que, irónicamente, eso es lo que termina sucediendo; y coincido en que tal vez The Legend of Korra un poco haya fracasado en su ambición de abarcar los intrincados detalles de ese momento histórico tan importante y complicado.

    Sin embargo, en defensa de ese trabajo, puedo decir que es un intento bastante digno, y mucho más un camino a seguir que otras historias más reconocidas como “completas” por la crítica en general (como puede serlo la precuela). Y esto toma dimensión, tal vez no tanto en el planteo de les antagonistas, sino más bien en las consecuencias que tuvieron en Korra. Precisamente, Korra no puede siquiera empezar a definir la idea de balance, sino hasta cruzarse con esta gente, y es a través de elles que aprende los detalles de un mundo muchísimo más difícil de aprender que el de Aang.

    Atack on Titan, decía antes, no introduce formalmente a la ideología sino hasta la cuarta temporada. Eso forma parte de la estrategia narrativa de la serie, que consiste en sucesivas revelaciones. Y la introducción de la ideología coincide con la introducción del mundo entero. Antes de ese momento, la serie entera sucede sólo dentro de las murallas de un reino aislado. Y cuando la historia pasa a mostrar un fragmento del resto del planeta, el relato pasa a operar en torno a dos personajes nuevos: Falko y Gabi, dos jovencites adolescentes.

    Pero estes jóvenes son de la generación posterior a la que tuvo centralidad en las temporadas previas. Y si bien ambos personajes comparten muchas cosas, tienen posiciones ideológicas muy diferentes. A su vez, esas posiciones ideológicas se encuentran en conflicto con las de sus antecesores, tanto a la hora de coincidir como de disidir. Y es que las coincidencias ideológicas, cuando suceden, no son precisamente un alivio, sino más bien una responsabilidad; cosa que la serie escenifica de manera descarnada y brutal cuando Gabi comienza a volverse más y más y más extrema en su justificación de una ideología absolutamente heredada.

    Son dos problemas distintos el hecho de que existan las ideologías, y el hecho de que se transmitan generacionalmente. El primero es un problema de orden epistemológico, que tiene qué ver con aquella definición de las “anteojeras” y la objetividad y todo eso. El segundo problema surge de la acepción “cosmovisión”, y de cómo la ideología en términos prácticos tiene más qué ver con culturas que con sujetos sueltos. Y no por nada tampoco un personaje importante para la trama de Attack on Titan literalmente se llama “Historia”.

    Sucede que la ideología surge formalmente en la modernidad con el desarrollo de las teorías marxistas de análisis económico, político, y cultural; y en esas teorías, la historia tiene un rol central. Las mismas personas que comenzaran a usar el término “ideología” como herramienta para entender al mundo, plantearon también las ideas de “alienación” y “motor de la historia” para entender a la gente y a todos esos cambios que estaban comenzando a ocurrir de manera cada vez más acelerada con el desarrollo de las fábricas y las ciudades.

    Los personajes de las primeras temporadas de Attack on Titan viven en una era del desarrollo de la humanidad muy similar a la que le tocó vivir a Aang; y tal y como sucedió con Korra, apenas una generación los separa de un mundo completamente diferente y mucho más complicado por el paso de una historia acelerada y las ideologías en juego. Y, también del mismo modo, determinadas ambas historias por los eventos cercanos al final de la modernidad, de repente les protagonistes ya no eran tan importantes ni centrales para la trama como el mundo mismo: y es que en el siglo XX, el personaje principal pasó a ser el mundo.

    Es con esas cosas en mente que a veces hasta me burlo de críticas a la calidad de los personajes supuestamente principales de Legend of Korra, o de críticas desde las supuestas reglas de los géneros narrativos, cuando en relidad me parece que los temas que se pretenden articular están muy correcta y respetuosamente articulados, tanto teniendo en cuenta a la audiencia hipotética como a las posibilidades reales de plantear algo tan sofisticado.

    Pero fundamentalmente valoro tan positivamente a Legend of Korra, y la encuentro tan ejemplar, cuando se evalúa la urgencia que tiene mostrar esta clase de problemas, y las consecuencias que tiene el no hacerlo. Por esto, aunque no tenga nada malo qué decir sobre la historia de Aang, no me parece mejor que la de Korra. Y, del mismo modo, Attack on Titan, cuyo target a todas luces se acerca a los animés de acción y heroismo de los que podemos encontrar toneladas, y que atraviesa algo tan delicado como el militarismo o hasta directamente el fascismo, me parece mucho más respetuosa por las urgencias del mundo real que por las exigencias del mundo editorial.

    La pregunta por si somos hojas en el viento de la historia, o actores con agencia y capacidad de decisión para cambiar algo, no se puede responder ni siquiera mirando hacia atrás, porque todes vemos algo diferente: sea en el mundo, sea en la historia. Y la revelación de la perspectiva del otre es siempre una crisis para nuestro sistema de creencias, que nos gusta pensar que construimos, pero al que en realidad nos sometemos. Cuando nuestras ideologías se muestran como lo fragmentarias y fantasiosas que en realidad son, quedamos siempre al borde del colapso psicológico: somos muy frágiles, muy sensibles a la historia y la experiencia social. Es así como nos volvemos conservadores y hasta fanáticos: escapándole a eso.

    Y tanto Korra como Attack on Titan comparten esta enseñanza, de la que difícilmente podamos decir que tenemos alguna más urgente en la actualidad. Después de Korra, une puede dudar sobre la bondad o maldad de les antagonistas cuando se trata de cuestiones ideológicas. Pero luego de Attack on Titan, queda absolutamente claro que solamente alguien que no vivió una pizca de lo complicado que puede ser el mundo (léase, niñes), o que tiene los ojos tapados por la razón que sea (léase, el intento desesperado por esconderse detrás de la propia ideología), puede decir que ya se sabe cómo se resuelve la vida en sociedad. Ambas series, a su manera, plantean posturas tan humanistas como anti-romanticistas.

    Y con esto podemos volver hacia el inicio de este video, contrastando con personajes como Gokú o Tsubasa. Pero antes, una pequeña mención crítica a ambas series que tomé como ejemplares.

    Tal vez el punto más débil del planteo de Korra haya sido el haber determinado, al final de sus historias, a les antagonistes como gente “rota”, “impura”, o hasta “corrupta”. Porque, como creo haber planteado, la ideología tiene necesariamente un aspecto epistemológico vinculado a eso de “tener razón” y cómo es la realidad. E históricamente la ideología se puso en juego a ver cuál era “la correcta”, ya sabemos todes con qué clase de resultados.

    El problema es que, en todo caso, casi unánimemente, cuando se lleva a cabo un juicio ideológico, “la corrupción” pasa a ser una de las conclusiones para justificar un “desvío” de lo correcto. Esa “corrupción” es frecuentemente y a todas luces utilizado por los peores actores de las sociedades para sobresimplificar y polarizar los juicios ideológicos, llevando hasta fenómenos insoportablemente actuales como los triunfos electorales de Donald Trump, Jair Bolsonaro, o Mauricio Macri. Y es que no hay camino más acelerado hacia el fascismo que “la corrupción”, que no significa ninguna otra cosa más que “lo contrario a la pureza”.

    Los racismos, los clasismos en el mal sentido, los edaismos, la xenofobia, los conflictos de género, y tantos otros pensables, son todos ejemplos de qué pasa con las sociedades cuando se pretende distinguir entre pures e impures (o bien “corruptes” y “no corruptes”, como está de moda ahora). Para el tema que maneja Korra, y el coraje con el que lo manejaron (tomando distancia de la fórmula ganadora de la precuela), me parece una torpeza en la ejecución dejar a “la corrupción” como explicación del antagonismo.

    Eso, y detalles un poco menos dañinos, como ser la continuidad de la obra de les antagonistas. ¿El movimiento igualitario de Amon desaparece de la noche a la mañana porque su creador se mostró “corrupto”? ¿Con Kuvira se terminan las facciones imperialistas? Cosas de esas no son coherentes con la complejidad del mundo que eligieron plantear, y se sienten.

    Y en el caso de Attack on Titan, que toma decisiones diferentes para plantear estos temas, le critico la ausencia del rol de la ciencia en su historia. Porque si bien tienen tecnología, que se percibe en el desarrollo de tecnología militar y civil, lo cierto es que no parecen mostrar ninguna forma del desarrollo abstracto y filosófico que constituye la ciencia, ni siquiera cuando se trata de hablar del resto del mundo. Y esto es otra marca importante de la modernidad, que en Attack on Titan se vé muy tapada bajo las consignas religiosas o incluso una especie de planteo disimulado de unidireccionalidad e inevitabilidad en la Historia (al estilo Marx).

    Y es que la ciencia comienza en el mismo fenómeno que mostraron en muchas oportunidades en el desarrollo de este relato, que es la pregunta. Me refiero a cosas como Irwin preguntándose si había gente más allá de las murallas, pero también a cosas como Eren odiando a los titanes y jurando destruirlos a todos, o a Errin soñando con libertad. Todas esas cosas llevan a preguntas que determinan la vida de quienes luego terminan buscando las respuestas. Y esa búsqueda es lo que da lugar a todas esas teorías, a veces tan lúcidas e inmediatamente reveladoras, otras veces tan extrañas y sofisticadas, sobre el universo, que constituye la ciencia. Porque Eren, en su afán por derrotar a los titanes, o incluso personajes como Zeque, pudieron preguntarse si no había manera de alterar la condición titán en la sangre: es decir, una cura. Y, de hecho, cuando Zeque se lo pregunta, llega a conclusiones bastante simplonas.

    Pero más allá de esos dos o tres personajes, esa clase de preguntas, entre muchísimas otras sobre las que este video NO trata, son estadísticamente inevitables cuando hablamos del planeta entero, y especialmente de uno en abierto conflicto, como fue el del siglo XX. Alguien siempre va a hacer las preguntas incisivas que hace falta hacer para resolver un problema, y eso es parte constitutiva de la ciencia. Attack on Titan falla, hasta el momento, en darle a eso un lugar adecuado, y sin ello la historia comienza a sentirse forzada hacia una conclusión que no tenía por qué ser inevitable, pecando aquí también de pretender articular un universo que justifique las acciones de les personajes.

    Y como nota final sobre esas series, una aclaración importante. Lo que celebramos de Korra o Attack on Titan no es que estén en lo correcto, sino que pongan en escena cosas que otros trabajos más bien esconden. Y claramente consideramos que es muy importante poner esas cosas en escena; más importante incluso que satisfacer los sesgos de las audiencias. Pero acá no consideramos que las ideologías sean todas iguales: son, de hecho, muy diferentes. Como objetos de estudio se prestan a comparaciones y nos permiten pensar cosas que comparten, pero en la vida diaria son experiencias más bien inconmensurables. Y en ese sentido tampoco estamos diciendo que una persona sea imbécil por abrazar o negar tal o cuál ideología: más bien estamos diciendo que lo hagan pero con responsabilidad. Precisamente, Attack on Titan y Legend of Korra, nos permiten dar ese mensaje.

    Pero bueno… comparemos todos esos problemas con Gokú queriendo pelear, o Tsubasa queriendo jugar al fútbol. El problema con esas historias “simples” es que, precisamente, sobresimplifican los personajes. El universo es simple, la sociedad es simple, las emociones son simples, y la vida es básicamente una cuestión casi exclusivamente de voluntad. Todo eso es algo muy peligrosamente parecido a los argumentos actuales que sobresimplifican a los serios problemas políticos y económicos que vivimos todes en cualquier país del planeta, dando lugar a polarizaciones y binarismos extremos. Y es fundamentalmente una lógica de niñes, no de gente que ya tuvo esas experiencias que revelan los límites de la propia ideología.

    No hay mucha distancia en el “querer es poder” de Tsubasa, al que plantea el neoliberalismo para salir de la pobreza; no hay tanta distancia entre el valorar la pureza del alma de Tsubasa o Gokú hasta lo emocionante, y el despreciar “la corrupción” como si fuera el gran problema de nuestras sociedades. Y, todo bien, no creo que Gokú ni Tsubasa cuenten historias fascistas: pero definitivamente necesitamos, generacionalmente hablando, otra clase de héroes a los cuales mirar con simpatía, si lo que pretendemos es resolver los problemas complejos de un mundo complejo.

    Estos “héroes” de cuando yo era niñe, allá por los ochentas y noventas, que veo re-editándose e insistiendo, y que veo consumir por gente de mi edad como algo digno de celebración, son representaciones de gente que no crece, que no cambia con el tiempo, que casi no tiene generaciones posteriores con las cuales dialogar a la hora de reflexionar sobre sus acciones. Usualmente tienen un maestro o maestra que les enseñó algo, y eventualmente los superan, y eso es parte del relato. Pero, ¿en algún momento se pregunta Tsubasa sobre sus posibles hijes? ¿En algún momento van a importar en algo Gohan o Goten para la historia de Dragon Ball, o va a seguir siempre girando alrededor de Gokú? ¿Dá igual entrenar para Gokú, o jugar al fútbol para Tsubasa, si hay o no hay guerra mundial? ¿Serían gente anti-cuarentena durante el COVID-19, porque querrían realizar sus pasiones con libertad?

    La verdad que es un poco tramposo preguntarse cosas como esas. Pero también es tramposo plantear gente que vive casi completamente fuera de la historia, con dos variables sobre las que articular toda su estructura de pensamiento, y decirle a eso “héroe”. Porque, convengamos, eso describe bastante también a la gente que se fanatiza con alguna consigna del momento que le tocó vivir, como pueden ser “los intereses de clase”, “la nación”, “la libertad”, o “combatir la corrupción”. Y me parece, sinceramente, que de esa gente ya tenemos más que suficiente.

    Y así terminamos nuestro primer video. Todavía estamos explorando detalles sobre cómo hacerlos, y tenemos un montón de dudas al respecto: el tono, la duración, los conceptos que articulamos, y muchos más. De modo que nos vendrían muy bien sus comentarios. Si quieren, pueden escribirnos acá, o pueden hacerlo a la casilla de email comentarios@filosofeels.com.ar. Como sea, gracias a todes por llegar hasta acá, y nos vemos en el próximo video.

    This article was kindly translated to english and published by Dr. Roy Schestowitz, here: introduction, part 1, part 2, part 3.

 

    Hace algunos días me encontré con un artículo que me llamó la atención por varios motivos: https://sysdfree.wordpress.com/2020/12/12/330/

    El artículo, originalmente de la gente de Sabotage Linux, y concentrándose en el software libre, nos muestra ejemplos de cómo a veces la idea de progreso se transforma en exactamente lo inverso. Y entre las conclusiones, les autores sospechan de las oscuras manos de “shareholders” detrás de tantas decisiones problemáticas. Es a la luz de este artículo, y de los comentarios que generó, que me gustaría articular algunas reflexiones propias.

    Adelanto mi línea de lectura: en una abrumadora mayoría de los casos de conflicto dentro de las comunidades de informática en general, las discusiones parecen tender hacia groseras simplificaciones de orden técnico. Y también pareciera que unánimemente se concluyen diagnósticos de problemas con la única idea de purezas degradadas: la constante sombra de la corrupción, o bien de gente que no entiende los principios rectores en tal o cual situación (y por eso se le llama “idiota”). Considero todo eso síntomas de una profunda inmadurez política gremial, que debemos aprender a considerar con seriedad de cara al rol actual de la informática en la sociedad.

    Pero como articular mis argumentos al respecto puede llegar a ser intrincado, muy largo para los estándares actuales de internet, y en diferentes momentos diverger de nociones simples hacia generalidades problemáticas, prefiero comenzar con un pequeño índice de ideas:

     1. Tecnocracia, y tecnocracias contemporáneas, en el ejemplo de la economía.
     2. La condición filosófica de la idea de progreso.
     3. Informática, sociedad, y Software Libre: algunas conclusiones.

 

1. “Es un problema técnico, estúpido”:

    La frase que sirve de título para este apartado, hoy es un meme legendario. Pero ya sea en su iteración meme, como en su versión original de inteligente concepto condensado para una campaña electoral, la frase viene al caso de instalar un sentido común inmediato que adrede reemplaza un debate con una conclusión.

    Odio esa frase. Considero a su éxito como meme un síntoma de buena parte de nuestros problemas contemporáneos mundiales. Eso, y el hecho de que sea tan popular la idea de que no se puede pensar más allá del capitalismo. Y es que la economía está en el corazón de nuestra era. Todo el siglo XX se organizó alrededor de la pelea acerca de cuál es el sistema económico definitivo de la humanidad. Y así nos fué.

    Esa frase, además, presenta al sombrío mal de la tecnocracia tras un manto de simpatía e inteligencia. Pero a esta altura es tan equivocado encontrar a eso gracioso (o peor, acertado) como lo sería el confundir al Ku Klux Klan como gente alegre en alguna festividad de fantasmas. Esa frase se usa para impartir violencia, someter pueblos, y apropiarse de un poder que le corresponde a otres. Vamos a repasar esto, continuando con el ejemplo de la economía, que hoy por hoy es uno de los referentes fundamentales de tecnocracia en todo el mundo.

    Creo que todes estaríamos de acuerdo en que necesitamos planes de producción y distribución estrictos en tiempos de escases, de modo tal que no se desperdicien recursos y no tengamos que padecer situaciones espeluznantes como hambrunas. ¿Verdad? E imagino que de hecho también estaríamos todes de acuerdo en que tales planes deberían ser una prioridad en la planificación de una sociedad. Frente a lo cuál, la economía ciertamente tiene cosas para decir, y bienvenida sea.

    Sin embargo, todas nuestras crisis modernas fueron de especulación y sobre-producción. Y no sólo eso, sino que en ningún momento se dejaron de padecer problemas de escases, aunque literalmente sobren cosas tales como alimentos, y literalmente haya tecnología que resuelve cualquier problema logístico. La novedad es que las escaseses modernas son sintéticas: fabricamos escases donde no la hay. Es interesante que en rigor hacemos eso para sostener el “sistema económico” que generó aquella sobreproducción en primer lugar. Pero, más allá de eso, sucede que al ser un problema de producción, entonces incluso por sentido común ha de ser un problema económico. Y así cualquiera rápidamente concluye algo como lo siguiente: “pues bien, entonces se han hecho malos planes económicos, o bien malas implementaciones de los mismos”. O incluso cosas como “entonces hay que cambiar el sistema económico”, y la discusión pasa a ser sobre cosas tales como capitalismo versus comunismo. De una manera u otra, así nuevamente la economía repone su infinita centralidad en la reflexión sobre la sociedad.

    Y sin embargo, una y otra y otra vez los planes económicos se ven sometidos a fallas sistemáticas catastróficas, al menos para amplios sectores de las sociedades mundiales. Y al caso cabe destacar tres cosas. La primera, es que un fragmento absolutamente marginal de esa población mundial en ningún momento dejó de beneficiarse económicamente por esos fracasos escandalosos e innegables de los “sistemas económicos”. En segundo lugar, se insiste con alcanzar hipotéticos estados de pureza (en la planificación, en la ejecución, en la honestidad de quienes participan del sistema, etc) que nunca se alcanzan, y sin embargo allí es donde frecuentemente radica la esperanza de un futuro mejor donde esas cosas ya no sucedan más. Y la tercera perspectiva a destacar, es que tanto en el capitalismo como en el comunismo (los dos “sistemas económicos” antagónicos del siglo XX) se vivieron las mismas escenas de fracaso: pequeños sectores de la sociedad privilegiados por un lado, con gigantezcos grupos de personas perjudicados a niveles escandalosos e inhumanos por el otro.

    Así sucede que, como pasa siempre con las ideas que se pretenden demasiado abarcativas, más temprano que tarde comienzan a hacer agua, y de repente el antes sentido común inmediato pasa a requerir importantes esfuerzos racionales y especialistas muy bien formados para sostenerla. Es el caso con la economía hoy en día: al mismo tiempo se nos pide que sea una cosa más o menos obvia, de sentido común, especialmente a la hora de votar; mientras que también se nos exige que no opinemos al respecto porque no somos especialistas. Y también al mismo tiempo sucede que entre especialistas se traten unos a otros de imbéciles e ignorantes cuando simplemente no coinciden sus especulaciones acerca de qué está sucediendo o qué hay que hacer. Por supuesto, sin importar quién hable ni qué diga, con argumentos economicistas siempre se dice “objetivo”, y siempre tiene al “progreso” como horizonte.

    Con todo esto, antes que seguir preguntándole a la economía qué hacer, más bien es necesario revisar sus credenciales.

    La trampa es que los “sistemas económicos” no son tal cosa sino órdenes culturales. Es absolutamente ridículo pensar hoy por hoy a la economía como una cosa aislada de condiciones geográficas, biológicas, históricas, políticas, físicas, accidentales, y muchas otras más. De hecho, prácticamente nadie habla hoy de economía cuando habla de economía: habla de política. Nadie dice hoy cosas como “comunismo”, “capitalismo”, “socialismo”, “libre mercado”, “intervencionismo”, etc, como si fueran meras condiciones técnicas de producción y transporte de bienes y servicios: se menciona a esos conceptos como banderas en un campo de batalla ideológico que insiste desde hace más de 150 años, y que el siglo XX llevó hasta la guerra.

    Y la razón de ello está en qué dicen ambos “sistemas económicos”, comunismo y capitalismo, acerca del ser humane. Sucede que, aunque digan cosas diferentes, la centralidad de la economía es una coincidencia entre ambos. De esa manera, nadie dice algo como “no sé, probemos unas décadas, y después evaluamos en detalle”. Ningún país ni estado parece ponerse de acuerdo en cosas como “esta región pruebe este sistema, esta otra región pruebe este otro, y vayamos comparando las experiencias”. Es más: esa idea suena ridícula, idealista en el mal sentido, o hasta extraterrestre, aún cuando el más elemental uso de la razón fácilmente permite considerarla como una obviedad. Y al mismo tiempo que sucede eso, parecemos estar obligades a pedirle permiso a la economía para opinar sobre mundos futuros posibles.

    Lo que sucede es que la economía es apenas un componente más en un sistema social muchísimo más complejo que los parámetros económicos. La fantasía de que “todo pasa por la economía”, o bien que “la economía es la madre de todos los problemas”, es simplemente eso: una fantasía. La economía no es más o menos importante que la física, la biología, o la sociología, per sé: depende de qué se esté hablando. Todas esas disciplinas son herramientas para resolver problemas. Pero de ninguna manera la economía tiene autoridad objetiva alguna por sobre los demás componentes del sistema. Por eso está en constante e interminable conflicto con básicamente cualquier acción que se pretenda realizar en una sociedad moderna: porque todo cuestiona a los puntos débiles de la economía, que una y otra y otra vez se mete donde no le corresponde, mientras que al mismo tiempo deja de atender cosas que debería estar atendiendo.

    Todo eso que acabo de mencionar acerca de la economía en la actualidad, en rigor es un mapa bastante general de lo que constituye una tecnocracia: un sesgo ideológico, manifestado en un área burocrática central de poder, en la que sólo participan aquelles quienes exhiban ciertas credenciales al caso, y a la que todes les demás se someten. La economía como centro del debate social, es ideología. La calificación técnica como condición del debate social, es ideología. La necesidad (en lugar de deseabilidad) de tecnicismos cultos para interpelar a la realidad, es ideología. Y la ideología es política. Eso hacen les economistes y empresaries en las sociedades contemporáneas: política, y ninguna otra cosa. Y es así como la economía no sólo no está resolviendo ningún problema real de ninguna sociedad, sino que además está generando un profundo desprestigio de la política al hacerse pasar por ella.

    Por si quien lee este texto todavía no se dió cuenta, las comunidades informáticas están llenas de estos sesgos tecnócratas. Invito a cualquiera a que vaya a leer los comentarios de cualquier discusión sobre cualquier tema que atraviese al IT en general.

    Por supuesto que podría poner aquí infinitos ejemplos, especialmente en las cuestiones más polémicas, que suelen generar décadas de flamewars y conflicto. Pero permítanme dejar apenas uno menor, corto, pequeño, que considero bastante ilustrativo de lo que estoy hablando. Se trata de un artículo del 2015 acerca de por qué alguien considera buena idea dejar de hablar mierda de php, y dejar de hablar mierda de los demás en general. Observen las respuestas en reddit, donde hasta se acusa a la gente de php de ser “anti-intelectualistas”, llamando a la objetividad como credencial: https://www.reddit.com/r/programming/comments/4z6vjv/contempt_culture/

    Todo nuestro gremio está funcionando así, desde hace tiempo. Y para sorpresa de nadie, durante la última década, nuestro gremio comenzó a caracterizarse por generar problemas donde no los había, afectar comunidades enteras con cambios forzados que les usuaries rara vez pidieron, generar escaseses sintéticas aplicando obsolescencia programada (como es el caso escandaloso de la deprecación compulsiva de i386), someterse vertiginosamente a intereses corporativos como si no tuviéramos historia al respecto, renegar de condicionamientos políticos pero al mismo tiempo ponerse títulos políticos como “democrático” o “abierto”, y tantas otras cosas nefastas más. Y todo esto siempre con las banderas de la objetividad y el progreso.

 

2. Acerca del progreso:

    Siguiendo el ejemplo de la economía, tanto en La Riqueza de las Naciones como en El Capital se encuentran ideas de progreso que marcan el camino de la humanidad: desarrollo de opulencia, sociedad sin clases, y todas las cosas buenas que ya sabemos. Y es que era el clima de aquella época: revolución política en Francia, y revolución tecnológica en Inglaterra. Claramente el mundo estaba cambiando. Y en el corazón de ese cambio estaban el antropocentrismo primero, y la ciencia luego. El Hombre le ganó a Dios, y de repente era dueño de su propio destino, que ya no estaba escrito en las santas escrituras ni controlado por les sabies; y al mismo tiempo, la ciencia era la herramienta para las verdades definitivas y la certeza absoluta. Y ese espíritu aventurero que mezclaba innovación con ingenuidad dio lugar al nacimiento de un nuevo aspecto ideológico en las sociedades del momento: el optimismo tecnológico.

    Con el paso de las décadas, los desarrollos científicos y tecnológicos dieron poco lugar al debate, y casi que el único límite para el ser humano era la imaginación. Y no es que no existieran voces críticas ni problemas nuevos: era que la tecnología introducía cambios tan radicales y espectaculares que difícilmente se podía debatir contra las virtudes de su uso adecuado. Por ejemplo, al ver la exclusión y miseria que generaba la propagación de la tecnología, Marx no condenó a la tecnología sino al cómo era utilizada en esa sociedad; y de hecho afirmó que el desarrollo tecnológico para ese entonces era no sólo deseable (ese sería, según él, el camino hacia una sociedad sin clases) sino incluso inevitable.

    Pero, aunque Marx fuera más explícito que otres, llegando al colmo de decir que la Historia sólo conducía en una dirección, lo cierto es que en aquel momento la tecnología (y su madre, la ciencia) ya habían escrito clandestinamente el nuevo destino de la humanidad: el progreso. La libertad de las santas escrituras le duró poco a la humanidad, que se inventó otras escrituras sagradas diferentes, con nueves sabies que las cuiden. Me estoy refiriendo al mismo momento histórico donde asomaba el positivismo como escuela filosófica científica, y donde comenzaban las carreras entre naciones para resolver viejos conflictos identitarios en el campo de batalla por la supremacía científica, tecnológica, y económica; ese mismo momento histórico donde generación tras generación el mundo comenzó a moverse más, y más, y más rápido, incrementando la escala de toda acción humana.

    El optimismo en eso duró hasta la primera guerra mundial: un conflicto tan escandalosamente devastador, que ni siquiera entraba en las pesadillas de la gente de por aquel entonces. Una generación entera quedó traumada por ese conflicto. De modo que, como dicta el más elemental uso de la razón, se llegó a la obvia conclusión de que al menos eso habría de servir como parte del proceso de aprendizaje del mundo, y seguramente no volvería a pasar; nuevamente, progreso, aunque esta vez el costo fuera francamente demasiado alto. Aunque ya todos estaban avisados, y el mundo entero comenzaba a sospechar de la supuesta bondad incuestionable del desarrollo científico y tecnológico: la carnicería inconmensurable que fue la primera guerra mundial hubiera sido imposible sin la intervención de la ciencia.

    Por supuesto, todes sabemos que luego vino una segunda guerra mundial, todavía peor que la anterior, y como si fuera poco terminó con el desarrollo de la bomba atómica: un dispositivo tecnológico, hijo de la ciencia más pura y avanzada, que por primera vez en la historia permitía fantasías verosímiles e inmediatas sobre la extinción del ser humano y de la vida en el planeta tierra en general. Y como si no fuera suficiente, también nos dejó 50 años de guerra fría, que sin mucha vergüenza podemos argumentar que tranquilamente no terminó nunca.

    Lo que dejé en esos párrafos anteriores no es otra cosa que una breve historia de la modernidad: un momento histórico de la humanidad. Y la idea de progreso es hija de la modernidad: nació con ella, y murió con ella.

    Tomen por favor nota de eso último: el progreso está muerto. Hoy nadie cuerdo y que haya leido algún libro alguna vez puede hablar de “progreso” sin titubear al menos un segundo. El progreso fue literalmente la bandera de los momentos más oscuros de nuestra historia, y generó heridas profundísimas que todavía no han sanado. Hoy hablar de “progreso” en abstracto, aislado de la sociedad en general, es sencillamente negacionista.

    Pero además, sucede que la historia de la modernidad y del progreso es también la de las tecnocracias cientificistas. De hecho, el término “tecnocracia” es un término moderno. El auge de la economía como pilar y mandato central de las sociedades modernas fue consecuencia del mismo sesgo ideológico que dió lugar a las otras cosas: el antropocentrismo del renacimiento, unido al optimismo tecnológico moderno. Con esos dos ingredientes, eventualmente fue elemental entender cualquier cosa que exista como un objeto de estudio científico esperando ser explotado por las fuerzas productivas humanas.

    ¿Y quienes más calificades que les científiques para organizar esta tarea? Está claro que, teniendo a su alcance conocimiento objetivo e incuestionable, les científiques saben mejor que nadie más qué hacer, siempre. Y si les científiques acaso hicieran algo incorrecto, sólo puede explicarse por desviaciones subjetivas de les mismes: como ser la ignorancia de tal o cual detalle, cuando no directamente oscuros y corruptos intereses personales.

    Así llegamos hasta aquel artículo, “when progress is backwards”, donde la gente de Sabotage Linux se pregunta si no será por “la corrupción” que las cosas no progresan y más bien van al revés.

    Sucede que la informática es una disciplina nacida en el siglo XX, y que en los últimos 40 o 50 años no deja de acelerar su “progreso tecnológico”, emulando de manera vertiginosa todos los pasos que el resto de las disciplinas supieron dar en los siglos anteriores: primero ingenua, luego optimista, y eventualmente positivista y tecnócrata. Y así hoy nos miramos incrédules, unes a otres, mientras discursos terraplanistas son cada día menos marginales, centenas de miles de personas en todo el mundo reniegan de las medidas sanitarias durante una pendemia en nombre de una libertad que parece tener prioridad por sobre cualquier otra cosa, lunátiques amenazan a la nación más poderosa del mundo con un golpe de estado amparades en conspiraciones demenciales, y no parece existir un sólo lugar en el mundo que no esté cada vez más polarizado y al borde del conflicto social. Desde nuestro gremio francamente me parece… corto de vista, si bien tal vez un paso en la dirección correcta, preguntarse en ese contexto por el progreso en gtk o python, mientras las telecomunicaciones son nuestros tanques de guerra desde hace décadas, e Internet es ahora nuestra propia bomba atómica.

    Tal vez es momento de que la informática también aprenda a cuestionar la idea de progreso en general.

 

3. Software libre y sociedad:

    Los dos problemas que mencioné anteriormente se dan por una toma de distancia equivocada con la sociedad. La tecnocracia es el abuso de una tal vez entendible especifidad, mientras que aquel progreso tan nefasto es sencillamente cerrar los ojos a las consecuencias sociales de lo que hacemos. Y frecuentemente siento esas distancias, incluso incrementándose, dentro de las comunidades de la informática. Además, ambas cosas suceden también de acuerdo a cuál es nuestra idea del límite de nuestras comunidades, y por lo tanto nuestra relación con otras. Todo esto es la razón de este texto. Me gustaría anotar algunas alertas que deberíamos tener como comunidad, y tenerlas en cuenta para explicar también nuestros problemas internos.

    Pero retomando la cuestión de la bomba atómica, una observación. ¿Saben en qué derivó ese asunto? La declaración universal de derechos humanos. Es muy interesante recordar y reflexionar acerca de ese evento de nuestra historia reciente, apenas hace 70 años atrás. Piensen un segundo en este concepto: la Unión Soviética, DURANTE STALIN, firmando un pacto que dice “todes tienen derecho a la propiedad”, al mismo tiempo que los Estados Unidos, DURANTE EL MACARTISMO, firma un pacto que dice “todes tienen derecho a comida, ropa, vivienda, salud, y servicios sociales”. ¿Entienden lo que tiene que haber sido el estado del mundo para que una cosa como esa fuera firmada por esos dos monstruos? En serio, tómense unos minutos para considerar la magnitud de lo que tiene que haber sucedido en el siglo XX para que esa escena haya sido posible.

    Hoy es absolutamente impensable un tratado así, aún cuando definitivamente se muestra urgente. Y eso es sintomático. Al mismo tiempo, hoy no es la física quien está en el ojo de la tormenta sino la informática: esa ciencia jóven que nació al calor, precisamente, de las dos grandes guerras. Hoy desde la biología hasta la astrofísica se entiende al mundo utilizando el concepto de “información”, mientras en los diarios de todo el mundo se puede leer sobre los conflictos entre GAFAM y los estados naciones por el poder de las empresas informáticas. Hoy nosotres, informátiques, somos responsables.

    Es injusto hacernos responsables como individuos de semejantes problemas. Claramente estas cuestiones son más grandes que cualquiera de nosotres. Pero no me parece pedir mucho tenerlas en cuenta a la hora de tomar decisiones, destacando además que esto es especialmente crítico frente al proyecto político del Software Libre. Y dentro de la informática eso se traduce en cambiar muchos comportamientos que actualmente parecen inmutables. Veamos algunos ejemplos.

    Una vez RMS llamó “ético” a systemd “porque es software libre”. Esto es un caso de ambas cosas: ser demasiado técnico, y desacoplarse absolutamente de las consecuencias del software. Mientras RMS se acota a un aspecto particular del problema, systemd fue y es un vector de absoluta discordia en las comunidades de software libre en particular, y del ecosistema GNU/Linux en general. Esto pudo haber sido una contingencia menor en el hecho de, simplemente, estar respondiendo un e-mail, y ser esa la manera que tiene de responder; todes sabemos que RMS no se toma las cosas tan a la ligera. Pero si vemos el faq de GNU al respecto de systemd (y estoy seguro de que hay unas cuantas preguntas frecuentes vinculadas a systemd y su relación con GNU y el software libre), lo único que encontramos es un breve comentario acerca de la convención de nombres: https://www.gnu.org/gnu/gnu-linux-faq.en.html#systemd

    No podemos dar la espalda a los conflictos sociales: ni los conflictos exclusivamente técnicos internos a la informática, ni los de nuestras comunidades de técnicos y usuarios, ni los de nuestras sociedades en general. Lo mismo que sucede con systemd ocurre con wayland, con ejemplos como el que dí de php contra otros lenguajes de programación, también ocurrió antes con debates a todas luces estériles como gnome vs kde, y ciertamente va a seguir ocurriendo. El disenso es bienvenido, pero hacer de cuenta que alguna objetividad escapa a las condiciones sociales y aisla a los argumentos de parámetros subjetivos ya debería ser una idea superada. Y tristemente no lo es.

    Del mismo modo, sin importar el conflicto, la conclusión parece ser que alguien “se vendió”: o la FSF se vendió cuando cancelaron a RMS, o RMS se vendió cuando no criticó a systemd, o RedHat compró al gobierno de Debian para que systemd sea estandarizado de facto, o Canonical se vendió a Microsoft, o tal o cuál corporación es responsable de infectar el proyecto en cuestión con su dinero, etc. Cuando no se espera pureza de principios, se espera pureza económica, o hasta pureza de alma. Y la objetividad ciertamente no ayuda a humanizar esos debates. A veces pareciera que se pretende que quienes trabajamos en informática ignoremos nuestras fuentes de trabajo, y si tal o cual entidad nos paga el sueldo entonces somos impuros (o sea, corruptos). O incluso es como si los argumentos hicieran de cuenta que quienes hacen software libre fueran una especie de mártires cuyo único compromiso en la vida es con… cualquiera sean las ideas que quien se queja en ese momento interpreta que deben ser las del software libre; y, por supuesto, que son inmunes a las condiciones económicas del mundo real. El punto debería ser que estamos perdiendo batallas políticas, no que la pureza sigue sin aparecer.

    Otro caso típico de inmadurez política: la cuestión de los códigos de conducta. Los movimientos políticos vinculados a los racismos, los feminismos, y los géneros, por dar algunos ejemplos que todos conozcamos, tienen mucho camino recorrido en términos de organización, derrotas, y triunfos. Son movimientos con varias generaciones encima, a diferencia de los informáticos que tenemos apenas una o dos. Y esos movimientos aprendieron a construir poder político real: elles tienen mártires de en serio, con vidas enteras dedicadas a sus causas. Y, coherentemente con su militancia humanista, intervienen en todos las esferas de praxis humana: tal y como hace la economía desde hace siglos sin que a nadie parezca importarle. Si tiene algo qué ver con seres humanes haciendo algo, entonces elles tienen algo para decir, porque discuten lo que significa ser humane. Y en informática les hemos recibido, y seguimos recibiéndoles frecuentemente, con hostilidad y desprecio: no leemos sus libros ni participamos de sus charlas, pero hacemos de cuenta que tenemos cosas profundas para decirles, o bien que debatimos cuando en realidad sólo les ninguneamos. Frecuentemente hablamos sobre la especificidad de lo que hacemos, pero cuando nos corresponde hacernos cargo de que no estamos formados ni en raza, ni en género, ni en feminismo, en lugar de eso les negamos autoridad y hasta intentamos llevar las discusiones hacia un sentido común que atrasa décadas. No nos gusta que desde otras áreas nos digan cómo comportarnos: nos creemos aislados de “toda esa boludez social”. Nunca decimos algo como “la verdad que no sé una mierda sobre género, ni racismo, ni feminismo”: pero eso no es un problema cuando se trata de responderles que cambiar palabras es una idiotez, o que moderar el lenguaje que usamos es censura. Demasiadas veces hacemos de cuenta que nuestra intolerancia está justificada en alguna objetividad que el otre ignora o corrompe, y en estas cuestiones queda evidenciado. Y en todo caso, nuevamente le damos la espalda a cuestiones que la sociedad impone. Lamentablemente, esto es especialmente notorio cuando aparace la palabra “libertad” por algún lado.

    Pero además, el velo de la supuesta objetividad nos hace fantasear que somos inmunes a la influencia ideológica, cuando estamos lejos de serlo. Demasiadas veces he visto debates en informática que hablan de pretendidas meritocracias, competencias virtuosas, o hasta directamente críticas a la idea de estado, las cuales coinciden todas con premisas neoliberales. Por supuesto jamás se hacen cargo de tales coincidencias en esas discusiones, ni reflexionan al respecto: ni siquiera cuando desde el feminismo o el anti-racismo se les llama la atención.

    Lo que logramos al pretender darle la espalda a la realidad, ya sea pretendiendo que sea más sencilla de lo que realmente es, o bien pretendiendo que cualquier cosa que no se adecúe a nuestros estándares sea considerada alien, es delegar el poder político de esos asuntos a otros actores. Y allí es donde las relaciones públicas corporativas se hacen un festín, aprovechando todos estos espacios que dejamos vacíos para ejercer elles poder político en nuestro nombre. Hoy claramente estamos siendo usados por corporaciones que hacen de la informática un lugar peor para usuarios y desarrolladores por igual, y además están haciendo un daño estremecedor a la sociedad en general, mientras hizan nuestras banderas con hipocresía y de esa manera nos avergüenzan.

    Y es doblemente trágico cuando todo esto afecta al Software Libre en particular, porque es un espacio desde donde tenemos mucho para ofrecer a la sociedad. Así como las militancias del racismo o el feminismo se meten en el mundo del software, nuestras reflexiones sobre la naturaleza del intercambio, del conocimiento, de las prácticas comunitarias, y de la colaboración, tienen profundas consecuencias una vez propagadas en la sociedad, y trascienden por lejos al software. Tenemos la capacidad de, como elles hacen, confluir en movimientos heterogéneos y masivos de poder político, para así establecer agendas de cambio social. Mientras tanto, GNU/Linux ganó la guerra de los servidores pero nunca en los escritorios, GNU no tiene injerencia en móviles, Linux es cada día más corporativo, systemd cada vez está más cerca de reemplazar a GNU por completo, las corporaciones tienen cooptados a les usuaries, y nosotres como comunidad hacemos esfuerzos por seguir discutiendo quién es un idiota.

    Quienes trabajamos en informática no deberíamos pretendernos aislados del resto de la sociedad. Pero quienes además llevamos adelante iniciativas políticas, como lo somos quienes formamos parte del movimiento Software Libre, tenemos la obligación de reflexionar sobre estas cuestiones y hacer nuestro mejor esfuerzo para encararlas con inteligencia y responsabilidad. Pero lo más importante de todos: hacemos ideología, y tenemos que aprender a abrazar esa idea de una vez por todas. Les propongo entonces que hagamos ideología con honestidad intelectual y sensibilidad, ya que nuestra militancia hoy tiene mucha más necesidad de empatía que de objetividad.

 

    Este texto lo escribí para la materia Historia de la Ciencia, del Doctorado de Epistemología e Historia de la Ciencia de la UNTREF, a finales del 2020. Versión PDF, aquí.


    Episteme y tecné, fundamentos elementales e históricos de lo que hoy llamamos ciencia y tecnología, son dos conceptos de límites difusos y profundamente debatidos. Y por supuesto que los anacronismos no van a ayudar a definiciones más precisas, pero eso no quita que si rastreamos la moderna y vigente distinción entre ingenieres y científiques, dos roles que se encarnan alrededor de la idea de conocimiento y dos labores críticas en la construcción de las sociedades contemporáneas, se llega sin muchas dificultades hasta los orígenes mismos de ambos conceptos en la antigua Grecia. Lo cuál constituye una extraña constante en la historia de la ciencia: si une presta atención, en realidad no se entiende del todo sobre qué está fundada.

    Algunas partes de episteme y tecné son más fáciles de distinguir que otras. Al caso, cualquier diccionario o enciclopedia nos va a saber explicar cómo episteme refiere a cierto modo del conocimiento vinculado a generalidades y causas últimas, lo cuál vendrían a ser nuestras modernas leyes científicas, y que en la antigüedad estaba más ligado a un conocimiento elevado o hasta un componente de la sabiduría; mientras que tecné refiere a saberes más acotados y vinculados a quehaceres concretos, como el conocimiento vinculado a las profesiones y las artes. Y hasta ahí, no parece haber problemas demasiado grandes.

    Pero también es cierto que tan frecuentemente coinciden aspectos de ambas que cabe la pregunta de si no son más parecidas que distantes. Y esto no es ninguna idea novedosa. Se puede apreciar, por ejemplo, en la enciclopedia de filosofía de la universidad de Stanford, en su artículo referido a la historia de ambos conceptos, que los mismos no están tajantemente separados sino hasta Aristóteles, y que incluso el Sócrates de Jenofonte casi hasta activamente despreciaba una categorización como esa; episteme y tecné estaban todo el tiempo mezcladas, incluso en la antigua Grecia. Pero así y todo, pareciera haber hasta hoy reglas que rigen el trabajo epistemológico y el tecnológico por separado, llegando al punto que hacemos epistemología les filósofes, y tecnología básicamente todes les demás.

    Los problemas arrancan fundamentalmente a la hora de pretender lidiar con la tecné; o, para ser más precisos, con qué no lo es. Al caso, Eric Schatzberg, en su obra “Technology, Critical History of a Concept”, se pregunta un poco cómo puede ser que un concepto tan heterogéneo en sus características formales no sea más frecuentemente problemático para quienes lo articulan en sus reflexiones. “Tecnología”, para Schatzberg, es un concepto “marginal” en la reflexión teórica en general, en el sentido de que mucho más frecuentemente que analizarlo se lo dá por entendido. Y plantea un argumento (que, a su vez, tomó de Serafina Cuomo) para comprender el fenómeno:

    (…) The marginal status of technology as a concept isn’t the result of historical accident. Instead, this marginality is rooted in a fundamental problem. In the division of labor that accompanied the rise of human civilization, people who specialized in the use of words, namely scholars, grew distant from people who specialized in the transformation of the material world, that is, technicians. Our present-day concept of technology is the product of such tensions between technicians and scholars. Since the time of the ancient Greeks, technicians have fit uneasily into social hierarchies, especially aristocratic hierarchies based on birth. (…)

    O sea, algo que hoy por hoy nadie negaría: un problema político. El término “tecnología” en Schatzberg, más tarde aclara, en realidad es un fenómeno de finales del siglo XX, y toda la historia de occidente antes de eso más bien se refería a la idea de “arte”; término que comenzó a restringirse en “lo artístico” al mismo tiempo que “tecnología” crecía, pero que en principio refería a “los quehaceres” y “lo material”: tecné, básicamente. Pero la distinción también era política en su contraste con “la ciencia”, independientemente de qué forma particular de tecné estuviéramos hablando, o del momento histórico.

    Esto ya quedaba claro en el contraste entre Sócrates y Aristóteles, cuando el primero, según Jenofonte, desconfiaba de la idea de ponerse a estudiar el cosmos, y decía que estudiar geometría estaba muy bien siempre y cuando llegara hasta el conocimiento de medir la parcela de tierra que uno pretendiera comprar; mientras que Aristóteles pretendía separar “los razonamientos acerca de lo que no puede ser de otra manera”, y a distinguir niveles de virtudes más elevadas que otras, cuando pretendía separar la paja del trigo entre quienes debían o no gobernar.

    Pero antes que concentrarme en cualquier idea aristotélica o socrática, la mención a lo político la quiero utilizar para explorar algunos aspectos más de esta “competencia” entre tecné y episteme por la calidad, utilidad, y nivel, del conocimiento. Porque “lo político” (otra categoría sobre la que podríamos hablar años sin ponernos de acuerdo en su alcance, especialmente en sus contactos con “lo cultural”) no se reduce a lo que dijera tal o cual pensador en algún lugar alguna vez, sino que a mi juicio la relación es más bien al revés: esas ideas se sostienen porque tienen lugar entre una sociedad que las hace sobrevivir al paso del tiempo y que les da centralidad. Una persona, por incisivas que puedan ser sus reflexiones, difícilmente pueda decir cosas sobre el universo que duren más allá de los pocos minutos que toma el enunciarlas si no cumple con una serie de normas determinadas por la sociedad de ese momento histórico. En la propia historia de la ciencia podemos encontrar muchos ejemplos de cánones milenarios erróneos, al mismo tiempo que periferias de muchísima menor trascendencia historica aunque de conclusiones acertadas: es el caso de Aristóteles mismo, frente al modelo geocéntrico de Aristarco.

    Sostengo entonces que las condiciones de una verdad relevante están en la cultura misma sobre la que se pretende tener relevancia. Y uno de los aspectos tal vez más lejanos para nosotres con otros momentos históricos es el rol del relato mítico encarnado en lo religioso como rector de una sociedad. Los dioses griegos, básicamente, con todas sus aventuras y desventuras, constituían mucho más conocimiento de los fundamentos detrás de cómo funciona el universo que cualquier idea de Aristóteles, o Platón, o Sócrates, o quien fuera; en todo caso estos últimos debían fundamentar sus hipótesis en lo divino, y allí es donde cualquier cosa que dijeran podía conseguir o no aceptación social general. Y sucede que la tecné tiene un curioso lugar en el panteón del Olimpo.

    El canon mitológico puede ser caótico y permitir muchas interpretaciones. Pero en todo caso, la representación de la tecné en ese relato fundacional de nuestro universo brilla más por sus defectos que por sus virtudes. Hefesto, el dios griego de la tecné, pareciera ser el único que no estaba físicamente idealizado; léase, era feo. Ciertamente, toda una anomalía frente a la gloriosa belleza general de sus colegas. Pero esa anomalía va mucho más allá que simple “fealdad”.

    Hefesto era aparentemente un dios de bien (al menos para los estándares de esos dioses), apasionado por su trabajo, generoso, que no parecía tener tanto interés en hacer travesuras como sí demostraban muchos otros dioses, que parecía tener muchos más problemas con otros dioses que con nosotres mortales, y que incluso cumple roles muy importantes en nuestra historia. Por ejemplo, el fuego que Prometeo robara de Olimpo para más tarde compartir con los hombres, era precisamente el fuego del taller de Hefesto. Y Zeus mismo, con malas intenciones, y probablemente también de malas maneras, ordenó a Hefesto la creación de la primer mujer humana: Pandora. Y además de nuestra historia de origen, Hefesto participó constantemente en las historias de tanto dioses como héroes por igual, mediante el uso de sus habilidades: forjando items mágicos y artefactos de diversa importancia.

    Pero Hefesto era curiosamente feo, independientemente de sus virtudes o trascendencia. Concretamente, tenía una cojera, que depende quién lo cuente tenía diferente alcance (llegando hasta el enanismo) y diferente origen. Pero es una particularidad que ha llamado la atención de más de un estudioso. Por ejemplo, existen trabajos que vinculan esa cojera a un simbolismo relacionado a enfermedades frecuentes entre quienes trabajaban el metal por aquel entonces, e incluso debates entre quienes lo consideran una representación de enfermedades congénitas (ejemplo #1, ejemplo #2).

    Y su fealdad le traia problemas a Hefesto; no era algo simplemente pintoresco o menor, sino un rasgo central de su historia, especialmente en lo que respecta a sus relaciones amorosas y sexuales. Por ejemplo, Zeus le arregló un matrimonio con Afrodita, quien luego no le fue fiel, lo cuál llevó a que más tarde Hefesto terminara armando toda una escena cuando la encontró “in-fraganti” con Ares. También hay un relato muy importante en la historia de Hefesto vinculado a Atena, donde básicamente esta última lo rechaza categóricamente, en un contexto que dependiendo la línea canónica podía ir desde un maltrato de Atena hasta un intento de violación por parte de Hefesto. Incluso una de sus historias de origen plantea que su madre lo tiró del Olimpo cuando nació, por ser “feo”. Pero el detalle de las muchas historias de este dios de la tecné excede por mucho el objeto de este texto; me interesa concentrarme en el detalle de que la fealdad le traia problemas notorios, y eso no era un tema recurrente entre los dioses sino una cosa que más bien le pasaba a él sólo.

    De una manera u otra, todo indica que en líneas generales era un dios querido por la población en general, y muy relevante en la cultura ateniense. Los himnos de Hefesto que nos llegaron hasta nuestros tiempos básicamente agradecían las cosas que el dios había enseñado a los hombres. Y es que ese fue uno de sus roles centrales: divulgar el conocimiento de “las artes” (en sentido amplio). Sin embargo, Hefesto nunca dejó de ser una figura menor en relación con Atena, quien también se encargó de divulgar conocimiento, pero que curiosamente este otro conocimiento tenía un estatus superior. Precisamente, a Atena se la relaciona más bien con la sabiduría que con las artes.

    Teniendo todo eso en cuenta, es interesante considerar que las historias de Hefesto parecen vincular con frecuencia y claridad las dos figuras menores de la sociedad griega: las mujeres, y los esclavos. Hefesto era un dios mucho más sometido que libre, que frecuentemente realizaba sus tareas manuales de la misma manera que cualquier esclavo en cualquier polis (bajo órdenes), y que dependía también frecuentemente de sus habilidades prácticas para salvar situaciones generadas por su condición física y social. Pero nótese incluso la problemática relación entre esta representación de la tecné y las mujeres: todos los dioses griegos parecen mostrar un historial sexual nutrido en violencias contra las mujeres y abusos de poder de todo tipo, pero aparentemente las únicas historias donde las mujeres tienen poder para rechazar o siquiera evitar el deseo sexual de un dios son las de Hefesto. Y esto pareciera estar justificado unánimemente en su “fealdad”, pero sin embargo Hefesto demostró en múltiples oportunidades disponer de la pericia técnica para someter a cualquiera si lo deseara, e incluso demostró también pericia diplomática para convencer hasta a Zeus. ¿A qué viene la “fealdad” entonces?

    Sostener cualquier tesis al respecto de estos comentarios con un mínimo de rigor requeriría mucho más trabajo que aquel puñado de párrafos, y ciertamente es algo que le queda muy grande a este texto: porque no sólo se requiere un análisis pormenorizado de los mitos en diferentes momentos históricos, sino que incluso la “cultura griega” en realidad no era tal cosa y estamos hablando de muchas culturas organizadas de muchas maneras tanto en el tiempo como en el espacio. Pero igualmente parece pensable interpretar la existencia de cierto sesgo con respecto a la tecné instalado ya directamente desde el mito fundacional, anterior a Aristóteles: como si la tecné fuera conocimiento de segunda, una cosa de gente a la que le faltan otras virtudes.

    Y sin embargo, esta “cultura griega” que supo comenzar a distinguir entre tecné y episteme de manera aparentemente tan sesgada, terminó construyendo maravillas tecnológicas como el mecanismo de Anticitera. Recordemos, estamos hablando de lo que se considera la primer computadora analógica de la historia de la humanidad, utilizada para predecir fenómenos astronómicos con admirable precisión incluso para nuestros estándares. Y si uno se pone a curiosear los pormenores detrás de construir un dispositivo como ese, tiene por lo menos tanta episteme como tecné. De nada hubieran servido las grandes investigaciones y teorías de prestigiosos astrónomos para construir un dispositivo como ese sin el conocimiento técnico de materiales ni la pericia para manejarlos con la precisión requerida; de nada sirve para esta tarea un maestro artesano que pretendiera no tener contacto alguno con las matemáticas de los engranajes diferenciales ni los complejos problemas a resolver para calcular la información deseada. Toda esta tarea, a su vez, escaso uso tendría si el dispositivo no fuera posible de ser utilizado por un tercero, alguien incalificado para la construcción o configuración de semejante aparato, pero que de una manera u otra requiere utilizarlo; tal y como cualquier computadora moderna, que uno no se pone a construir ni necesita entender mucho qué digamos, sino que uno simplemente utiliza. Y esto último implica otro nivel agregado de tanto tecné como episteme, que conocemos hoy en los ámbitos academicos y técnicos bajo conceptos como “ergonomía” o “interfaz de usuario”, y no pasa tanto por entender ni los planetas ni los engranajes. No se trataba, en definitiva, ni una tarea de algún genio, ni la intervención de ninguna musa, sino que dispositivos como ese son el fruto de un trabajo colectivo y organizado entre diversas formas coordinadas de conocimientos y disciplinas, muy probablemente incluso durante generaciones; y donde además se agregan les usuaries de dichos desarrollos, con otras necesidades epistémicas y técnicas, construyendo de esa manera un entramado social de conocimientos complejo en muchos niveles. Llegar a semejante desarrollo es difícil de imaginar con la idea de “tecné como conocimiento de segunda”: para esta gente, la tecné era claramente muy importante.

    Si revisamos un poco la cronología hipotética de hechos alrededor del mecanismo de Anticitera, lo primero que encontramos es que se especula date del período Helenístico del desarrollo científico griego; es decir, los tiempos posteriores a Alejandro Magno, que arrancan por el siglo III AC. Para ese entonces Aristóteles ya podría ser una autoridad, pero también fue un momento histórico de mucha influencia intercultural con Persia, Egipto, y partes de Asia, así como también de pérdida de relevancia de Grecia propiamente dicha: Atenas, Sparta, y el resto de las ciudades estado que constituían “Grecia” ya no era las capitales ni culturales, ni científicas, ni militares, que pudieron haber sido en siglos anteriores, y esos roles se desplazaron hacia ciudades como Antioquía o Alejandría. Esta última, famosa a su vez entre otras cosas por haber sido sede de dos grandes maravillas de la antigüedad: el faro, y la biblioteca. Y podríamos dedicar amplios párrafos a comparar ciudades y buscar datos, pero apresurando nuevamente una tesis que no será posible sostener con adecuado rigor diría que el mecanismo de Anticitera se explica mejor por las diferentes políticas de financiamiento científico y tecnológico de Alejandro Magno en adelante, mucho antes que por la sabiduría, órdenes sociales, o la aparición de grandes genios; es decir, nuevamente, política antes que naturaleza del conocimiento.

    Pero la figura de Alejandro Magno abre también la puerta para otra arista frecuentemente mencionada cuando uno repasa la historia del desarrollo científico, que es el ámbito militar, dominios de Atena y de Ares. Muches de nosotres modernes nos formamos en un sentido común que relaciona el financiamiento militar con el desarrollo científico, dada la experiencia de las dos grandes guerras, y la posterior guerra fría. Sin embargo, parece ser aceptado que el financiamiento formal a la ciencia para la guerra es algo más bien novedoso del siglo XX, y que los hitos de tal relación en la antigüedad son esporádicos cuanto mucho. Por ejemplo, Barton Hacker, en su trabajo “Greek Catapults and Catapult Technology”, escribe lo siguiente:

    (…) Why, for example, were catapults so successful, so widely adopted? What role, if any, did Greek science play in the development of catapults? What were the consequences of a highly developed catapult technology? (…) The earliest catapults were the product of relatively straightforward attempts to increase the range and penetrating power of missiles by strengthening the bow which propelled them. Since such a reinforced bow could not be spanned in the ordinary way, mechanical ingenuity supplemented human muscle. (…) Thus the archer could use not only his arm muscles but his more powerful back muscles as well. (…) What did catapults contribute to the highly efficient siege craft of Alexander and his successors? Clearly catapults were not powerful enough to batter down the walls of a well-fortified town. But they could, and did, provide the covering fire that enabled attackers to approach the walls, where other techniques could be brought into play in order to breach or surmount them. (…)

    Las innovaciones tecnológicas eran frecuentemente pequeñas modificaciones vinculadas a la optimización de algún mecanismo, usualmente realizado por técnicos. O hasta directamente provenían de origen civil, desde donde se desarrollaban soluciones a problemas primero, y luego se buscaba financiamiento. Precisamente, lo que sí era frecuente en la guerra era el financiamiento tecnológico, no el científico. Pero además, tales “innovaciones tecnológicas” eran apenas un complemento del desarrollo tradicional de las prácticas de guerra, donde se observaban como “innovaciones” o “tecnología” a las estrategias, los diversos órdenes de acción militar, o hasta el origen de los soldados e incluso del oro para financiar la campaña: todas técnicas mucho antes que “leyes”. La pericia marcial, dicho sea de paso, era una forma de técnica antes que una sabiduría. Les generales debían ser sabios, sin duda; pero de la misma manera, una guerra sin tecné resulta inimaginable, y más bien pareciera que la episteme fuera la secundaria en este campo de la praxis humana con tantos problemas prácticos qué resolver.

    Es irónico que tanto Ares (avatar de la violencia en la guerra) como Atena (de la sabiduría en la acción militar, entre otras cosas) hayan tenido tan peculiares problemas con Hefesto, cuando todo indica que más bien deberían ser buenos amigos. Lamentablemente llegamos tarde a esta conclusión como para salvar el vapuleado prestigio del pobre Hefesto entre sus pares. Pero me atrevo a especular si no serán por razones emparentadas a esas injusticias para con el prestigio del dios de la tecné, que hoy conocemos muchos más grandes pensadores de por aquel entonces, e incluso grandes héroes de guerra, que grandes artesanos o trabajadores.

    Hoy en día, la filosofía de la tecnología se ha desarrollado como disciplina, y desde allí tenemos herramientas y colegas con los cuales pensar nuestras relaciones posibles con qué tecnés para qué sociedades. Otras relaciones con la tecné, menos despectivas, son posibles.

    Al caso, por ejemplo, Leonardo Ordóñez, en su trabajo “El desarrollo tecnológico en la historia”, sostiene que “la organización social incide en el desenvolvimiento de la técnica, y esta, a su vez, ayuda a modelar aquella, en una constante retroalimentación mutua”.

    En ese mismo trabajo, Ordóñez nos cuenta acerca de Michel Serres, que desarrollara un modelo explicativo para el desarrollo histórico de la técnica, y en el mismo se “reivindica” (observación mía) a Hefesto como avatar de la revolución industrial.

    U obsérvese también otro trabajo, esta vez de Guido Nicolosi, donde se explica lo siguiente:

    (…) The body is the first instrument of man, his first technical object. The primary form of technique is therefore that of the body. (…) These elements will thus reappear frequently during this reflection: analyzing technique, as I see it, means starting off from these. Highlighting the relationship between these phenomena and technique in itself involves a demonstration that technique and society are not separate entities. Indeed, technical skills are not the property of any single body, but are qualities arising from the entire system of relationships that constitutes the presence of an agent in an extensive and structured physical and social environment.

    El trabajo de Nicolosi está adecuadamente titulado “Tras las huellas de Hefesto: habilidades, tecnología, y participación social”.

    Para finalizar entonces este repaso por algunos contrastes entre las ideas de tecné y episteme, como conclusión, quiero plantear que: si bien es absolutamente innegable el valor del trabajo vinculado a la episteme, percibo también un sesgo anti-técnico desde el origen mismo de tales conceptos, que sospecho ha tenido un profundo impacto en el desarrollo de la ciencia en occidente. Tanto es así que, hasta la revolución industrial, o incluso tal vez recién muy entrado el siglo XX, no se revalorizó a la tecné; y es posible que en muchos ámbitos académicos aún siga siendo vista como conocimiento de segunda. Y considero esto cuanto menos un despropósito. Porque la tecné forma parte de nuestros rasgos constitutivos más elementales en tanto que especie misma, y alrededor de nuestras tecnés es que también organizamos nuestras vidas, nuestras sociedades, y cualquier futuro posible.

    Tuve acceso a una copia de Multiversos, el recientemente publicado libro del grupo Luthor, y lo terminé de leer hace un par de días. El libro es excelente, y lo considero una lectura recomendada si no fundamental para cualquier persona que se interesa por entender a la ficción en tanto que objeto de manera rigurosa, contemporánea, y comprometida.

    Sin embargo, mucho más que una reseña (que francamente no sabría cómo escribir), me queda en el tintero una crítica, que me viene genial para mis propias teorías. Así que voy a aprovechar el envión de tener la lectura fresca y el tiempo libre de Enero, para dejar anotada mi línea de lectura de un problema que percibí. Sucede que en el capítulo 6 del libro, se habla sobre el concepto técnico de “saturación” en la ficción. Y mientras lo explicaron, dos puntos claves me resultaron disonantes. Se trata de apenas una diferencia de interpretación en un fenómeno, pero que cambia cierta carga de responsabilidad de mecanismos de bajo nivel, y entonces explica el fenómeno de otra manera, llevando tal vez a otros conceptos diferentes para entender la ficción.

    (…) Nuestra percepción de lo real parte de una saturación completa y de la negociación constante entre nuestros sentidos, es decir, del recorte que nuestra psique necesita hacer de la información proporcionada por ellos para organizar la experiencia y no colapsar en la hiperestesia. (…)

    Este es el primer punto donde empecé a sospechar de lo que leía, de modo que voy a detenerme a investigarlo. Hay algo aquí que me parece… confundido entre el sentido común de lo que se afirma. Es decir: cualquiera estaría de acuerdo sin grandes debates en que la realidad se constituye de aquello saturado en conjunto con aquello percibido. Pero hay detalles.

    En primer lugar, el límite de la hiperestesia. Hiperestesia es hipersensitividad: sentir demasiado, sentidos saturados (en la acepción coloquial del término). Esto se puede imaginar fácilmente con ruidos tan fuertes que aturden, luces tan brillantes que nos hacen doler la cabeza, etc. Y es interesante pensar los pormenores de esas operaciones físicas, biológicas, aún siendo legos en el asunto (es decir, sin ser médicos, ni estudiosos del cuerpo humano).

    Piensen un segundo en esos ejemplos: ruido muy fuerte, luz muy brillante. “La psique” a la que se hace referencia en la cita anterior no puede hacer absolutamente nada contra eso: no le pone un límite a los decibeles del tímpano ni a los lúmenes del ojo; la psique no calibra los sentidos, que a su vez no negocian entre ellos: en la hiperestersia, los sentidos se padecen, y punto. Y la hiperestesia, al menos en esas escenas que yo planteo, se produce por causas ajenas al funcionamiento de la percepción de lo real: fuerzas hostiles, desestabilizadoras de ese mecanismo. Hay otros ejemplos pensables, como ser condiciones del cuerpo que lo llevan a fenómenos similares: configuraciones que lleven algún sentido a ser vivido con mucha más intensidad que la de alguna forma de normalidad deseable. Piensen en alguna alergia en la piel, que te hace sentir demasiado cuando tocás algo, y “pincha” o “quema”.

    Aquí parece asumirse que el recorte de “la información proporcionada por los sentidos” tiene el doble fín último de “organizar la experiencia” y de “no colapsar en la hiperestesia”; pero en esos ejemplos inmediatos que introduzco yo, para nada extraños, no parece tener mucho qué ver la hiperestesia. Asumo que se está sosteniendo una hipótesis como la siguiente: “si no recortáramos nuestros sentidos, nos quemarían la cabeza”. Y coincido. Pero eso no es “hiperestesia”, y el detalle es absolutamente clave.

    Esa “cabeza quemada” no sería el efecto de “un sentido (o más) que sintió demasiado”, sino de una percepción intentando abarcar más de lo que puede. Y ese “recortar” y “hacer de intermediaria entre los sentidos” que parece ser la función de la psique, hoy por hoy se puede llamar sin grandes polémicas “procesar”. Como decía antes, la psique no calibra los sentidos: están siempre sintiendo a pleno. Siempre están a su 100% biológico de rendimiento. Lo que la psique sí puede hacer en situaciones normales es administrar el valor de lo que le brindan esos sentidos: recortar, valorizar, enfocar, etc. La “cabeza quemada” entonces se daría en la psique: con lo cuál no se le puede asignar a los sentidos la responsabilidad del problema. Y si el problema está en la psique, y es problema a la hora de procesar, de lo que estamos hablando es de, básicamente, de un problema de “ancho de banda” de la cabeza.

    Hasta aquí, apenas un detalle menor, mañoso, que en definitiva cambia poco o nada: casi que se termina diciendo lo mismo con otras palabras. Pero más adelante aparece la siguiente segunda cita:

    (…) podemos no haber viajado jamás a China, pero vivimos en la certeza de que no por eso los teatros de Shangai dejan de tener un número determinado, que podríamos averiguarlo, y que pueden ser visitados en direcciones verificables.
    (…)
    En cambio, por definición todo mundo ficcional es un mundo incompleto. (…) No podemos afirmar ni negar la existencia de la localidad de Aldo Bonzi en los mundos ficcionales en los que transcurre el Ulysses de Joyce, el Grand Thief Auto, o Seinfeld. Al menos no hasta que una expansión de esos mundos ficcionales llegue hasta allí,
    (…)
    La saturación del mundo ficcional, entonces, jamás supone la amenaza hiperestésica de lo real, sino que es una selección de escorzos y una gradual distribución de ausencias, dependiente, por principio de divergencia mínima, del marco de referencia de la realidad en la que se insertan.
    (…)

    Y aquí ya se asumen muchas cosas, que implican divergencias importantes entre lo que yo sostengo y lo que el capítulo ofrece. Vamos a tener que ir por partes.

    Fíjense, por ejemplo, esa última mención a la hiperestesia, y compárenla con lo que yo expliqué antes; aquí sí se vuelve importante la diferencia entre los sentidos y la psique. En el planteo de Luthor, esto no es menor: para elles, “inmunidad a la hiperestesia” se muestra como un razgo constitutivo de lo ficcional, mientras que desde mi punto de vista no existe tal inmunidad: la ficción te puede comer todo el ancho de banda de la cabeza sin mayores problemas.

    La clave está en el orden de los factores. Recordemos, si la responsabilidad no es de “los sentidos”, entonces es de “la psique”; y la psique “procesa”, y tiene un problema de “ancho de banda”. Claramente la analogía inmediata es con una unidad central de proceso típica de computación básica, y al problema aquí podemos llamarlo más específicamente “capacidad de cómputo” o “de proceso”. Todes sabemos que las computadoras pueden tener “el cpu al 100%”, y entonces “ponerse más lentas”, ¿verdad? O también “tildarse”. Todas esas cosas suenan bastante parecidas a aquél “colapso” del que la psique se protege al cortar la información. Pero ese colapso no sería porque el mouse o el teclado “se volvieron muy sensibles” (en cuyo caso la computadora es simplemente más difícil de usar), sino porque el CPU no tiene más capacidad, y se calienta, y demás fenómenos conocidos. Así entendido, la naturaleza de lo que procesa el CPU no hace ninguna diferencia, sino cuánto puede procesar y en qué tiempo.

    Y lejos de ser gratuita o lúdica, o siquiera didáctica, esta comparación viene al caso de introducir una cuestión que Luthor no toma en su libro: la ficción en tanto que problema computacional. Lo cuál es especialmente llamativo teniendo en cuenta que uno de sus principales intereses es abarcar a los video-juegos como género legítimo de ficción, y teniendo también en cuenta que en todo caso Luthor siempre reconoce los pormenores técnicos y operativos de cada medio (cine, literatura, etc) como condiciones de análisis. Sucede que los video-juegos introducen su propia especificidad en la cuestión computacional o informática; y tal y como sucediera con otras “nuevas artes” de tiempos anteriores (claramente pienso en el cine), este nuevo aspecto permite entender detalles de la ficción que de otras maneras serían escurridizos.

    Pero definitivamente lo más llamativo de esta ausencia de lo computacional en el texto de Luthor es que uno de los mecanismos más trabajados en el ambiente computacional, precisamente, es la saturación, en todas sus acepciones: porque el problema del CPU que planteo no es alegórico sino real, literalmente hay industrias enteras empedernidas en resolverlo, y durante décadas los video-juegos vienen siendo uno de los campos principales de batalla.

    Dejo apenas un ejemplo, ilustrativo de los contactos que hay entre la saturación de Luthor y la informática. Piensen en el desarrollo de los video-juegos 3D en primera persona. ¿Alguna vez se pusieron a curiosear cómo funcionan? ¿Intentaron tal vez programar alguno? Tienen a su disposición un mundo ficcional, y necesitan buscar estrategias eficientes de interacción con el mismo. “Eficientes” significa varias cosas, y entre ellas se encuentra “que no se bloquee el CPU tratando de procesar todo al mismo tiempo”: es decir, aquella “hiperestesia” que amenazaba desde lo real. Literalmente las ficciones ahora padecen esa hiperestesia, y literalmente quienes desarrollan video-juegos tienen que buscar estrategias para trabajarla o caso contrario el video-juego no existe. De ninguna manera la ficción está libre de esa “hiperestesia”, y cabe preguntarse seriamente cuáles son las diferencias entre esa “optimización necesaria” del problema computacional y aquel riesgo “sensorial” que Luthor describe como uno de los límites que separa ficción de realidad.

    Otro ejemplo de problemas en aquel planteo de Luthor. Se trata de una experiencia personal. Hace algunas semanas, distendiéndome luego del trabajo y el año académico, me puse a ver por internet el video-juego “Half Life: Alyx“. El cuál, debo decir, es una maravilla de la tecnología. Sin embargo, tuve la muy triste experiencia de padecer un efecto colateral de ese modo particular de video-juego: me generó nauseas. No pude seguir mirándolo, aunque me encantara. ¿Y por qué no pude? Literalmente por hiperestesia. En este caso, mi sentido del equilibrio se vió afectado por estar viendo en pantalla completa un juego VR en dos dimensiones. Y eso sucedió sin que yo me “tildara” ni “me pusiera más lento”: mi capacidad de cómputo estaba intacta. Es un ejemplo de cómo la hiperestesia efectivamente es otra cosa distinta de la que habla Luthor, y entonces no es ahí donde está ese límite de la ficción que busca. Y que claramente hay hiperestesia en la ficción.

    El juego VR literalmente exige calibrar la experiencia sensorial; ya no estamos hablando de estrategias discursivas sujetas a interpretaciones, o referencias que requieran un nivel de entrenamiento cultural determinado para poder percibir con plenitud el recurso literario, sino de efectos biológicos directos. Y el caso particular del sentido del equilibrio es paradigmático: un problema también de la robótica y la cibernética. Sucede que (y esto también fue una experiencia personal, porque yo estudié robótica y quise programar inteligencias artificiales desde muy jóven), cuenta la leyenda, en la medida que se pretendieron hacer robots autónomos y/o humanoides, quienes los desarrollaban, al intentar copiar las características humanas, se fueron dando cuenta de que en realidad tenemos otros sentidos sumados a los cinco canónicos, siendo el del equilibrio uno de ellos. ¿Quién no vió algún video de un robot humanoide, siendo torpe y cayéndose sin poder demostrar el menor atisbo de equilibrio? Es típico que tomamos conciencia de estos sentidos sólo cuando los perdemos, y mientras tanto continúan operando “en segundo plano”, sumando datos para ser procesados, sin que nos demos cuenta. Y es difícil pensar cómo “la psique” regularía esos sentidos si ni siquiera nos damos cuenta que existen; entraríamos en el terreno de lo inconsciente.

    Pero no es todo. Otras cosas se pueden obtener de esos ejemplos. Los juegos 3D se la pasan haciendo “recortes” de “lo que se percibe”. En realidad, lo que hacen es recortes de lo que se procesa, y de cómo se visualiza. Y es muy importante prestarle atención a los algoritmos utilizados al caso, para entender la clase de problemas puntuales que se solucionan. Por ejemplo, siendo que la generación de imágenes es uno de los procesos más costosos (¿lo será también para el ser humano?) sólo aquello que está dentro del rango de visión se debe enviar a procesar para ser generado como imagen; la memoria volatil es más rápida que el disco rígido, de modo que todo aquello que pueda guardarse en memoria se pretende mantenerlo allí para poder ser accedido rápidamente, de modo que el CPU no deba quedarse esperando al disco rígido para poder terminar alguna operación (allí ya estamos hablando de interdependencia articulada temporal y secuencial entre diferentes componentes de un sistema); los espacios tridimensionales pueden ser muy grandes y tener muchos componentes para procesar en simultáneo, de modo que todo ese proceso (así como también la ya mencionada generación de imágenes) se acelera con hardware ad-hoc para que no “colapse” el CPU, y diferentes algoritmos permiten cargar en memoria diferentes fragmentos del mundo con diferente criterio, para no necesitar cargar todo junto; etcétera. Si bien claramente la materialidad es muy distinta, no parece haber grandes diferencias conceptuales con aquel “necesita hacer de la información proporcionada por ellos para organizar la experiencia y no colapsar” de Luthor. Y así planteado, se nubla mucho la diferencia entre lo que Luthor propone que hace la gente para acceder a la realidad y lo que las computadoras hacen para generar la ficción.

    Computacionalmente, los algoritmos de optimización de capacidad de cómputo, u otras optimizaciones, no sólo los implementan los video-juegos, sino que toda la informática está plagada de ellos. Por ejemplo, los videos que consumimos por internet tienen un grado tal de optimización que podemos ver cosas de altísima calidad transmitiendo un porcentaje fraccionario de los datos totales de tal visualización: se utilizan algoritmos predictivos, y de variaciones mínimas, calibrados para obtener calidades suficientes, que reconstruyan la imagen a partir de menos información de la que se disponía originalmente, y permitan un balance entre cantidad de datos que se transmiten y calidad del producto final. Literalmente se calibra si se usa más CPU, más internet, placa de video, etc. Y siempre con el horizonte de que “no colapse”.

    Otro detalle. Luthor dice que “por definición todo mundo ficcional es un mundo incompleto”, y contrasta eso con la verificabilidad de lo real. Pero esto es profundamente problemático. En primer lugar, se habla de manera inocente de verificabilidad con el ejemplo de los teatros de Shangai, intentando sostener esa idea con la expresión “vivimos en la certeza”. Frente a esto, me permito recordarle a Luthor que vivimos en un momento de la historia de la humanidad donde existe más información que nunca, más accesible que nunca, más fácil de compartir que nunca, y con un desarrollo de la ciencia y la técnica absolutamente estremecedor y maravilloso, pero así y todo fragmentos significativos de la sociedad mundial te discute que la tierra es plana. “Vivimos en la certeza” no da cuenta de lo complejo que es el problema de la verificabilidad de la realidad; más bien dá cuenta de sus límites, y convierte a la realidad en un caso particular de la ficción: algo con lo que estaría plenamente de acuerdo, pero que no creo sea lo que Luthor pretendía decir.

    Y no tan curiosamente los video-juegos también tienen cosas para decir al respecto. Quizás lo que dice Luthor con respecto a los límites de la ficción sea aplicable para la literatura o el cine, pero en los video-juegos existe la posibilidad de la generatividad: se vá generando, sin más límite que el que resistan los servidores y el software. Eso coincide con el universo real, donde el límite lo pone la física universal. Y, además, en un mundo de un video-juego uno puede ir a ver al código y a la memoria qué existe y qué no: algo bastante más eficiente y preciso que la verificabilidad de la realidad. Está claro que Luthor se concentra más bien en la idea del canon y el relato concreto; pero el canon es errático cuanto menos, y la ficción no se reduce al relato: dos aspectos que también coinciden con lo que llamamos “realidad”.

    Eso último es importante. Porque claramente se pueden hacer interpretaciones de a qué llamamos “límites de la ficción”. Y Luthor se amparó en un sentido común de verificabilidad para hablar de realidad, cuando a todas luces es un concepto en absoluta crisis, en todo el mundo, de la mano de fenómenos como la posverdad y los infinitos negacionismos reaccionarios de toda índole. Pero al mismo tiempo, Luthor se permitió sostener “no podemos afirmar ni negar la existencia de la localidad de Aldo Bonzi en los mundos ficcionales”, poniendo diferentes ejemplos, entre ellos Senfield: una sitcom que no pretende plantear ningún universo distante ni extraño, y de hecho transcurre en Nueva York. Luthor va a tener que hacer serios esfuerzos para convencer a cualquier persona poco comprometida con la crítica literaria de que “en realidad no existe Aldo Bonzi en el universo Senfield”; porque es el más elemental sentido común que sí existe. Y cierra esta propuesta afirmando que no se va a poder sostener la hipótesis Aldo Bonzi “hasta que una expansión de esos mundos ficcionales llegue hasta allí”. ¿Por qué lo menciono? Porque estas expresiones son claramente mucho más normativas que descriptivas de la ficción: si no un síntoma de que algo no anda bien con la teoría, al menos un pedido de concesión.

    “Vivimos en la certeza” se aplica perfectamente al decir “Aldo Bonzi existe en el universo de Senfield” para cualquier hije de vecine. Aquí, en esta dimensión del problema que se plantea para explicar el concepto de saturación, tampoco percibo ninguna diferencia entre “la percepción de lo real” y “acceso a la ficción”. Ni tampoco en la idea de “selección de escorzos y una gradual distribución de ausencias” (casi una descripción de lo que hacen los motores 3D de video-juegos), en especial teniendo en cuenta que en todo caso se depende siempre de una “enciclopedia personal” y una “divergencia mínima”: ambas cosas necesarias para entenderse a une misme y a les demás en la realidad.

    Etcétera. Esos son algunos puntos disonantes en el planteo del capítulo de Multiversos sobre Saturación. Puntos que, admito, recorto y focalizo para poder hacer mis propias interpretaciones sesgadas e interesadas. Y digo esto porque en líneas generales el capítulo es sólido, y el concepto de saturación es cuanto menos productivo. A mí me hace ruido porque es básicamente mi tema de estudio, y puedo afirmar con plena seguridad que caso contrario no tendría nada qué reprocharle al capítulo. Y me parece que todas estas divergencias pueden entenderse tirando del hilito de la “hiperestesia”. De hecho, me parece muy lúcido que hayan planteado esa barrera. Mi recorrido teórico fue similar, pero con la divergencia mínima de considerarlo problema computacional. Y así, para estos problemas, yo desarrollé otras herramientas, que no creo que compitan con el concepto de saturación sino que sirven más bien para integrar aquello que no queda satisfecho en las presentes críticas.

    Decía, yo partí también del problema de lo sensible, como Luthor pensó a la hiperestesia como peligro de lo real y límite distintivo de la ficción. Pero yo invertí la carga de responsabilidad del problema poniéndola en “la psique”, y no en “los sentidos”. De esa manera, en Feels Theory, interpreté a los sentidos como el input de un segundo componente de nuestra subjetividad, y pensé un poco en qué hace ese otro componente. Pero también pensé en qué hacen los sentidos, qué son. Mi objetivo fue lograr una teoría que explique algunos fenómenos contemporáneos y urgentes de disonancias para con la realidad (o sea, ficciones): en concreto, la posverdad. Por eso mi lectura está calibrada para percibir cosas como “verificabilidad ingenua” o “sentidos y capacidad de cómputo”. Sucede que interpretando a los sentidos como un input de otra cosa, puedo pensar problemas de esa otra cosa, en lugar de ponerme a pensar en las infinitas materialidades de cada posible vector de influencia (un trabajo análogo a la búsqueda de especificidad de Luthor en la ficción, separándola del medio puntual). Pero también partí de otros conceptos, basados en experiencias personales, y francamente pasionales. Y sucede que, si separo los sentidos del cómo se procesan, y los interpretos como inputs de ese procesador, en realidad ese procesador tiene capacidad para tomar muchos inputs diversos, y no necesariamente son sólo los cinco sentidos canónicos. En ese nivel, ¿qué diferencia hay entre los sentidos canónicos y cualquier otro input de ese “procesador”? Tal y como fuera el caso del equilibrio, que constituye “un sentido de segunda línea”, pueden existir muchos otros “sentidos”, entendiéndolos como inputs. Y como si fuera poco, este modelo también permite una recursividad: el output del procesador puede volver a ser input en un segundo tiempo. De esa manera experimentamos, vivimos, sentimos, a la ficción; y allí ciertamente hay lugar para “hiperestesia”. Y, como si fuera poco, un pilar de mi teoría es la idea de la verdad como sentido: algo que explica mucho mejor al “vivimos en la certeza” de Luthor que la verificabilidad de la realidad.

    Hay mucho para decir, y no lo voy a hacer en este texto. Pero puedo adelantar que a los algoritmos para procesar información los llamo “sesgos”, a lo pre-procesado guardado en “base de datos” los llamo “prejuicios”, hablo de “experiencias cognitivas”, separo las nociones de “información” y de “dato”, entre otras cosas más. Yo abracé el aspecto computacional para encarar a la ficción, al mismo tiempo que abracé a sentimentalidad, para buscar explicaciones nuevas a qué pasa con las personas en el mundo que conocemos, y poder desarrollar tecnología vinculada a ello. Por eso el subtítulo de mi libro es “desde la posverdad, hacia la sentimentalidad artificial”. Y desde ese lugar entonces pretendí introducir una lectura crítica de apenas unos pocos renglones, disonantes para mi paladar, del reciente trabajo de Luthor.

Smells like teen spirit

| January 3rd, 2021

    Hace algunas semanas atrás escuchaba decir a Victor Hugo Morales, en una de sus editoriales, la siguiente frase: “nos encanta tener razón”. Le dediqué un par de horas a buscarla para linkearla, pero lamentablemente sin éxito: se perdió entre los infinitos videos de youtube que consumo a diario, y que no tienen desgrabaciones que luego faciliten sus búsquedas.

    Pero no importa, la frase persiste: “nos encanta tener razón”. Victor Hugo se refería, creo recordar, a cómo a veces nos ponemos criticones llegando hasta la obstinación, y de hecho cerraba la reflexión con el siguiente consejo: “el límite es cuando se comienza a criticar a la selección”. Dado que él hizo su carrera como periodista deportivo, frecuentemente hace analogías desde ese lugar, y esta vez le hablaba a sus colegas. Decía que en su experiencia con el mundial ’86 pudo ver periodistas incapaces de disfrutar el triunfo porque habían sido críticos de la selección nacional durante toda su campaña mundialista; necesitaban que perdiera, que le vaya mal a la selección, para justificar su postura. Y entonces utilizó eso como metáfora, como línea en la arena, de un límite que no hay que cruzar en pos de tener razón. Y digo metáfora porque, en realidad, hablaba de otro tema de actualidad, ya no me acuerdo cuál, pero uno de los tantos que nos cruzan en estos últimos meses: cómo comportarnos con la pandemia, qué hacer con las vacunas, y por supuesto qué pretendemos que suceda en el país y cómo nos llevamos con el gobierno.

    Siendo un tema que yo trabajo, eso de tener razón me quedó en la cabeza, pero sin darle mayor importancia, apenas como nota de color. Y pasó que, mucho más cerca del ahora, en un breve debate entre Navarro y Lijalad en El Destape, los escuché charlar precisamente sobre qué hacer con la gente que no se cuida durante la pandemia: que cómo puede ser, que si son los medios o no, que si habría que instalar más miedo al virus entre la gente, que si se puede o no hacer algo. Otra vez, el diálogo se perdió entre centenas de videos, pero los temas están claros y de hecho se repiten frecuentemente; confío en que todes puedan imaginar de qué les hablo sin grandes esfuerzos.

    En sintonía, ayer escuché una editorial de Ronaldo Graña, donde hablaba sobre la actualidad del covid y lo que se viene, y donde supo decir alguna frase que viene también al caso de todo esto, sea lo que sea:

    (…) En los ámbitos políticos, y en los ámbitos médicos, la preocupación es grande; en el único lugar donde no hay preocupación es en la esfera social, en la esfera pública: cuando uno vé los comportamientos de la gente pareciera que ya pasó (…) Por lo que sea, pero siempre por comportamientos sociales (…) Se saben algunas cosas sanitarias del coronavirus: se sabe cómo prevenirlo en la vida cotidiana. No se saben muchas. Pero lo que nadie logra descifrar ni acá, ni en Europa, ni en Estados Unidos, ni en ninguna parte de occidente, es por qué las sociedades llegan a un punto donde se hinchan las bolas, y dicen “bueno, que sea lo que Dios quiera”. Este es el verdadero enigma de lo que pasa hoy con el coronavirus (…) Nadie sabe por qué: si es como dicen los psicoanalistas por la pulsión de muerte, si es como dicen los economistas por la necesidad, si es como dicen los sociólogos por la necesidad de transgredir que tienen determinados sectores de la sociedad… nadie sabe a ciencia cierta por qué vastos sectores de la sociedad juegan a la ruleta rusa con este virus, del cual se sabe tan poco, y que ha matado a tanta gente.

    Y todas esas reflexiones están constantemente mediadas por la posverdad y las noticias bizarras: conspiranoia antivacuna, rebeldía intransigente, y furia ideológica. Y está claro que también es muy fácil rastrear sentidos comunes vinculados a derechas e izquierdas, que ya estaban instalados y militados desde hacía rato en las sociedades, y que no dejan de operar por estar viviendo en pandemia. Pero así y todo, hay fenómenos que se espaban entre los dedos, como bien reflexionaban Graña, Navarro, Lijalad, y tantas otras personas. ¿Cómo puede ser que todavía haya TANTA gente negando la pandemia? ¿Cómo logra ser TAN permeable la resistencia a la cura? ¿TANTO les cuesta cuidarse a quienes no se cuidan?

    Nótese que mi énfasis en esas preguntas viene al caso de la cantidad, la magnitud: no es un fenómeno marginal, ni en Argentina ni en ningún otro lugar de occidente (oriente no tengo la menor idea). Si fueran dos o tres gatos locos, vaya y pase. Pero hablamos de centenas de millones de personas, cuando no miles.

    Uno de los detalles ciertamente más pintorescos es el nivel de resistencia a la autoridad: algo que desde las izquierdas históricamente solíamos celebrar por nuestra posición de minorías, pero de lo que esta vez preferimos tomar distancia. Y me refiero en este caso no sólo al discurso de las autoridades, como ser un ministro o un presidente diciendo que por favor nos comportemos de X o Y maneras, sino incluso a la autoridad de la ciencia como verdad legítima y canónica.

    Pero no quiero extenderme demasiado en todos los detalles que se me ocurre plantear alrededor de estas escenas, aburriendo a cualquier lectora o lector; voy al grano. Esos niveles de rebeldía, de resistencia al cuidado, y de obstinación, que bordean lo caricaturezco, los encuentro también en otras dos situaciones: la adolescencia, y la adicción. De modo que me puse a pensar un poco en esos dos estados posibles de las personas, a traves del eje de su relación con la verdad.

    ¿Consideraron alguna vez la posibilidad de que podamos ser adictos a la verdad? Es raro, pero concédanme por favor algunos minutos para dedicarle a la idea. Hace varios años ya me preguntaba: “¿y si lo que pasa es que somos demasiado sensibles a la verdad?“. Esto es apenas un paso más en esa línea, nada que deba asustarles.

    Piensen unos segundos. ¿Qué es eso que menciona Victor Hugo de que “nos encanta tener razón”? ¿Qué es esa sensación? Supongo que todes la habremos vivido, ¿verdad?. La considero innegable. Y, sin embargo, no parece un elemento escencial en ningún análisis. A veces lo encaran por el lado de la “certeza”, como característica subjetiva, pero analizando si algo es “correcto” o “equivocado”, y no si “nos encanta”; a veces le dicen “verosimilitud”, lo cuál es una propiedad de los objetos (el discurso, por ejemplo), y el asunto ya pasa mayormente por la postura política, efectiva y activamente desvalorizando cómo pueda sentirse. Y me pregunto, ¿qué tan importante puede llegar a ser esa sensación?

    Recordando mi adolescencia, puedo decir que la sensación de tener razón ranqueaba bastante alto. No estoy seguro de si pueda ser el caso para todo el mundo, pero sí puedo dar fé de que efectivamente sucede. Y diría que no menos del 90% de mi rebeldía estaba amparada en esa sensación de que les demás no tenían razón y yo sí. Pero no era algo divertido o liviano: la sensación era insoportable, infuriante, desesperante. Por aquel entonces no tenía la idea clara, pero hoy puedo decir sin grandes dudas que en esa rebeldía se ponía en juego mi identidad. Y bueno… la primera en ligarla era la autoridad, cual fuera. De hecho, no lo había pensado antes, pero viví una larga adolescencia con una constante e infinita sensación de soledad, y es posible que buena parte de ello tenga qué ver con que no tuviera ninguna figura de autoridad legítima: ningún camino a seguir, ninguna referencia positiva… sólo sentía el deber de defenderme frente a un mundo que estaba equivocado.

    La adolescencia se caracteriza por un aprendizaje compulsivo de las emociones, fundamentalmente de cara a los cambios biológicos del cuerpo, y los cambios sociales de cara a nuestras nuevas responsabilidades. Coherentemente, que yo sepa, los dos grandes ejes de formación cultural para la adolescencia están puestos en la sexualidad y la inminente adecuación al mercado laboral (al menos para mi clase social; supongo que algo más general sería la frase “fijate qué vas a hacer con tu vida”). Pero más allá de qué tan bien planteado pueda estar aquello, en mi experiencia la relación con la verdad (y por lo tanto con aquella sensación de tener razón, que tan intensamente vivimos en la adolescencia) se reducía a la obligación de aceptar el canon de turno, y las figuras que se pretendían autoridades no parecían tener ningún interés en ganarse mi respeto: parecían creer que con fuerza les alcanzaba. La cuestión, para hacerla corta, es que, por ese camino, en mi caso particular, aprendí muchas cosas de mierda. Hasta eso de los 25 tranquilamente tuve que convivir con muchas ideas mal aprendidas de mi adolescencia sin nada que las contrastara, y me costó años sacármelas de encima cuando muy intuitivamente me iba dando cuenta de que algo no estaba muy bien qué digamos. Cosas vinculadas al sexo, a la autoridad, al trabajo, a la sociedad… todas fueron posibles de ser reformuladas y transformadas, pero no antes de prestarle atención a esa sensación incómoda e infelíz de que algo andaba mal, de que no tenía razón. De modo que, yo diría, aún sin ser adolescente, es bastante importante esa sensación.

    Pero eso son cosas mías, y no se supone que esto sea un diario íntimo ni nada parecido; pondría más ejemplos si los tuviera a mano, ya los buscaré por internet con tiempo. Continuemos por favor. Lo que me interesa dejar en claro es que se trata de una sensación. Victor Hugo dijo “nos encanta”, pero ese es un aspecto felíz del asunto. Otras cosas también nos encantan, y no por eso dejan de volverse algo bastante problemático y oscuro en nuestras vidas. El comer o el tener sexo pueden ser dos ejemplos inmediatos, pero que forman parte de una constelación de experiencias sensoriales que eventualmente pueden derivar en un estado, digamos, indeseable: la dependencia, o bien la adicción.

    Quiero ser respetuoso, y por eso no quiero hacer de cuenta que soy experto en estas cosas, así que permítanme ser categórico antes de continuar: no sé una mierda ni de adolescencia ni de adicciones. Estoy apenas improvisando reflexiones, que las dejo anotadas para aclarar mis ideas y compartirlas fácilmente. Por favor, permítanme pensar estas cosas aún siendo un ignorante. Lo digo por si alguien se siente mal por estar metiéndome en temas sensibles de una manera desprolija o desubicada: francamente ni sé medirlo.

    Sigo. “Desorden biopsicológico”. Eso dice la entrada de wikipedia en inglés “addiction”, arriba de todo, al principio nomás. Díganme ustedes si “desorden biopsicológico” no se parece bastante a la situación con la que les periodistes se rascan incrédules la cabeza sin saber qué hacer. Y esto lo digo, un poco como chiste irónico, y otro poco como legítima preocupación. U observen esta otra línea descriptiva: “Habits and patterns associated with addiction are typically characterized by immediate gratification (short-term reward), coupled with delayed deleterious effects (long-term costs)“. Díganme ustedes si eso no se parece bastante a cualquier comportamiento random que uno pueda tildar de “adolescente”.

    Pero estoy agarrando algunas poquitas palabras del artículo, y usándolas de manera bastante más libre de lo que corresponde. El artículo básicamente plantea que hay un modelo canónico para la definición de adicción, de orden cerebral (biológico) y conductista (psicológico), que si bien tiene críticas también es el punto de partida de cualquier diagnóstico. Y ese modelo plantea la idea de la relación adictiva en términos de acción-recompensa, que no tan sesgadamente me animaría a interpolar como “costo-beneficio”: algo mucho más cercano al canon económico, político, y ético, de nuestras sociedades contemporáneas, y que coincidentemente son tres ejes en absoluta crisis. Pero, en el caso estricto de la adicción, la “recompensa” parece estar planteada como enteramente “biológica”; es decir, sensacional.

    El tema es inmenso, y me rehuso a divagar durante párrafos y párrafos; podría estar semanas escribiendo. Así que voy a intentar cerrarlo de prepo, para continuar cualquier otro día y de cualquier otra manera. Y lo cierro entonces con una reflexión. Esa “sensación” que menciona Victor Hugo, afirmo yo, no es ninguna joda: es importante para las sociedades. Especulo que sea clave en la posverdad, en el control social, y en la discordia imperante a nivel mundial. “Demasiado sensibles a la verdad” es un poco eso: volvernos dependientes, adictos, a esa cosa que nos alivia la incertidumbre y nos aclara el horizonte de acción; eso que nos dice que somos normales, que no estamos loques, que no somos idiotas, que hay una explicación clara para lo que está sucediendo. Y ni hablar si justo vos resultás ser alguien dedicade a tomar decisiones importantes para les demás. NECESITAMOS eso: así de importante es. Y a todas luces los medios nos están engordando con las versiones industriales y procesadas de esa sustancia tan necesaria; como si nos vendieran agua u oxígeno pero, encima, mezclados con porquerías. En esos términos, diría que estamos dejando en manos del mercado algo mucho más cercano a lo que debe ser un derecho humano.

    Como dije tantas otras veces, uno de los problemas más importante de la verdad, y tal vez el menos estudiado de todos, es cómo se siente. Y especulo ahora que en el dominio de la formación de identidades y sujetos, mezclado con el de la dependencia y la adicción, podemos encontrar algunas respuestas al qué hacer de cara al caótico presente de nuestras sociedades, y de cualquier futuro mejor posible.

    Odio trabajar. Cada mañana que me levanto para ir a trabajar, desde hace ya muchos años, me siento un esclavo. Y tengo algunas cosas para decir sobre ese sentimiento.

    Lo primero es la necesidad de abrir el paraguas frente algunas situaciones inminentes de una declaración como esa. Sé muy bien que soy un absoluto privilegiado, en muchos sentidos. Mi vida diaria no es la de un trabajador de la zafra, ni mucho menos la de los históricos e icónicos trabajadores negros esclavizados en todo el mundo durante los siglos inmediatamente anteriores al actual. Soy varón, blanco, cis, que tuvo acceso no sólo a la educación sino también incluso a la vivienda, que fue criado con amor por una familia presente, que tiene amigos, y que tiene proyectos (en plural) de vida. Además, como si eso fuera poco (que no lo es), puedo también vivir de mi sueldo, e incluso darme el lujo de que mi esposa no esté obligada a trabajar para poder mantener económicamente nuestro techo. Formo parte de un porcentaje muy bajo de gente acá en Argentina, y encima tuve la suerte de formarme en informática, que es un ámbito laboral con mucho empleo legítimo actualmente en todo el mundo, y sin miras de que eso caiga con el paso del tiempo (sino muy por el contrario, sólo va a crecer). Y no solamente me encuentro con todas esas virtudes en mi vida, sino que además se dan otros detalles que hacen muy culposo afirmar algo como lo que arranqué afirmando en este post: no creo poder encontrar un trabajo mejor que el que tengo ahora. En mi trabajo actual, ya lo dije, me pagan bien; pero es además intelectualmente estimulante, me veo frecuentemente trabajando en proyectos de orden técnico cercanos a las vanguardias tecnológicas del rubro, es además un espacio con mucho futuro, pero por sobre todas las cosas trabajo con gente que no sólo es muy capaz sino que también es muy comprensiva y humana. Básicamente no debería poder quejarme. Y sin embargo, acá estoy.

    “No debería poder quejarme” es de hecho parte importante del problema. Pero creo poder llegar a eso más adelante. Con todas sus virtudes, mi trabajo es también exigente, al punto tal de que mis responsabilidades incluyen guardias pasivas 24/7, y no creo estar haciendo algo que para la sociedad sea TAN importante. De hecho, no lo es para mí. Trabajo de devops, y como ingeniero de live streaming. Me ocupo de que señales online permanezcan online. Y, francamente, no me importa mucho si permanecen o no online. Soy responsable, me ocupo de que lo que me piden se cumpla y que todo funcione bien, no sólo por mi trabajo sino por el de mis compañeres. Pero tanto mi cabeza como mi corazón están en cualquier otro lado. No me importa si alguien está mirando un partido de futbol y de repente tiene un microcorte, o si esta persona se ve en la insoportable necesidad (dios nos guarde) de cambiar de señal para poder seguir viendo el evento. No me importa si esa persona pagó o no por ese servicio, no me parece un acto de suficiente autoridad como para justificar ninguna urgencia real (como sí podrían serlo vidas en juego): hoy hay un partido de futbol, pero mañana hay otro, y después otro, y después otro; y hay repeticiones, y hay comentarios en diferido, y análisis, y gente hablando hasta el infinito sobre el tema, y con todo eso entonces el valor del constante “acá y ahora” es un absoluto fetiche que en definitiva somete a una larga lista de trabajadores vinculados a que todo ese aparato demencial continúe funcionando.

    Es apenas uno de los casos molestos en mi trabajo: los eventos deportivos. Hay muchos otros casos, también todos particulares y aislados. Pero en cualquier otro trabajo de mi gremio me voy a cruzar con las mismas cosas: todo ya, todo urgente, todo más rápido que ayer, porque sí. Las expectativas de mis superiores son lograr aumentar la velocidad con el mismo hardware, para poder subir la escala (o sea, más cantidad y más velocidad) a un precio accesible; combinen eso con la captura y gestión de datos de consumo, y se pueden especular “productos” futuros que se pueden vender a partir de estas tecnologías, y así crear otras tecnologías que sigan el mismo ciclo, y eso al infinito. Mis compañeres de trabajo también, en general, se forman y practican para ser parte de esos ciclos. Y no veo a nadie decir “no, paren, esto está mal”. “Nada de esto es urgente”. “No hace falta más escala”. “No hace falta más barato”. “No hace falta más”.

    En mi gremio, hoy por hoy, las métricas lo son todo. Lo que hace la gente predice lo que hará la gente, y eso determina en qué invertir dinero, y cálculos de dineros futuros, y cosas por el estilo. La clásica lógica empresarial, como siempre condimentada con ciencia para el trabajo y pseudociencia para la gestión, pero ahora con data de los usuarios en tiempo real. Es más fácil que nunca para los directores pegar volantazos con decisiones abruptas que significan el quehacer diario de los trabajadores, los cuales nos vemos zigzagueando todo el día entre mandatos nuevos sumados a las responsabilidades de siempre, para después ir a dormir pensando en los zigzags de mañana. Llegamos a casa cansados, sin energía, preocupados, y tratando de que el tiempo nos alcance para descansar así no nos enfermamos. No podemos dedicarle el tiempo que quisiéramos a nuestra familia, a nuestros amigos, ni mucho menos a nuestros proyectos cualquiera fueran. Y por supuesto que todo esto sólo se vuelve más difícil de sostener a medida que nos hacemos más viejos y nuestros cuerpos se van degradando.

    Podría decir mucho más, con mucho más detalle, pero prefiero volver al inicio: “no quiero trabajar”. No es que “no quiero trabajar en mi trabajo actual”, sino que no quiero trabajar, a secas, en absoluto. El síntoma más inmediato de mi problema es que al final del día siento que me paso la vida haciendo cosas que no quiero hacer, porque la alternativa es ir a parar a la calle. No quiero depender del trabajo tal y como lo conocemos para comer y tener techo. Siento que toda mi energia física e intelectual está al servicio de mantener y perpetuar un pandemonio kafkiano que tiene como novedad deshumanizante una supervelocidad cada vez más digna de ciencia ficción. La tecnología que todo lo acelera facilita también que eso sea masivo y hasta normal. Y las predicciones que se realizan con la data que yo ayudo a automatizar son para inversiones y ganancias, no para la salud de las personas y de las sociedades en general. La ética no es un problema más allá de la legalidad para todo este aparato, y en él me siento un agente del cinismo y la distopía. Así que no quiero ser un trabajador asalariado, del mismo modo que tampoco quiero ser un empresario. Siento un profundo desprecio por el concepto capitalista y/o contemporáneo de “trabajo”.

    La velocidad es parte del problema que vivo yo y que vive mi sociedad. Vivimos en una era donde el tiempo es el “bien” más escaso que tenemos, pero también eso es así porque el mismo sistema generó semejante situación. Nada objetivo o natural nos obliga a ir tan rápido en la generación de pavadas como el evento deportivo “en vivo”, es todo un constructo de urgencia cultural. Estupideces como esas se dicen que “generan trabajo”, del mismo modo que a mis modificaciones tecnológicas para que todo eso funcione se les dice que “agregan valor”. El capitalismo contemporaneo es básicamente un gigantezco esquema Ponzi, donde la producción tiene mucho menos qué ver con el valor que fenómenos tales como el sentido de pertenencia. Mi amigo Ezequiel Vila incluso afirma: “el capitalismo nunca pasó por la producción, sino por el consumo”. Y hoy, siglo XXI, no parece haber opción a ese sistema. Es que el concepto mismo de “producción” actual es incluso poco serio: una cosa es producir comida y ropa, o hacer casas, o cualquier elemento material que a uno se le ocurra, con diferentes grados de complejidad involucrada; otra cosa es el trabajo intelectual, las relaciones humanas, la generación de información, y demás. Hay niveles diferentes de producción sometidos a diferentes regímenes y dinámicas, y con diferentes fines; pero no manejamos diferentes teorías del valor para casos diferentes. Y eso viene también al hecho de que la economía en rigor se supone que está ligada en su caso de uso más elemental al fenómeno de la escases, cuando nuestras crisis económicas de hoy más bien se vinculan a todo lo contrario: sobreproducción.

    Son muchos los aspectos contemporáneos que nos hacen dudar muy fácilmente del capitalismo en general; no por nada está en crisis de credibilidad en todo el mundo. Pero quiero dejar anotado apenas uno más, vinculado nuevamente a la tecnología: hoy muchas cosas están resueltas, o se resuelven muy fácil, pero de una manera u otra se limita el acceso a todo eso. Desde querer controlar las copias digitales, a que no te atiendan en un hospital, no es un problema de falta de recursos o medios, sino de que el sistema requiera que vivamos necesitados de sus variables y sus dinámicas para poder perpetuarse. Eso no es ni eficiencia, ni productividad, ni mucho menos ética: es un control misántropo y nefasto de las sociedades.

    Todo eso es en general los clásicos problemas de la clase obrera y su relación con la plusvalía, reeditados en la contemporaneidad. Está todo directa o indirectamente en Marx y compañía. Quiero decir: no es nuevo como problema. Lo que es novedoso es la magnitud de algunas cosas. Pero por esto me parece muy sintomático que “no debiera de poder quejarme” porque “hay gente mucho peor que yo”. Hay toda una cultura que defiende esas cosas de las que me quejo, y que censura la crítica, desde la misma gente que la padece, aún cuando está más que claro que las cosas andan mal. Algunos dicen que “no podrías vivir sin trabajar”, otros que “el trabajo dignifica”; otros directamente reaccionan a la defensiva y se ponen a hablar de cómo el comunismo no funciona, que “los paises en serio” cosas, y muchos otros etcéteras. El mismo marxismo frecuentemente sostiene la necesidad de la identidad de clase y la identificación para con el trabajo, dos planteos que también considero parte del problema. Lo que necesitamos es reentender qué significa “trabajo”, y cuál es la relación que eso tiene para con la sociedad en general.

    Observen por ejemplo la siguiente reflexión informal, de hace como diez años atrás:

Lo conté un montón de veces, lo plantié un montón de veces, y lo sigo sosteniendo. A no ser que me traigas alguna forma de conocimiento que se auto-aprende o algo por el estilo, por ósmosis, aprender es el producto de un montón de trabajo. Trabajo que, sí y sólo sí la Universidad tiene alguna función social por fuera de la creación de aristocracias, hoy es no sólo en negro sino directamente no remunerado.

Sí, estoy diciendo que a la gente que estudia hay que pagarle para que estudie; en lugar de, al mismo tiempo, como estamos acostumbrados, obligarles a que en paralelo se rompan el orto también “laburando” y tratando de, al mismo tiempo, tener una vida por fuera de esa trituradora.

    Ya por aquel entonces tenía en claro que estudiar es un trabajo. Todavía el big data era un término apenas para entendidos, y si le querías explicar a los demás que la gente utilizando cosas gratuitas estaba generando información y conocimiento (o sea, estaba haciendo un trabajo), se reían de vos. Hoy el que no sabe eso es considerado un analfabeto para lo que es la política contemporánea.

    Con el trabajo científico y tecnológico hemos logrado maravillas impensadas hace apenas décadas atrás, y hasta logramos que la colaboración en la generación de información sea trivial; pero así y todo seguimos pensando en términos absolutamente obsoletos en relación a lo que es nuestra capacidad real de trabajo, como si todo tuviera qué ver con “generar capital” o “agregar valor”. Hoy, “generar capital” es poco más que “boludear”, porque está directamente determinado por la idea de “consumir”; y las relaciones de sometimiento laboral tienen mucho más que ver con generar una escases inexistente que lleve a una competencia entre pares mucho antes que con una distribución de ningún tiempo ni fuerza de trabajo escasos. Pero así y todo, cuestionar la idea de “trabajo” sigue siendo alienígena cuando no directamente tabú, y lo mejor que se puede esperar al hacer eso en público es que apenas se rían de uno.

    Como sea, mi idea de lo que hacemos cuando “trabajamos” en términos capitalistas es muy diferente a lo que estoy acostumbrado a escuchar en mis pares. La única urgencia real que tiene la humanidad en general es la muerte: es lo único que hace del tiempo un bien escaso en términos objetivos; y en lugar de poner nuestra fuerza de trabajo en resolver ese problema (extendiendo la vida por tiempo indeterminado), lo que hacemos es dedicarnos a generar sedantes (químicos y culturales) para mantener las relaciones de dependencia y sometimiento brutales que ya conocemos, como si la vida fuera eso. Si los mismos modelos actuales de generación de información (no necesito ponerme a pensar ninguna ciencia ficción) los aplicamos a problemas reales, se obtienen soluciones teóricas complejas en tiempos que en otras épocas sólo podrían ser calificados de fantásticos, y sólo resta llevar esas soluciones al laboratorio (tarea que también imagino que puede ser automatizada). Con lo cuál, “trabajar” pasa a ser poco más que dedicarse a pensar e interactuar con los demás, sin urgencias demenciales ni sometimiento deshumanizante. Y sin “capital” qué generar.

    La gente que me conoce sabe que puedo estar todo el día haciendo cosas, de diferente naturaleza: ciencia, arte, tecnología, o incluso compartir ocio, durante todos los días de mi vida. Y aún así, casi todas mis actividades extralaborales podrían calificarse hoy por hoy como “improductivas”, porque son todas sin fines de lucro. Y es que allí hay una de las claves oscuras que nos dejan ver cómo se esclaviza a la gente en el capitalismo: no existe “no hacer nada” en la vida; uno siempre está haciendo algo, esté o no “trabajando”, y el big data es prueba suficiente (y objetiva) de ello. “Algo productivo” es absolutamente contingente a las reglas de cada sociedad, no del capital, y es perfectamente pensable una sociedad donde no sólo no hay que dedicar la vida a generar capital, sino que tampoco hay por qué estar sometido a regímenes de trabajo que deban constituir ni una tortura ni una identidad ni nada de lo que constituyen hoy.

    Pero no quisiera dejar pasar otra reflexión, atacando la cuestión de “trabajo para no ir a parar a la calle”. También desde hace tiempo estoy convencido de que el gran problema con la pobreza en el capitalismo no es la “pobreza” en sí. No es tener pocas cosas, ni que muchas otras sean lejanas e inaccesibles. Yo no tengo problema con vivir en una casa pequeña, con la comida medida, usando la misma ropa hasta que se necesite cambiarla, sin lujos ni privilegios: mi problema con la pobreza es que sin dinero no puedo pagar la casa, ni la salud de mi familia, ni puedo comunicarme con la gente que se comunica utilizando tecnología, ni puedo acceder a un montón de conocimientos que me interesan para los quehaceres que realmente satisfacen mi vida (investigación, desarrollo, y solución de problemas reales). El problema no es la escases, sino el desamparo: el problema es quedarse sólo, sin nadie que a uno lo ayude, sin herramientas ni esperanzas. Y esa es la amenaza de la pobreza. Una amenaza enteramente generada por el capitalismo, para mantenernos pendientes del horario laboral y el consumo hegemónico. Es una forma muy cruel de sometimiento y de tortura.

    Repensando algunas nociones claves de nuestro quehacer diario (siendo el trabajo una de ellas), lo que obtenemos son críticas muy incisivas a muchas ideas instaladas desde hace generaciones. Lo que necesitamos para hacer eso no es ser grandes sabios cultos e iluminados, sino honestidad intelectual y espiritual para dejar de defender los sistemas establecidos e impuestos sobre nosotros. Yo propongo pensarnos todos los días como eslabones entre un pasado que no elegimos y un futuro para con el que somos responsables y sobre el que vamos a tener que dar explicaciones. Ese, me parece, es el camino para construir opciones al capitalismo, que no requieran armar un binarismo con el comunismo, ni que nos lleven a coquetear nuevamente con el fascismo como hoy está sucediendo por todos lados.

Lógicas del sentido

| November 25th, 2019

    Por cuestiones de fuerza mayor, me encontré revisando cuadernos de mis cursadas de Letras, hace más de 10 años atrás. Entre las muchas cosas que encontré, me tope con esta página de notas personales, que me puso muy contento el haber releido:

    ¿Hay chances de armar una gramática formal ad-hoc, en tiempo real, por discurso?

    Sería más bien una tecnología del discurso, como producto grágico/material de una serie de procesos analíticos.

    Analizar sintácticamente con múltiples modelos y generar graduaciones relacionales entre planos autónomos de análisis; cada modelo, un plano.
    Este resultado sería estructural siempre, y único en cada discurso.
    Permitiría abarcar la variabilidad del lenguaje.

    Hay, por ejemplo, condiciones funcionales, jerarquías estructurales, efectos posibles, prototipicidades, leyes de-facto, etc; todos esos son elementos de la unidad mínima del significado.

    La unidad es compleja; relacional, multidimensional, funcional, y contingente.
    Esta unidad sería objeto condicional de diferentes procesos.

    No quiero buscar normalidad; necesito trabajar lo posible.


    Ojo al efecto de ver “así algo”; se entiende “algo así” aún antes de leerlo. Se reconocen formas grupales.


    Adecuación de la gramática al sujeto, y no al revés.
    La unidad no se ubica: se construye. No es un investigador, sino un constructor de efectos. La condición es el efecto.

    Desde Rage and Time, de Peter Sloterdijk.

    (…)

    Who could deny that, as usual, the alarmists are almost right? The inhabitants of affluent nations sleepwalk mostly within illusions of apolitical pacifism. They spend their days in gold-plated unhappiness. At the same time, their molesters, their virtual hangmen, immerse themselves at the margins of happiness zones in the manuals of explosive chemistry. These manuals have been checked out of the public libraries of the host country. Once one has listened to the alarm for some time, one feels like one is viewing the opening credits of a disturbing documentary where the naive and its opposite are put into a perfidiously astonishing sequence by directors who know how to create effects: new fathers open up cans of food for their children; working mothers put a pizza in the preheated oven; daughters swarm into the city in order to make use of their awakening femininity; pretty salesgirls step outside during a short break to smoke a cigarette while returning the gaze of those passing by. In the suburbs, petrified foreign students put on belts filled with explosives.

    The montage of such scenes follows logics that can easily be understood. Many authors who see their vocation as educating the public in matters of politics (among them neoconservative editorial writers, political antiromantics, wrathful exegetes of the reality principle, converted Catholics, and disgusted critics of consumerism) want to reintroduce into a population of overly relaxed citizens the basic concepts of the real. For this purpose they quote the most recent examples of bloody terror. They show how hatred enters standard civil contexts. They do not tire of claiming that under the well-kept facades, amok has already for a long time been running. They constantly have to scream: this is not a drill! Because for quite some time the public has become used to the routine translation of real violence into mere images, into entertaining and terrifying, pleading and informative images. The public experiences the development of opposition as a tasteless regression into a dialect extinct for many years.

    But how is it possible to seriously present rage and its effects, its proclamations and explosions as news? What needed to be intentionally forgotten before the desire could emerge to stare at those who effectively practice revenge against their alleged or real enemies as if they were visitors from distant galaxies? How was it at all possible, after the disappearance of the West-East divide in 1991, for us to come to believe that we had been thrown into a universe in which individuals and collectives could let go of their capacity to have revengeful feelings? Is it not the case that resentment is what is distributed the most around the world, even more so than bon sens?

    (…)

    One understands this eccentric dynamic right away: to the victims of injustice and defeat, consolation through forgetting often appears unreachable. If it appears unreachable, it also appears unwanted, even unacceptable. This means that the fury of resentment begins at the moment the person who is hurt decides to let herself fall into humiliation as if it were the product of choice. To exaggerate pain in order to make it bearable, to transcend one’s depressed suffering, to “sport with his misery” (quoting Thomas Mann’s sensitive and humorous coinage about the primal father Jacob) to extend the feeling of suffered injustice to the size of a mountain in order to be able to stand on its peak full of bitter triumph: these escalating and twisting movements are as old as injustice, itself seemingly as old as the world. Isn’t “world” the name for the place in which human beings necessarily accumulate unhappy memories of injuries, insults, humiliations, and all kinds of episodes for which one wants revenge? Are not all civilizations, either openly or in secret, always archives of collective trauma? Considerations like these allow us to draw the conclusion that measures taken to extinguish or contain smoldering memories of suffering have to belong to the pragmatic rules of every civilization. How would it be possible for citizens to go to bed peacefully if they had not called a couvre-feu for their internal fires?

    Because cultures always also have to provide systems for healing wounds, it is plausible to develop concepts that span the entire spectrum of wounds, visible and invisible. This has been done by modern trauma sciences, which started from the insight that for moral facts it is also useful to apply physiological analogies, if only within certain limits. To use a familiar example, in the case of open bodily wounds, blood comes into contact with air, and as a result of biochemical reactions the process of blood clotting starts. Through it, an admirable process of somatic self-healing comes about, a process that belongs to the animal heritage of the human body. In the case of moral injuries we could say that the soul comes into contact with the cruelty of other agents. In such cases subtle mechanisms for the mental healing of wounds are also available: spontaneous protest, the demand to bring the perpetrator immediately to justice, or, if this is not possible, the intention to take matters into one’s own hands when the time comes. There is also the retreat into oneself, resignation, the reinterpretation of the crime scene, the rejection of the truth of what happened, and, in the end, when only a drastic psychic treatment seems to work, the internalization of the violation as a subconsciously deserved penalty even to the point of the masochistic worship of the aggressor. In addition to this medicine chest for the injured self, Buddhism, Stoicism, and Christianity developed moral exercises to enable the injured psyche to transcend the circle of injuries and revenge as such. As long as history is an endless pendulum of hit and retaliation, wisdom is required to bring the pendulum to a halt.

    It is not only common wisdom and religion that have adopted the moral healing of wounds. Civil society also provides symbolic therapies intended to support the psychic and social reactions to the injuries of individuals and collectives. Since ancient times, conducting trials in front of courts has made certain that the victims of violence and injustice can expect reparation in front of a gathered people. Through such procedures is practiced the always precarious transformation of the desire for revenge into justice. However, just as a festering wound can become both a chronic and general malady, psychic and moral wounds also may not heal, which creates its own corrupt temporality, the infinity of an unanswered complaint. This implies the trial without satisfactory sentence and calls forth the feeling in the prosecutor that the injustice inflicted upon him is rather increased through the trial. What is to be done when the juridical procedure is experienced as an aberration? Can the matter be settled through the sarcastic remark that the world will one day go down because of its official administration — a statement perpetually reinvented as often as citizens experience the indolence of administrative bodies? Isn’t it more plausible to assume that rage itself engages in payback? Isn’t it more plausible to assume that rage, as a selfproclaimed executor, goes so far as to knock on the door of the offended?

    The evidente for this possibility exists in countless exemplary case studies, some more recent and some older. The search for justice has always brought about a second, wild form of the judiciary in which the injured person attempts to be both judge and warden at once. What is noteworthy about these documents, given our present perspective, is that only with the beginning of modernity was the romanticism of self-administered justice invented. Whoever speaks of modern times without acknowledging to what extent it is shaped by a cult of excessive rage suffers from an illusion. This is, even to the present day, the blind spot of cultural history — as if the myth of the “process of civilization” did not aim only to make invisible the release of vulgar manners under conditions of modernity but also to inflate revenge phantasms. While the global dimension of Western civilization aims at the neutralization of heroism, the marginalization of military virtue, and the pedagogical enhancement of peaceful social affects, the mass culture of the age of enlightenment reveals a dramatic recess in which the veneration of vengeful virtues, if we may so call them, reaches new, bizarre extremes.

    Whatever criteria one has in mind when searching the libraries of the Old World, one will come across a large amount of references to the elementary force of rage and the campaigns of vengeful fury. There are traces of a more or less serious game with the romantic fire of rage, though this will become a dominant motive only with the eighteenth century’s emerging culture of civil society. Since then, one great revenger hunts another, accompanied by the sympathy of the audience of the modern imaginary. From the noble robber Karl Moor to the angry veteran John Rambo; Edmond Dantes, the mysterious Count of Monte Christo to Harmonica, the hero of “Once Upon a Time in the West”, who has committed his life to a private nemesis; Judah ben Hur, who exacted revenge against the spirit of imperial Rome with his victory in an ominous chariot race, to the Bride, alias Black Mamba, the protagonist of Kill Bill, who works through her death list. The time of those who live for the “great scene” has come.

    (…)

    Moreover, rage satisfies the popular interest in acts of which the perpetrator can legitimately be proud: such stories focus on the avengers, who by directly paying back for their humiliation release a part of the discontent with judicial civilization. They provide satisfying proof that the modern person does not always have to travel the windy road of resentment and the steep steps of the judiciary process in order to articulate thymotic emotions. In the case of injuries leading to chronic illness, rage is still the best therapy. This feeling constitutes the reason for the pleasure taken in base things.

    (…)

Acerca del análisis del poder

| September 24th, 2019

Después de muchas páginas explicando detalles históricos del poder pastoral y los conflictos que se generaron a su alrededor, Foucault explica lo siguiente:

(…)

    Menciono todo esto para decirles que, a mi juicio, en el desarollo de los movimientos de contraconducta a lo largo de la Edad Media, podemos encontrar cinco temas fundamentales, que son el tema de la escatología, el tema de la Escritura, el tema de la mística, el tema de la comunidad, y el tema de la ascesis. Es decir que el cristianismo, en su organización pastoral real, no es una religión ascética, no es una religión de la comunidad, de la mística, de la Escritura, y por supuesto tampoco de la escatología. Es la primera razón por la que me interesaba hablarles de todo eso.

    La segunda es que quería mostrarles, también, que esos temas que fueron los elementos fundamentales en las contraconductas no son en líneas generales, desde luego, exteriores al cristianismo; se tratan de elementos fronterizos, por decirlo así, que no dejaron de ser reutilizados, reimplantados, retomados en uno u otro sentido. La Iglesia misma retomó de manera incesante elementos como, por ejemplo, la mística, la escatología, o la búsqueda de la comunidad. El hecho aparecerá con mucha claridad en los diglos XV y XVI, cuando la Iglesia, amenazada por todos esos movimientos de contraconducta, intente hacerlos suyos y aclimatarlos en su seno, hasta que se produzca la gran separación, la gran división entre las iglesias protestantes que, en el fondo, han de elegir un modo determinado de reinsención de esas contraconductas, y la Iglesia Católica, que por su parte tratará, mediante la contrareforma, de reutilizarlas y reincorporarlas a su sistema. Ése es el segundo punto. La lucha, entonces, no adopta la forma de la exterioridad absoluta, sino de la utilización permanente de elementos tácticos que son pertinentes en el combate antipastoral, toda vez que forman parte, de una manera incluso marginal, del horizonte general del cristianismo.

    Tercero y último, quería insistir en estos asuntos para procurar mostrarles que, si tomé ese punto de vista del poder pastoral, lo hice, claro está, para intentar recuperar los trasfondos y los segundos planos de la gubernamentalidad que va a desarrollarse a partir del siglo XVI. Y también para mostrarles que el problema no es en modo alguno hacer algo así como la historia endógena de un poder que presuntamente se desarrolla a partir de sí mismo en una especie de locura paraóica y narcisista, y señalar en cambio que el punto de vista del poder es una manera de poner de relieve relaciones inteligibles entre elementos que son exteriores unos a otros. El problema, en el fondo, es saber cómo y por qué problemas políticos o económicos como los que se plantearon en la Edad Media, por ejemplo, los movimientos de rebelión urbana, los movimientos de revuelta campesina, los conflictos entre feudalismo y burguesía mercantil, se tradujeron en una serie de temas, formas religiosas, preocupaciones religiosas, que culminarían en la explosión de la Reforma, la gran crisis religiosa del siglo XVI. Creo que si el problema del pastorado, del poder pastoral, de sus estructuras, no se considera como bisagra de esos diferentes elementos exteriores entre sí — Las crisis económicas por un lado y los temas religiosos por otro –, si no tomamos esto como campo de inteligibilidad, como principio de puesta en relación, como operador de intercambio entre unos y otros, nos veremos obligados a volver a las viejas concepciones de la ideología: decir que las aspiraciones de un grupo, una clase, etc., se traducen, se reflejan, se expresan en una creencia religiosa. El punto de vista del poder pastoral, el punto de vista de todo este análisis de las estructuras del poder, permite, a mi entender, retomar las cosas y analizarlas ya no en forma de reflejo y transcipción, sino de estrategias y tácticas.

    Si insistí en esos elementos tácticos que dieron formas precisas y recurrentes a las insumisiones pastorales, no fue en absoluto para sugerir que se trata de luchas internas, contradicciones endógenas, un poder pastoral que se devora a sí mismo o se tropieza en su funcionamiento con sus límites y barreras. Lo hice para identificar “las entradas”: puntos a través de los cuales procesos, conflictos, transformaciones, que quizás conciernan al estatus de las mujeres, el desarrollo de una economía mercantil, la desconexión entre el desarrollo de la economía urbana y la economía rural, la elevación o la desaparición de la renta feudal, el estatus de los asalariados urbanos, la extensión de la alfabetización, puntos por donde fenómenos como estos pueden entrar al campo del ejercicio del pastorado, no para transcribirse, traducirse, reflejarse en él, sino para efectuar divisiones, valorizaciones, descalificaciones, rehabilitaciones, redistribuciones, de todo tipo. En vez de decir: “cada clase o grupo o fuerza social tiene su ideología que permite traducier en la teoría sus aspiraciones, aspiraciones e ideología de las cuales se deducen reordenamientos institucionales que corresponden a las ideologías y satisfarán las aspiraciones”, habría que decir: “toda transformación que modifica las relaciones de fuerza entre comunidades o grupos, todo conflicto que los enfrenta o los lleva a rivalizar, exige la utilización de tácticas que permitan modificar las relaciones de poder, así como la puesta en juego de elementos teóricos que justifiquen moralmente o funden de manera racional esas tácticas”.

(…)

Michel Foucalut, en Seguridad, territorio, y población, página 259 (129 del PDF).

La manera de tomar distancia

| September 3rd, 2019

    (…)

    Un método como este consiste en buscar detrás de la institución para tratar de encontrar, no sólo detrás de ella sino en términos más globales, lo que podemos denominar una tecnología de poder. Por eso mismo, este método permite sustituir el análisis genético por filiación por un análisis genealógico — no hay que confundir la génesis y la filiación con la genealogía — que reconstituye toda una red de alianzas, comunicaciones, puntos de apoyo. Por lo tanto, primer método: salir de la institución para sustituirla por el punto de vista global de la tecnología de poder.

    En segundo lugar, segundo desfase, segundo paso al exterior, con respecto a la función. Tomemos, por ejemplo, el caso de la prisión. Es posible, por supuesto, analizarla a partir de las funciones descontadas, las funciones que fueron definidas como ideales de prisión, la manera óptima de ejercerlas — cosa que, a grandes rasgos, hizo Bentham en su Panóptico –, y luego, a partir de allí, ver cuáles fueron las funciones realmente desempeñadas por aquélla y establecer desde una perspectiva histórica un balance funcional de los más y los menos o, en todo caso, de las aspiraciones y los logros concretos. Pero al estudiar la prisión por intermedio de las disciplinas, la cuestión pasaba por saltear o, mejor, pasar al exterior con respecto a ese punto de vista funcional y resituar la prisión en una economía general de poder. Y entonces, de resultas, se advierte que la historia real de la prisión no está, sin duda, gobernada por los éxitos y los fracasos de su funcionalidad, sino que se inscribe, de hecho, en estrategias y tácticas que se apoyan incluso en sus propios déficits funcionales. Por lo tanto: sustituir el punto de vista interior de la función por el punto de vista exterior de las estrategias y tácticas.

    Por último, tercer descentramiento, tercer paso al exterior, el que se da con respecto al objeto. Tomar el punto de vista de las disciplinas significaba negarse a aceptar un objeto prefabricado, se tratase de la enfermedad mental, la delincuencia o la sexualidad. Era negarse a medir las instituciones, las prácticas y los saberes con la vara en la norma de ese objeto dado de antemano. La tarea consistía, por el contrario, en captar el movimiento por el cuál se constituía, a través de esas tecnologías móviles, un campo de verdad con objetos de saber. Puede decirse sin duda que la locura “no existe”, pero eso no quiere decir que no sea nada. Se trataba, en suma, de hacer lo inverso a lo que la fenomenología nos había enseñado a decir y pensar, una fenomenología que en líneas generales decía lo siguiente: la locura existe, lo cuál no quiere decir que sea algo.

    En síntesis, el punto de vista adoptado en todos esos estudios consistía en tratar de extraer las relaciones de poder de la institución, para analizarlas desde la perspectiva de las tecnologías, extraerlas también de la función para retomarlas en un análisis estratégico y liberarlas del privilegio del objeto para intentar resituarlas desde el punto de vista de la constitución de los campos, dominios, y objetos de saber.

    (…)

    Podría ser que la generalidad extra institucional, la generalidad no funcional, la generalidad no objetiva a la cuál llegan los análisis de los que recién les hablaba, nos pusiera en presencia de la institución totalizadora el Estado.

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Michel Foucalut, en Seguridad, territorio, y población.