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    Tuve acceso a una copia de Multiversos, el recientemente publicado libro del grupo Luthor, y lo terminé de leer hace un par de días. El libro es excelente, y lo considero una lectura recomendada si no fundamental para cualquier persona que se interesa por entender a la ficción en tanto que objeto de manera rigurosa, contemporánea, y comprometida.

    Sin embargo, mucho más que una reseña (que francamente no sabría cómo escribir), me queda en el tintero una crítica, que me viene genial para mis propias teorías. Así que voy a aprovechar el envión de tener la lectura fresca y el tiempo libre de Enero, para dejar anotada mi línea de lectura de un problema que percibí. Sucede que en el capítulo 6 del libro, se habla sobre el concepto técnico de “saturación” en la ficción. Y mientras lo explicaron, dos puntos claves me resultaron disonantes. Se trata de apenas una diferencia de interpretación en un fenómeno, pero que cambia cierta carga de responsabilidad de mecanismos de bajo nivel, y entonces explica el fenómeno de otra manera, llevando tal vez a otros conceptos diferentes para entender la ficción.

    (…) Nuestra percepción de lo real parte de una saturación completa y de la negociación constante entre nuestros sentidos, es decir, del recorte que nuestra psique necesita hacer de la información proporcionada por ellos para organizar la experiencia y no colapsar en la hiperestesia. (…)

    Este es el primer punto donde empecé a sospechar de lo que leía, de modo que voy a detenerme a investigarlo. Hay algo aquí que me parece… confundido entre el sentido común de lo que se afirma. Es decir: cualquiera estaría de acuerdo sin grandes debates en que la realidad se constituye de aquello saturado en conjunto con aquello percibido. Pero hay detalles.

    En primer lugar, el límite de la hiperestesia. Hiperestesia es hipersensitividad: sentir demasiado, sentidos saturados (en la acepción coloquial del término). Esto se puede imaginar fácilmente con ruidos tan fuertes que aturden, luces tan brillantes que nos hacen doler la cabeza, etc. Y es interesante pensar los pormenores de esas operaciones físicas, biológicas, aún siendo legos en el asunto (es decir, sin ser médicos, ni estudiosos del cuerpo humano).

    Piensen un segundo en esos ejemplos: ruido muy fuerte, luz muy brillante. “La psique” a la que se hace referencia en la cita anterior no puede hacer absolutamente nada contra eso: no le pone un límite a los decibeles del tímpano ni a los lúmenes del ojo; la psique no calibra los sentidos, que a su vez no negocian entre ellos: en la hiperestersia, los sentidos se padecen, y punto. Y la hiperestesia, al menos en esas escenas que yo planteo, se produce por causas ajenas al funcionamiento de la percepción de lo real: fuerzas hostiles, desestabilizadoras de ese mecanismo. Hay otros ejemplos pensables, como ser condiciones del cuerpo que lo llevan a fenómenos similares: configuraciones que lleven algún sentido a ser vivido con mucha más intensidad que la de alguna forma de normalidad deseable. Piensen en alguna alergia en la piel, que te hace sentir demasiado cuando tocás algo, y “pincha” o “quema”.

    Aquí parece asumirse que el recorte de “la información proporcionada por los sentidos” tiene el doble fín último de “organizar la experiencia” y de “no colapsar en la hiperestesia”; pero en esos ejemplos inmediatos que introduzco yo, para nada extraños, no parece tener mucho qué ver la hiperestesia. Asumo que se está sosteniendo una hipótesis como la siguiente: “si no recortáramos nuestros sentidos, nos quemarían la cabeza”. Y coincido. Pero eso no es “hiperestesia”, y el detalle es absolutamente clave.

    Esa “cabeza quemada” no sería el efecto de “un sentido (o más) que sintió demasiado”, sino de una percepción intentando abarcar más de lo que puede. Y ese “recortar” y “hacer de intermediaria entre los sentidos” que parece ser la función de la psique, hoy por hoy se puede llamar sin grandes polémicas “procesar”. Como decía antes, la psique no calibra los sentidos: están siempre sintiendo a pleno. Siempre están a su 100% biológico de rendimiento. Lo que la psique sí puede hacer en situaciones normales es administrar el valor de lo que le brindan esos sentidos: recortar, valorizar, enfocar, etc. La “cabeza quemada” entonces se daría en la psique: con lo cuál no se le puede asignar a los sentidos la responsabilidad del problema. Y si el problema está en la psique, y es problema a la hora de procesar, de lo que estamos hablando es de, básicamente, de un problema de “ancho de banda” de la cabeza.

    Hasta aquí, apenas un detalle menor, mañoso, que en definitiva cambia poco o nada: casi que se termina diciendo lo mismo con otras palabras. Pero más adelante aparece la siguiente segunda cita:

    (…) podemos no haber viajado jamás a China, pero vivimos en la certeza de que no por eso los teatros de Shangai dejan de tener un número determinado, que podríamos averiguarlo, y que pueden ser visitados en direcciones verificables.
    (…)
    En cambio, por definición todo mundo ficcional es un mundo incompleto. (…) No podemos afirmar ni negar la existencia de la localidad de Aldo Bonzi en los mundos ficcionales en los que transcurre el Ulysses de Joyce, el Grand Thief Auto, o Seinfeld. Al menos no hasta que una expansión de esos mundos ficcionales llegue hasta allí,
    (…)
    La saturación del mundo ficcional, entonces, jamás supone la amenaza hiperestésica de lo real, sino que es una selección de escorzos y una gradual distribución de ausencias, dependiente, por principio de divergencia mínima, del marco de referencia de la realidad en la que se insertan.
    (…)

    Y aquí ya se asumen muchas cosas, que implican divergencias importantes entre lo que yo sostengo y lo que el capítulo ofrece. Vamos a tener que ir por partes.

    Fíjense, por ejemplo, esa última mención a la hiperestesia, y compárenla con lo que yo expliqué antes; aquí sí se vuelve importante la diferencia entre los sentidos y la psique. En el planteo de Luthor, esto no es menor: para elles, “inmunidad a la hiperestesia” se muestra como un razgo constitutivo de lo ficcional, mientras que desde mi punto de vista no existe tal inmunidad: la ficción te puede comer todo el ancho de banda de la cabeza sin mayores problemas.

    La clave está en el orden de los factores. Recordemos, si la responsabilidad no es de “los sentidos”, entonces es de “la psique”; y la psique “procesa”, y tiene un problema de “ancho de banda”. Claramente la analogía inmediata es con una unidad central de proceso típica de computación básica, y al problema aquí podemos llamarlo más específicamente “capacidad de cómputo” o “de proceso”. Todes sabemos que las computadoras pueden tener “el cpu al 100%”, y entonces “ponerse más lentas”, ¿verdad? O también “tildarse”. Todas esas cosas suenan bastante parecidas a aquél “colapso” del que la psique se protege al cortar la información. Pero ese colapso no sería porque el mouse o el teclado “se volvieron muy sensibles” (en cuyo caso la computadora es simplemente más difícil de usar), sino porque el CPU no tiene más capacidad, y se calienta, y demás fenómenos conocidos. Así entendido, la naturaleza de lo que procesa el CPU no hace ninguna diferencia, sino cuánto puede procesar y en qué tiempo.

    Y lejos de ser gratuita o lúdica, o siquiera didáctica, esta comparación viene al caso de introducir una cuestión que Luthor no toma en su libro: la ficción en tanto que problema computacional. Lo cuál es especialmente llamativo teniendo en cuenta que uno de sus principales intereses es abarcar a los video-juegos como género legítimo de ficción, y teniendo también en cuenta que en todo caso Luthor siempre reconoce los pormenores técnicos y operativos de cada medio (cine, literatura, etc) como condiciones de análisis. Sucede que los video-juegos introducen su propia especificidad en la cuestión computacional o informática; y tal y como sucediera con otras “nuevas artes” de tiempos anteriores (claramente pienso en el cine), este nuevo aspecto permite entender detalles de la ficción que de otras maneras serían escurridizos.

    Pero definitivamente lo más llamativo de esta ausencia de lo computacional en el texto de Luthor es que uno de los mecanismos más trabajados en el ambiente computacional, precisamente, es la saturación, en todas sus acepciones: porque el problema del CPU que planteo no es alegórico sino real, literalmente hay industrias enteras empedernidas en resolverlo, y durante décadas los video-juegos vienen siendo uno de los campos principales de batalla.

    Dejo apenas un ejemplo, ilustrativo de los contactos que hay entre la saturación de Luthor y la informática. Piensen en el desarrollo de los video-juegos 3D en primera persona. ¿Alguna vez se pusieron a curiosear cómo funcionan? ¿Intentaron tal vez programar alguno? Tienen a su disposición un mundo ficcional, y necesitan buscar estrategias eficientes de interacción con el mismo. “Eficientes” significa varias cosas, y entre ellas se encuentra “que no se bloquee el CPU tratando de procesar todo al mismo tiempo”: es decir, aquella “hiperestesia” que amenazaba desde lo real. Literalmente las ficciones ahora padecen esa hiperestesia, y literalmente quienes desarrollan video-juegos tienen que buscar estrategias para trabajarla o caso contrario el video-juego no existe. De ninguna manera la ficción está libre de esa “hiperestesia”, y cabe preguntarse seriamente cuáles son las diferencias entre esa “optimización necesaria” del problema computacional y aquel riesgo “sensorial” que Luthor describe como uno de los límites que separa ficción de realidad.

    Otro ejemplo de problemas en aquel planteo de Luthor. Se trata de una experiencia personal. Hace algunas semanas, distendiéndome luego del trabajo y el año académico, me puse a ver por internet el video-juego “Half Life: Alyx“. El cuál, debo decir, es una maravilla de la tecnología. Sin embargo, tuve la muy triste experiencia de padecer un efecto colateral de ese modo particular de video-juego: me generó nauseas. No pude seguir mirándolo, aunque me encantara. ¿Y por qué no pude? Literalmente por hiperestesia. En este caso, mi sentido del equilibrio se vió afectado por estar viendo en pantalla completa un juego VR en dos dimensiones. Y eso sucedió sin que yo me “tildara” ni “me pusiera más lento”: mi capacidad de cómputo estaba intacta. Es un ejemplo de cómo la hiperestesia efectivamente es otra cosa distinta de la que habla Luthor, y entonces no es ahí donde está ese límite de la ficción que busca. Y que claramente hay hiperestesia en la ficción.

    El juego VR literalmente exige calibrar la experiencia sensorial; ya no estamos hablando de estrategias discursivas sujetas a interpretaciones, o referencias que requieran un nivel de entrenamiento cultural determinado para poder percibir con plenitud el recurso literario, sino de efectos biológicos directos. Y el caso particular del sentido del equilibrio es paradigmático: un problema también de la robótica y la cibernética. Sucede que (y esto también fue una experiencia personal, porque yo estudié robótica y quise programar inteligencias artificiales desde muy jóven), cuenta la leyenda, en la medida que se pretendieron hacer robots autónomos y/o humanoides, quienes los desarrollaban, al intentar copiar las características humanas, se fueron dando cuenta de que en realidad tenemos otros sentidos sumados a los cinco canónicos, siendo el del equilibrio uno de ellos. ¿Quién no vió algún video de un robot humanoide, siendo torpe y cayéndose sin poder demostrar el menor atisbo de equilibrio? Es típico que tomamos conciencia de estos sentidos sólo cuando los perdemos, y mientras tanto continúan operando “en segundo plano”, sumando datos para ser procesados, sin que nos demos cuenta. Y es difícil pensar cómo “la psique” regularía esos sentidos si ni siquiera nos damos cuenta que existen; entraríamos en el terreno de lo inconsciente.

    Pero no es todo. Otras cosas se pueden obtener de esos ejemplos. Los juegos 3D se la pasan haciendo “recortes” de “lo que se percibe”. En realidad, lo que hacen es recortes de lo que se procesa, y de cómo se visualiza. Y es muy importante prestarle atención a los algoritmos utilizados al caso, para entender la clase de problemas puntuales que se solucionan. Por ejemplo, siendo que la generación de imágenes es uno de los procesos más costosos (¿lo será también para el ser humano?) sólo aquello que está dentro del rango de visión se debe enviar a procesar para ser generado como imagen; la memoria volatil es más rápida que el disco rígido, de modo que todo aquello que pueda guardarse en memoria se pretende mantenerlo allí para poder ser accedido rápidamente, de modo que el CPU no deba quedarse esperando al disco rígido para poder terminar alguna operación (allí ya estamos hablando de interdependencia articulada temporal y secuencial entre diferentes componentes de un sistema); los espacios tridimensionales pueden ser muy grandes y tener muchos componentes para procesar en simultáneo, de modo que todo ese proceso (así como también la ya mencionada generación de imágenes) se acelera con hardware ad-hoc para que no “colapse” el CPU, y diferentes algoritmos permiten cargar en memoria diferentes fragmentos del mundo con diferente criterio, para no necesitar cargar todo junto; etcétera. Si bien claramente la materialidad es muy distinta, no parece haber grandes diferencias conceptuales con aquel “necesita hacer de la información proporcionada por ellos para organizar la experiencia y no colapsar” de Luthor. Y así planteado, se nubla mucho la diferencia entre lo que Luthor propone que hace la gente para acceder a la realidad y lo que las computadoras hacen para generar la ficción.

    Computacionalmente, los algoritmos de optimización de capacidad de cómputo, u otras optimizaciones, no sólo los implementan los video-juegos, sino que toda la informática está plagada de ellos. Por ejemplo, los videos que consumimos por internet tienen un grado tal de optimización que podemos ver cosas de altísima calidad transmitiendo un porcentaje fraccionario de los datos totales de tal visualización: se utilizan algoritmos predictivos, y de variaciones mínimas, calibrados para obtener calidades suficientes, que reconstruyan la imagen a partir de menos información de la que se disponía originalmente, y permitan un balance entre cantidad de datos que se transmiten y calidad del producto final. Literalmente se calibra si se usa más CPU, más internet, placa de video, etc. Y siempre con el horizonte de que “no colapse”.

    Otro detalle. Luthor dice que “por definición todo mundo ficcional es un mundo incompleto”, y contrasta eso con la verificabilidad de lo real. Pero esto es profundamente problemático. En primer lugar, se habla de manera inocente de verificabilidad con el ejemplo de los teatros de Shangai, intentando sostener esa idea con la expresión “vivimos en la certeza”. Frente a esto, me permito recordarle a Luthor que vivimos en un momento de la historia de la humanidad donde existe más información que nunca, más accesible que nunca, más fácil de compartir que nunca, y con un desarrollo de la ciencia y la técnica absolutamente estremecedor y maravilloso, pero así y todo fragmentos significativos de la sociedad mundial te discute que la tierra es plana. “Vivimos en la certeza” no da cuenta de lo complejo que es el problema de la verificabilidad de la realidad; más bien dá cuenta de sus límites, y convierte a la realidad en un caso particular de la ficción: algo con lo que estaría plenamente de acuerdo, pero que no creo sea lo que Luthor pretendía decir.

    Y no tan curiosamente los video-juegos también tienen cosas para decir al respecto. Quizás lo que dice Luthor con respecto a los límites de la ficción sea aplicable para la literatura o el cine, pero en los video-juegos existe la posibilidad de la generatividad: se vá generando, sin más límite que el que resistan los servidores y el software. Eso coincide con el universo real, donde el límite lo pone la física universal. Y, además, en un mundo de un video-juego uno puede ir a ver al código y a la memoria qué existe y qué no: algo bastante más eficiente y preciso que la verificabilidad de la realidad. Está claro que Luthor se concentra más bien en la idea del canon y el relato concreto; pero el canon es errático cuanto menos, y la ficción no se reduce al relato: dos aspectos que también coinciden con lo que llamamos “realidad”.

    Eso último es importante. Porque claramente se pueden hacer interpretaciones de a qué llamamos “límites de la ficción”. Y Luthor se amparó en un sentido común de verificabilidad para hablar de realidad, cuando a todas luces es un concepto en absoluta crisis, en todo el mundo, de la mano de fenómenos como la posverdad y los infinitos negacionismos reaccionarios de toda índole. Pero al mismo tiempo, Luthor se permitió sostener “no podemos afirmar ni negar la existencia de la localidad de Aldo Bonzi en los mundos ficcionales”, poniendo diferentes ejemplos, entre ellos Senfield: una sitcom que no pretende plantear ningún universo distante ni extraño, y de hecho transcurre en Nueva York. Luthor va a tener que hacer serios esfuerzos para convencer a cualquier persona poco comprometida con la crítica literaria de que “en realidad no existe Aldo Bonzi en el universo Senfield”; porque es el más elemental sentido común que sí existe. Y cierra esta propuesta afirmando que no se va a poder sostener la hipótesis Aldo Bonzi “hasta que una expansión de esos mundos ficcionales llegue hasta allí”. ¿Por qué lo menciono? Porque estas expresiones son claramente mucho más normativas que descriptivas de la ficción: si no un síntoma de que algo no anda bien con la teoría, al menos un pedido de concesión.

    “Vivimos en la certeza” se aplica perfectamente al decir “Aldo Bonzi existe en el universo de Senfield” para cualquier hije de vecine. Aquí, en esta dimensión del problema que se plantea para explicar el concepto de saturación, tampoco percibo ninguna diferencia entre “la percepción de lo real” y “acceso a la ficción”. Ni tampoco en la idea de “selección de escorzos y una gradual distribución de ausencias” (casi una descripción de lo que hacen los motores 3D de video-juegos), en especial teniendo en cuenta que en todo caso se depende siempre de una “enciclopedia personal” y una “divergencia mínima”: ambas cosas necesarias para entenderse a une misme y a les demás en la realidad.

    Etcétera. Esos son algunos puntos disonantes en el planteo del capítulo de Multiversos sobre Saturación. Puntos que, admito, recorto y focalizo para poder hacer mis propias interpretaciones sesgadas e interesadas. Y digo esto porque en líneas generales el capítulo es sólido, y el concepto de saturación es cuanto menos productivo. A mí me hace ruido porque es básicamente mi tema de estudio, y puedo afirmar con plena seguridad que caso contrario no tendría nada qué reprocharle al capítulo. Y me parece que todas estas divergencias pueden entenderse tirando del hilito de la “hiperestesia”. De hecho, me parece muy lúcido que hayan planteado esa barrera. Mi recorrido teórico fue similar, pero con la divergencia mínima de considerarlo problema computacional. Y así, para estos problemas, yo desarrollé otras herramientas, que no creo que compitan con el concepto de saturación sino que sirven más bien para integrar aquello que no queda satisfecho en las presentes críticas.

    Decía, yo partí también del problema de lo sensible, como Luthor pensó a la hiperestesia como peligro de lo real y límite distintivo de la ficción. Pero yo invertí la carga de responsabilidad del problema poniéndola en “la psique”, y no en “los sentidos”. De esa manera, en Feels Theory, interpreté a los sentidos como el input de un segundo componente de nuestra subjetividad, y pensé un poco en qué hace ese otro componente. Pero también pensé en qué hacen los sentidos, qué son. Mi objetivo fue lograr una teoría que explique algunos fenómenos contemporáneos y urgentes de disonancias para con la realidad (o sea, ficciones): en concreto, la posverdad. Por eso mi lectura está calibrada para percibir cosas como “verificabilidad ingenua” o “sentidos y capacidad de cómputo”. Sucede que interpretando a los sentidos como un input de otra cosa, puedo pensar problemas de esa otra cosa, en lugar de ponerme a pensar en las infinitas materialidades de cada posible vector de influencia (un trabajo análogo a la búsqueda de especificidad de Luthor en la ficción, separándola del medio puntual). Pero también partí de otros conceptos, basados en experiencias personales, y francamente pasionales. Y sucede que, si separo los sentidos del cómo se procesan, y los interpretos como inputs de ese procesador, en realidad ese procesador tiene capacidad para tomar muchos inputs diversos, y no necesariamente son sólo los cinco sentidos canónicos. En ese nivel, ¿qué diferencia hay entre los sentidos canónicos y cualquier otro input de ese “procesador”? Tal y como fuera el caso del equilibrio, que constituye “un sentido de segunda línea”, pueden existir muchos otros “sentidos”, entendiéndolos como inputs. Y como si fuera poco, este modelo también permite una recursividad: el output del procesador puede volver a ser input en un segundo tiempo. De esa manera experimentamos, vivimos, sentimos, a la ficción; y allí ciertamente hay lugar para “hiperestesia”. Y, como si fuera poco, un pilar de mi teoría es la idea de la verdad como sentido: algo que explica mucho mejor al “vivimos en la certeza” de Luthor que la verificabilidad de la realidad.

    Hay mucho para decir, y no lo voy a hacer en este texto. Pero puedo adelantar que a los algoritmos para procesar información los llamo “sesgos”, a lo pre-procesado guardado en “base de datos” los llamo “prejuicios”, hablo de “experiencias cognitivas”, separo las nociones de “información” y de “dato”, entre otras cosas más. Yo abracé el aspecto computacional para encarar a la ficción, al mismo tiempo que abracé a sentimentalidad, para buscar explicaciones nuevas a qué pasa con las personas en el mundo que conocemos, y poder desarrollar tecnología vinculada a ello. Por eso el subtítulo de mi libro es “desde la posverdad, hacia la sentimentalidad artificial”. Y desde ese lugar entonces pretendí introducir una lectura crítica de apenas unos pocos renglones, disonantes para mi paladar, del reciente trabajo de Luthor.

Smells like teen spirit

| January 3rd, 2021

    Hace algunas semanas atrás escuchaba decir a Victor Hugo Morales, en una de sus editoriales, la siguiente frase: “nos encanta tener razón”. Le dediqué un par de horas a buscarla para linkearla, pero lamentablemente sin éxito: se perdió entre los infinitos videos de youtube que consumo a diario, y que no tienen desgrabaciones que luego faciliten sus búsquedas.

    Pero no importa, la frase persiste: “nos encanta tener razón”. Victor Hugo se refería, creo recordar, a cómo a veces nos ponemos criticones llegando hasta la obstinación, y de hecho cerraba la reflexión con el siguiente consejo: “el límite es cuando se comienza a criticar a la selección”. Dado que él hizo su carrera como periodista deportivo, frecuentemente hace analogías desde ese lugar, y esta vez le hablaba a sus colegas. Decía que en su experiencia con el mundial ’86 pudo ver periodistas incapaces de disfrutar el triunfo porque habían sido críticos de la selección nacional durante toda su campaña mundialista; necesitaban que perdiera, que le vaya mal a la selección, para justificar su postura. Y entonces utilizó eso como metáfora, como línea en la arena, de un límite que no hay que cruzar en pos de tener razón. Y digo metáfora porque, en realidad, hablaba de otro tema de actualidad, ya no me acuerdo cuál, pero uno de los tantos que nos cruzan en estos últimos meses: cómo comportarnos con la pandemia, qué hacer con las vacunas, y por supuesto qué pretendemos que suceda en el país y cómo nos llevamos con el gobierno.

    Siendo un tema que yo trabajo, eso de tener razón me quedó en la cabeza, pero sin darle mayor importancia, apenas como nota de color. Y pasó que, mucho más cerca del ahora, en un breve debate entre Navarro y Lijalad en El Destape, los escuché charlar precisamente sobre qué hacer con la gente que no se cuida durante la pandemia: que cómo puede ser, que si son los medios o no, que si habría que instalar más miedo al virus entre la gente, que si se puede o no hacer algo. Otra vez, el diálogo se perdió entre centenas de videos, pero los temas están claros y de hecho se repiten frecuentemente; confío en que todes puedan imaginar de qué les hablo sin grandes esfuerzos.

    En sintonía, ayer escuché una editorial de Ronaldo Graña, donde hablaba sobre la actualidad del covid y lo que se viene, y donde supo decir alguna frase que viene también al caso de todo esto, sea lo que sea:

    (…) En los ámbitos políticos, y en los ámbitos médicos, la preocupación es grande; en el único lugar donde no hay preocupación es en la esfera social, en la esfera pública: cuando uno vé los comportamientos de la gente pareciera que ya pasó (…) Por lo que sea, pero siempre por comportamientos sociales (…) Se saben algunas cosas sanitarias del coronavirus: se sabe cómo prevenirlo en la vida cotidiana. No se saben muchas. Pero lo que nadie logra descifrar ni acá, ni en Europa, ni en Estados Unidos, ni en ninguna parte de occidente, es por qué las sociedades llegan a un punto donde se hinchan las bolas, y dicen “bueno, que sea lo que Dios quiera”. Este es el verdadero enigma de lo que pasa hoy con el coronavirus (…) Nadie sabe por qué: si es como dicen los psicoanalistas por la pulsión de muerte, si es como dicen los economistas por la necesidad, si es como dicen los sociólogos por la necesidad de transgredir que tienen determinados sectores de la sociedad… nadie sabe a ciencia cierta por qué vastos sectores de la sociedad juegan a la ruleta rusa con este virus, del cual se sabe tan poco, y que ha matado a tanta gente.

    Y todas esas reflexiones están constantemente mediadas por la posverdad y las noticias bizarras: conspiranoia antivacuna, rebeldía intransigente, y furia ideológica. Y está claro que también es muy fácil rastrear sentidos comunes vinculados a derechas e izquierdas, que ya estaban instalados y militados desde hacía rato en las sociedades, y que no dejan de operar por estar viviendo en pandemia. Pero así y todo, hay fenómenos que se espaban entre los dedos, como bien reflexionaban Graña, Navarro, Lijalad, y tantas otras personas. ¿Cómo puede ser que todavía haya TANTA gente negando la pandemia? ¿Cómo logra ser TAN permeable la resistencia a la cura? ¿TANTO les cuesta cuidarse a quienes no se cuidan?

    Nótese que mi énfasis en esas preguntas viene al caso de la cantidad, la magnitud: no es un fenómeno marginal, ni en Argentina ni en ningún otro lugar de occidente (oriente no tengo la menor idea). Si fueran dos o tres gatos locos, vaya y pase. Pero hablamos de centenas de millones de personas, cuando no miles.

    Uno de los detalles ciertamente más pintorescos es el nivel de resistencia a la autoridad: algo que desde las izquierdas históricamente solíamos celebrar por nuestra posición de minorías, pero de lo que esta vez preferimos tomar distancia. Y me refiero en este caso no sólo al discurso de las autoridades, como ser un ministro o un presidente diciendo que por favor nos comportemos de X o Y maneras, sino incluso a la autoridad de la ciencia como verdad legítima y canónica.

    Pero no quiero extenderme demasiado en todos los detalles que se me ocurre plantear alrededor de estas escenas, aburriendo a cualquier lectora o lector; voy al grano. Esos niveles de rebeldía, de resistencia al cuidado, y de obstinación, que bordean lo caricaturezco, los encuentro también en otras dos situaciones: la adolescencia, y la adicción. De modo que me puse a pensar un poco en esos dos estados posibles de las personas, a traves del eje de su relación con la verdad.

    ¿Consideraron alguna vez la posibilidad de que podamos ser adictos a la verdad? Es raro, pero concédanme por favor algunos minutos para dedicarle a la idea. Hace varios años ya me preguntaba: “¿y si lo que pasa es que somos demasiado sensibles a la verdad?“. Esto es apenas un paso más en esa línea, nada que deba asustarles.

    Piensen unos segundos. ¿Qué es eso que menciona Victor Hugo de que “nos encanta tener razón”? ¿Qué es esa sensación? Supongo que todes la habremos vivido, ¿verdad?. La considero innegable. Y, sin embargo, no parece un elemento escencial en ningún análisis. A veces lo encaran por el lado de la “certeza”, como característica subjetiva, pero analizando si algo es “correcto” o “equivocado”, y no si “nos encanta”; a veces le dicen “verosimilitud”, lo cuál es una propiedad de los objetos (el discurso, por ejemplo), y el asunto ya pasa mayormente por la postura política, efectiva y activamente desvalorizando cómo pueda sentirse. Y me pregunto, ¿qué tan importante puede llegar a ser esa sensación?

    Recordando mi adolescencia, puedo decir que la sensación de tener razón ranqueaba bastante alto. No estoy seguro de si pueda ser el caso para todo el mundo, pero sí puedo dar fé de que efectivamente sucede. Y diría que no menos del 90% de mi rebeldía estaba amparada en esa sensación de que les demás no tenían razón y yo sí. Pero no era algo divertido o liviano: la sensación era insoportable, infuriante, desesperante. Por aquel entonces no tenía la idea clara, pero hoy puedo decir sin grandes dudas que en esa rebeldía se ponía en juego mi identidad. Y bueno… la primera en ligarla era la autoridad, cual fuera. De hecho, no lo había pensado antes, pero viví una larga adolescencia con una constante e infinita sensación de soledad, y es posible que buena parte de ello tenga qué ver con que no tuviera ninguna figura de autoridad legítima: ningún camino a seguir, ninguna referencia positiva… sólo sentía el deber de defenderme frente a un mundo que estaba equivocado.

    La adolescencia se caracteriza por un aprendizaje compulsivo de las emociones, fundamentalmente de cara a los cambios biológicos del cuerpo, y los cambios sociales de cara a nuestras nuevas responsabilidades. Coherentemente, que yo sepa, los dos grandes ejes de formación cultural para la adolescencia están puestos en la sexualidad y la inminente adecuación al mercado laboral (al menos para mi clase social; supongo que algo más general sería la frase “fijate qué vas a hacer con tu vida”). Pero más allá de qué tan bien planteado pueda estar aquello, en mi experiencia la relación con la verdad (y por lo tanto con aquella sensación de tener razón, que tan intensamente vivimos en la adolescencia) se reducía a la obligación de aceptar el canon de turno, y las figuras que se pretendían autoridades no parecían tener ningún interés en ganarse mi respeto: parecían creer que con fuerza les alcanzaba. La cuestión, para hacerla corta, es que, por ese camino, en mi caso particular, aprendí muchas cosas de mierda. Hasta eso de los 25 tranquilamente tuve que convivir con muchas ideas mal aprendidas de mi adolescencia sin nada que las contrastara, y me costó años sacármelas de encima cuando muy intuitivamente me iba dando cuenta de que algo no estaba muy bien qué digamos. Cosas vinculadas al sexo, a la autoridad, al trabajo, a la sociedad… todas fueron posibles de ser reformuladas y transformadas, pero no antes de prestarle atención a esa sensación incómoda e infelíz de que algo andaba mal, de que no tenía razón. De modo que, yo diría, aún sin ser adolescente, es bastante importante esa sensación.

    Pero eso son cosas mías, y no se supone que esto sea un diario íntimo ni nada parecido; pondría más ejemplos si los tuviera a mano, ya los buscaré por internet con tiempo. Continuemos por favor. Lo que me interesa dejar en claro es que se trata de una sensación. Victor Hugo dijo “nos encanta”, pero ese es un aspecto felíz del asunto. Otras cosas también nos encantan, y no por eso dejan de volverse algo bastante problemático y oscuro en nuestras vidas. El comer o el tener sexo pueden ser dos ejemplos inmediatos, pero que forman parte de una constelación de experiencias sensoriales que eventualmente pueden derivar en un estado, digamos, indeseable: la dependencia, o bien la adicción.

    Quiero ser respetuoso, y por eso no quiero hacer de cuenta que soy experto en estas cosas, así que permítanme ser categórico antes de continuar: no sé una mierda ni de adolescencia ni de adicciones. Estoy apenas improvisando reflexiones, que las dejo anotadas para aclarar mis ideas y compartirlas fácilmente. Por favor, permítanme pensar estas cosas aún siendo un ignorante. Lo digo por si alguien se siente mal por estar metiéndome en temas sensibles de una manera desprolija o desubicada: francamente ni sé medirlo.

    Sigo. “Desorden biopsicológico”. Eso dice la entrada de wikipedia en inglés “addiction”, arriba de todo, al principio nomás. Díganme ustedes si “desorden biopsicológico” no se parece bastante a la situación con la que les periodistes se rascan incrédules la cabeza sin saber qué hacer. Y esto lo digo, un poco como chiste irónico, y otro poco como legítima preocupación. U observen esta otra línea descriptiva: “Habits and patterns associated with addiction are typically characterized by immediate gratification (short-term reward), coupled with delayed deleterious effects (long-term costs)“. Díganme ustedes si eso no se parece bastante a cualquier comportamiento random que uno pueda tildar de “adolescente”.

    Pero estoy agarrando algunas poquitas palabras del artículo, y usándolas de manera bastante más libre de lo que corresponde. El artículo básicamente plantea que hay un modelo canónico para la definición de adicción, de orden cerebral (biológico) y conductista (psicológico), que si bien tiene críticas también es el punto de partida de cualquier diagnóstico. Y ese modelo plantea la idea de la relación adictiva en términos de acción-recompensa, que no tan sesgadamente me animaría a interpolar como “costo-beneficio”: algo mucho más cercano al canon económico, político, y ético, de nuestras sociedades contemporáneas, y que coincidentemente son tres ejes en absoluta crisis. Pero, en el caso estricto de la adicción, la “recompensa” parece estar planteada como enteramente “biológica”; es decir, sensacional.

    El tema es inmenso, y me rehuso a divagar durante párrafos y párrafos; podría estar semanas escribiendo. Así que voy a intentar cerrarlo de prepo, para continuar cualquier otro día y de cualquier otra manera. Y lo cierro entonces con una reflexión. Esa “sensación” que menciona Victor Hugo, afirmo yo, no es ninguna joda: es importante para las sociedades. Especulo que sea clave en la posverdad, en el control social, y en la discordia imperante a nivel mundial. “Demasiado sensibles a la verdad” es un poco eso: volvernos dependientes, adictos, a esa cosa que nos alivia la incertidumbre y nos aclara el horizonte de acción; eso que nos dice que somos normales, que no estamos loques, que no somos idiotas, que hay una explicación clara para lo que está sucediendo. Y ni hablar si justo vos resultás ser alguien dedicade a tomar decisiones importantes para les demás. NECESITAMOS eso: así de importante es. Y a todas luces los medios nos están engordando con las versiones industriales y procesadas de esa sustancia tan necesaria; como si nos vendieran agua u oxígeno pero, encima, mezclados con porquerías. En esos términos, diría que estamos dejando en manos del mercado algo mucho más cercano a lo que debe ser un derecho humano.

    Como dije tantas otras veces, uno de los problemas más importante de la verdad, y tal vez el menos estudiado de todos, es cómo se siente. Y especulo ahora que en el dominio de la formación de identidades y sujetos, mezclado con el de la dependencia y la adicción, podemos encontrar algunas respuestas al qué hacer de cara al caótico presente de nuestras sociedades, y de cualquier futuro mejor posible.

    Hace un mes atrás, David Teller publicó una entrada en su blog explicando con tranquilidad y en detalle el polémico proceso detrás de la deprecación de XUL+XPCOM, el mecanismo que utilizaba Firefox en su interfaz de usuario hasta su versión 57, de Noviembre del 2017.

    Aquella decisión, decía, fue polémica, porque implicó perder el enorme ecosistema de agregados (“addons”) que tenía Firefox, y que constituía una de las razones principales para usar ese browser en lugar de Google Chrome. Y tan polémica fué que todavía hay gente enojada al respecto, además de gente que directamente dejó de usar Firefox. En mi cámara de eco prácticamente todes vieron a la iniciativa como un tiro en el propio pié de Mozilla. Y las razones detrás de esa iniciativa fueron aquellas a las que ya nos tiene acostumbradas la informática contemporanea: “velocidad”, “seguridad”, y “lo que quieren les usuaries”.

    Eso último quizás sea un poco injusto, porque buena parte de las justificaciones para el cambio estuvieron también sostenidas en las muchas dificultades de Mozilla para continuar sosteniendo Firefox. Pero mi punto es que esas dificultades van a existir elijan el camino que elijan, razón por la cuál las excluí de la lista. Quizás haya otro debate en esto, que no es el que me interesa en este momento, así que lo dejaré apenas en esta mención.

    El post de Teller relata detalles históricos de XUL+XPCOM, cosas que fueron sucediendo alrededor de la web, y los problemas que enfrentó Mozilla a la hora de sostener Firefox, frente a lo cuál se terminó decidiendo migrar hacia otro sistema conceptualmente diferente. El post es excelente, y de lectura recomendada: tanto es así, que se hizo popular y objeto de discusión, llegando a que la sección de comentarios en la entrada fuera todavía más interesante que el post mismo. Y hace varias semanas quiero tomarme el tiempo de escribir acerca de esas discusiones.

    Para no hacer un texto infinito, voy a ir al grano: Teller habló de “competir con Chrome” en su publicación, y diferentes personas aparecieron a discutir contra eso. Tanto es así que eventualmente Teller terminó editando el artículo (con una mención explícita a este hecho como nota al final) para reemplazar “competir con Chrome” por “tan rápido, estable, y seguro, como Chrome”. Y es que, me parece, esa cuestión dá en el punto neurálgico de un problema muy generalizado.

    Se puede observar, por ejemplo, que el primer comentario es de Jeremy Andrews, que se ocupa del mantenimiento de Pale Moon (un fork de Firefox pre-57) para el sistema Solaris. Y, debatiendo con el artículo, y precisamente contra la idea de “competir contra Chrome”, plantea un argumento respondiendo a la pregunta “por qué alguien haría algo como esto”, en el sentido de “por qué alguien haría otra cosa que no sea competir contra chrome”. Y dice lo siguiente:

(…) I’m doing it for the people that have been left behind since about 2007 when the iPhone and Facebook changed the world. The people that still mostly use their desktop PCs and like being able to tweak or customize everything. People who largely feel that they’re being asked to accept that the freedom and choice of the early Internet is being phased out in favor of security, top-down decision making, centralization, and lack of real choices. (…)

    Daniel Eriksson le responde esto otro:

(…) Up until 2010 I was always excited about new technology since it always gave me new possibilities and made it possible to do more in a way that suited me, and then that changed. Now I worry about new releases of software, fearing what useful function or option might have been taken away this time. (…)

    Eso se parece mucho a lo que comenzó a suceder en el ecosistema Windows a finales de los ’90. ¿Quién no comenzó a guardar instaladores de versiones anteriores, o incluso versiones portables de algún programa (que por aquel entonces era simplemente copiarse el directorio de instalación), porque las nuevas versiones eran contraproducentes en muchos sentidos? Todavía debo tener un Winamp 2 en algún CD, configurado como a mí se me antojara, porque las versiones posteriores se colgaban y pedían más recursos. Y esta práctica comenzó a entrar en crisis cuando mil cosas pasaron a tener dependencias online, y entonces los chequeos de versión o los cambios de protocolos hacían que simplemente dejaran de funcionar, dejando ninguna otra opción más que instalar versiones nuevas. Y son cosas que están sucediendo en el mundo del software libre, hoy mismo: Gnome cada día más “user friendly” y con interfases o hasta nombres de programas más y más tontas, dependencias demoníacas inesquivables inyectadas en el corazón de los sistemas más grandes (te estoy mirando a vos systemd), QT volviéndose privado, x86 siendo deprecado por todos lados como si ya no se usara… y, lógico, una web obesa que ya no permite ni leer blogs en una netbook de tanto javascript de notificaciones y trackeo.

    Pero la mención a “competir contra Chrome” suscitó un debate largo, lleno de intercambios, que les recomiendo revisar. A mí me interesa la justificación detrás del “competir contra Chrome”: telemetría. Es el nombre, no sé si técnico o comercial, para “los datos de actividad del usuario”. Descartemos la cuestión de la privacidad, que me parece secundaria para mi planteo (alguien ya dice en los comentarios “ningún power user tiene eso activado”): acá hay un tema político y epistémico.

    Epistémico, porque los criterios para evaluar la realidad están siendo constantemente constrastados con nubes de datos que la reemplazan. Político, porque sospecho que esto está en el corazón de todos los cambios para mal en las comunidades de software en general, y software libre en particular.

    Como programador, y persona de ciencia, entiendo el valor de los datos. Pero como activista, y persona de arte, también entiendo sus límites. Los datos son apenas un ingrediente a la hora de construir un mapa de una realidad. Hay otros, y cualquier proyecto requiere tenerlos en cuenta al menos con la misma prioridad. Hoy, en todo ámbito de la tecnología, e incluso de la ciencia, estamos viendo una tendencia espiralada y recursiva entre el acto de recopilar datos y de generar cualquier idea de futuro mundo posible alrededor de ellos. Y esto es seductor, no sólo por ser un recurso poderoso y una novedad de época, sino porque cura y hasta revive nuestra desvastada búsqueda moderna de objetividad: aquella seguridad en alguna verdad incuestionablemente legítima que pudiera guiarnos en ese océano de incertidumbres que es el futuro. En los datos hay una forma muy particular de verdad, que es especialmente estimulante: la aleteia.

    Pero es un espejismo, que generaciones anteriores ya conocieron, al mismo tiempo que supieron redescubrir cómo los mundos y futuros posibles también pasan por las esperanzas, las éticas, o los principios, que bien pueden tomar distancia de esos datos en lugar de abrazarlos. Ahí es donde la política y el arte tienen lecciones qué enseñar.

    Está el tema del sesgo. Pero, frecuentemente, el sesgo es evaluado como “un defecto”, que tiene como consecuencia “alejarse de la objetividad”; y yo más bien pretendo reivindicarlo. Pero para eso primero hay que comprenderlo. El sesgo existe, y si bien tiene paliativos, eso no se traduce en una objetividad plena ni mucho menos. Cuando a esa situación le sumamos que quienes hacen software no necesariamente hacen ciencia, cabe ciertamente la pregunta de a qué viene la pretensión de objetividad en los datos, o incluso los datos a secas.

    ¿Qué hace Mozilla? Con su software, con sus usuaries, con sus datos. ¿Para qué quiere una “telemetría”? Y mirando aquella situación de “competir contra Chrome” desde esta perspectiva, mucho más que “lo que quieren les usuaries”, lo que se desprende es que las respuestas a las preguntas iniciales de este párrafo se responden con “Mozilla pretende comportarse como Google”. Y esto es muy preocupante. Pero no por “la seguridad de los datos” (el cuco del progretariado informático contemporáneo), sino porque resulta políticamente aberrante para la historia de Mozilla.

    Mozilla se supone que sea una fundación sin fines de lucro, que supo ser campeona de una web libre y empoderadora de usuarios. Mozilla fue quien se levantó y peleó contra Microsoft, logrando el por aquel entonces improbable triunfo que hoy es absolutamente invaluable: hacer que la web no quede centralizada alrededor de Microsoft. Firefox luchó contra Internet Explorer, dando una batalla de resistencia durante una década entera, hasta que la injerencia de Apple y de Google terminaron por enterrar las esperanzas de Microsoft por controlar internet. Y, recordemos, cuando todos debíamos hacer nuestras páginas web compatibles con IE6, cuando nuestros bancos y organismos estatales exigían IE para realizar operaciones, cuando buena parte de internet no funcionaba sin plugins dependientes de Windows, lo cerca que estuvo de suceder ese final tan nefasto, lo lunático que parecía plantear cualquier otro futuro. A Mozilla le debemos nuestra eterna gratitud y respeto por haber dado esa batalla de la manera que lo hizo.

    Al principio (y ese “principio” duró años), Google recomendaba usar Mozilla Firefox en sus sitios web, des-recomendando así internet explorer. Eventualmente surgió Google Chrome, basado en el código de Safari, para después basarse en su propio código algunos años después. Los negocios de Google llevaron a centralizar más y más sus operaciones en el uso de Google Chrome, siendo hoy el nuevo internet explorer de-facto. Pero hoy en día, a diferencia de lo que sucedió con Microsoft, Mozilla parece querer seguir los pasos de Google en lugar de combatirlo: toma a su browser como una referencia en lugar de con una postura crítica. Y en el centro de ese fenómeno se encuentran los datos: algo que en su pelea anterior no existía como hoy lo conocemos.

    Y es que los datos, efectivamente, indican que les usuaries prefieren Google Chrome. Pero eso es así de la misma manera que hace 20 años los datos hubieran indicado lo mismo sobre Internet Explorer. Muy probablemente también hubieran recopilado datos que indicaran a Internet Explorer siendo más rápido en algunas tareas (como el startup, por estar integrado al sistema operativo), o incluso que los infinitos problemas técnicos de Internet Explorer no podrían importarle menos a la gente (ya que lo siguieron utilizando por muchísimo más tiempo del que debió tolerarse, y no precisamente por “la experiencia de usuario”). Seguramente todos tenemos amigues que utilizan internet sin adblocker, y que esa internet la viven como el estado natural de las cosas, del mismo modo que utilizan para ello Google Chrome. Y, claro, eso genera datos.

    Sin embargo, mi problema con esos datos no es que puedan ser sesgados, en el sentido de “interpretados de diferentes maneras”: mi problema es la interpretación actual que hace Mozilla. Porque hace 20 años, Firefox hubiera interpretado “tenemos que hacer algo contra Google Chrome, porque caso contrario va a centralizar la web imponiendo su cultura”, mientras que hoy interpreta “tenemos que ser como Google Chrome”.

    Y aquí es donde tenemos que ver a Mozilla tomando un poco más de distancia. Porque aquella entrada de blog apareció en la misma semana que Mozilla anunciaba cientos de despidos, del mismo modo que esta entrada mía de blog aparece la misma semana que Mozilla anuncia la desactivación de servicios. Y esto, por supuesto, está profundamente relacionado con los costos de desarrollo y mantenimiento que se mencionan en el blog de Teller.

    Mozilla se está comportando mucho más como un negocio que como organización sin fines de lucro. Mira a los datos de la misma manera que cualquier empresa: buscando réditos económicos. Su sesgo interpretativo se parece tanto al de los privados porque está siguiendo la línea de dónde se puede obtener dinero, y esa lógica siempre apunta a las hegemonías y en detrimento de las periferias (con la notoria excepción de las elites).

    Y es que el problema es real. Este problema del financiamiento, y los costos que surgen una vez alcanzada cierta escala de operación, no son un problema exclusivo de Mozilla. Es el mismo problema que lleva Canonical a hacer tratos con Microsoft, a RedHat a venderse a IBM, y al deplorable estado actual de la Fundación Linux. Todas las comunidades de software libre se encuentran cada vez más asediadas por cuestiones de financiamiento, debido a que creció enormemente su escala de operación. El software libre ha ganado batallas y hasta guerras enteras, y este es el costo de esos triunfos: esta es la lógica de la centralidad en el capitalismo, que las comunidades de software libre en general no parecen querer enfrentar formalmente.

    Sin embargo, de Mozilla espero un poco más que esto, y ahí es donde empiezo a preocuparme en serio. Porque Mozilla es un referente, y claramente no le está encontrando la vuelta al asunto. Permítanme desviarme unos segundos, para dar algunos ejemplos de lo que estoy hablando.

    No conozco a nadie que apague su modem de cable o adsl durante la noche. Es decir que, aunque no se esté utilizando, a diferencia de con el dial-up de antaño, nuestras casas están todo el día conectadas a internet. O sea que son, básicamente, un pequeño datacenter en potencia. ¿Qué nos impide servir contenidos desde nuestras casas? Tecnológicamente es una tontería que requiere muy poco trabajo agregado a las cosas que ya existen; la limitación es enteramente cultural. Y esa cultura nos lleva a que el común de la gente, e incluso usuaries avanzades, hoy no tengan una idea clara de a dónde ir si quisieran levantar un sitio web en algún lado. Del mismo modo, frecuentemente se argumenta que la “internet gratis en realidad no es gratis”, y se habla de todos los costos de infraestructura que tiene la internet que conocemos: rápida, 24/7 online, accesible desde todo el mundo, etc. ¿Y por qué tiene que ser así internet? ¿Por qué no puede haber sitios web que funcionen a diferentes horarios, como cualquier otra operación humana del montón, que precisamente se acota para abaratar costos y respetar condiciones de trabajo sanas? ¿Por qué no podría mi sitio web personal funcionar sólo entre tal y tal horario, que básicamente es cuando yo prendo o apago mi computadora en mi casa? ¿Por qué debería garantizar que alguien desde Hong Kong o Noruega o Emiratos Árabes pueda conectarse a mi sitio web, cuando no podría importarme menos si no lo hacen? ¿Por qué mi sitio web no podría estar disponible sólo a cierta comunidad más inmediata y cercana, teniendo entonces la posibilidad de ir a hostear mi sitio internacional en Amazon o Google si así lo deseara? ¿Y por qué tiene que ser todo rápido? ¿Qué problema hay con que quienes leen esperen 30 segundos o un minuto a que se cargue la página, si lo importante es el contenido y no su velocidad?

    Más ideas: la web está obesa, háganla bajar de peso. ¿Por qué no generar otros lenguajes de hipertexto, que sean más livianos y menos costosos de mantener (para alguien que hace un browser) que HTML? ¿Por qué no lenguajes concentrados más en texto y estilos que en “estructura” o scripting? ¿Por qué no tener como parámetro “que ande bien en hardware del tercer mundo” o “en hardware de hace 15 años”, en lugar de apuntar a la novedad? ¿Qué no hay acaso millones y millones de personas interpeladas por desarrollos como esos, ya que Mozilla busca “datos” o “mercado”?

    Fíjense que son preguntas muy inmediatas, con respuestas muy sencillas, que hacen a diferentes ideas del futuro de la web. Apliquen las mismas preguntas a nuestros servicios de mensajería, a quién recopila qué datos para qué fines, a cómo nos informamos de qué cosas, etc. Sin embargo, Mozilla, uno de los otrora campeones en la defensa y creación de una web para les usuaries, que podría estar trabajando en cosas como esas y de hecho lograr resultados muy rápidamente, hoy pone todos sus esfuerzos en ser como Google, en buena medida porque tiene gastos qué pagar. Pero además de los gastos, también tiene mucho qué ver con la gente que conforma al equipo de Mozilla, y la gente que forma a nuestras comunidades; porque en los últimos 20 años hubo mucho recambio de gente, y se sumó gente más jóven, cuyos anhelos y formación cultural y política son muy diferentes a las generaciones fundacionales de las mismas comunidades. Allí empiezan a operar muchos factores humanos, y allí también aparecen muchos vectores de influencia cultural corporativa. De repente hay millones de personas creyendo que Microsoft “ahora es bueno”, que incrementar la velocidad de las cosas “es una necesidad” (en los múltiples sentidos del término “necesidad”, y aún sin darse cuenta de que eso significa diferentes cosas), encaran la política con un ímpetu frenético que deja muy poco espacio a la reflexión crítica (y ahí entran desde la ultrapolarización hasta fenómenos como la cancelación de Stallman), y que frecuentemente confunde “novedad” con “progreso”.

    El caso Mozilla es representativo y sintomático: está concibiendo a la web como un espacio de mercado antes que como espacio cultural; o, peor todavía, reduciendo la idea de cultura a la de mercado. Cuando uno hace eso, lo que ese sesgo elimina son muchos hechos absolutamente cruciales a la hora de pensar una mejor internet, e incluso una mejor informática en general. Hechos como que muches de nosotres no realizamos nuestras actividades con animos de lucro, y que buena parte de la informática como la conocemos funciona gracias a eso: está lleno de gente en el mundo que está dispuesta a colaborar en miles de iniciativas, si las condiciones fueran las adecuadas, y sin que eso signifique costos importantes para Mozilla; y esa es la lógica del artista o del activista, no la del “empleado” o el “productor”. Hechos como que el rol de internet hace 20 años y ahora es completamente diferente, y hay otros actores involucrados: hoy el acceso a internet es considerado un derecho. ¿Por qué Mozilla no se concentra en trabajar más cerca de los estados nacionales como una fuente de ingresos, llevando adelante iniciativas vinculadas a derechos digitales, y generando otros datos distintos desde esa perspectiva? Apliquen eso a Latinoamérica, y estamos hablando de centenas de millones de personas (para nada un “mercado” chico) que no tienen los mismos problemas que la gente de Estados Unidos (el origen fundamental de “los datos” hoy por hoy), y que también necesitan soluciones. ¿No era que Internet era internacional? ¿Por qué incluso no apuntar hacia la ONU, que ya le presta atención a Internet hace tiempo, y Mozilla tiene un currículum qué presentar? Y esto es una crítica que se aplica perfectamente a todas las organizaciones de software libre en general. Desde este punto de vista, la necesidad real de dinero se parece más a una excusa, y el problema es la línea política que están adoptando mucho antes que el financiamiento.

    Y aquí cabe aclarar también una salvedad importante. Pedirle a Mozilla que venga a arreglar los problemas informáticos de Argentina es absolutamente injusto y fuera de lugar: en todo caso, las organizaciones políticas de Argentina deberían ir a buscar a Mozilla. Pero también es cierto que el ímpetu por “competir con Chrome”, que Teller necesitó terminar aclarando a qué se refería, es una línea política que se aleja mucho de la posibilidad de un diálogo con ningún actor que no sea un leviatán económico: porque contra eso está pretendiendo compararse. Cuando el enemigo era Internet Explorer, si bien es cierto que Firefox funcionaba mejor, esa no era la razón por la que muchos defendíamos a Mozilla, sino su rol de cara al futuro de la web. Hoy, que no me consta que Chrome funcione mejor que Firefox (“mejor” es muy diferente a “se ven más rápidas algunas animaciones”), pareciera que “funcionar mejor” es la única métrica a revisar. Y no es así: eso, de hecho, está mal.

    Lo que sucede con Mozilla, entonces, es para preocuparse, porque me parece lo mismo que le pasa a muchos otros referentes de décadas anteriores. Y esto se resuelve con política antes que con software o dinero. Nuestras comunidades necesitan referentes, que tengan una visión política clara, que determinen las discusiones, y que marquen un rumbo: cualquier financiamiento y evaluación de iniciativas tiene que estar sometido a esa clase de parámetros. Necesitamos a nuestros referentes para poder guiar a las juventudes expectantes de participación en los cambios que les involucran: una guía absolutamente necesaria para que no suceda de nuevo lo que sucedió con Stallman (la brutal tergiversación de sus dichos por parte de medios financiados por enemigos del software libre, sin que haya una rotunda respuesta de referentes en su defensa). No pueden ser tan permeables a la influencia corporativa nuestras organizaciones políticas, y mientras eso siga sucediendo no hay debate sobre ningún software ni ningún dato que pueda protegernos de la próxima operación corporativa en detrimento de nuestros derechos. Necesitamos guías para la organización y la resistencia, mucho antes que financiamientos.

    Para cerrar, apenas una observación. Aquel post de Teller lo leí durante mi horario de almuerzo en mi trabajo, e intenté esbozar una respuesta rápida. Cuando intenté responderle en la sección de comentarios, sucedió que el blog utiliza Medium para gestionar comentarios; y si bien tengo una cuenta de medium (que si mal no recuerdo creé exclusivamente para responder a otro post de otros blog de un empleado de Mozilla), no recordaba mi contraseña. De modo que intenté recuperar mi contraseña, y dejé el asunto para otro momento. Dos días después, luego de reiterados intentos, Medium no me enviaba el link para recuperar mi contraseña. Por esta razón decidí utilizar algún login con servicio de terceros. Tengo una cuenta de Twitter, que nunca uso, de modo que elegí esa credencial; pero cuando fuí a loguearme, Twitter me dijo que Medium “necesitaba” acceder a datos privados, que no recuerdo cuales eran, pero que me escandalizaron; cosas como “mis mensajes privados”, o “mi lista de contactos”, o algo por el estilo, que de ninguna manera permití. Entonces probé loguearme con una cuenta de gmail, que tampoco uso salvo raras excepciones: y allí me ofreció dos links con políticas de privacidad y de recopilación de datos, que ya no leí y simplemente resigné. Para cuando hice eso, el post ya tenía edits vinculados a lo que yo iba a observar (aquello de “competir contra chrome”), por lo cuál tuve que modificar mi comentario. Pero como si todo esto fuera poco, cuando luego al otro día fuí a revisar si habían respondido a mi comentario, resulta que no aparece: publiqué mi comentario, pero evidentemente ha de estar shadowbaneado de alguna manera.

    Entonces: si para dialogar con alguien de Mozilla tengo que entrar a un blog hosteado en Github (Microsoft), poner mis datos a disposición de otro tercero (Medium), para encima tener que loguearme con credenciales de otro tercero más (Twitter o Google), y que encima todo eso pareciera haberme censurado… si en todo eso la gente de Mozilla no vé un problema político… en ese caso me temo que debemos preocuparnos por el estado de la política en nuestras organizaciones activistas.

Fucking Normies

| April 25th, 2020

    En casa vivimos con una gata. Se llama “Meli”, pero yo le digo Señora Gatita. Frecuentemente, la Señora Gatita me viene a despertar cuando es hora de levantarme a trabajar. Se sienta al lado mío en la cama, y me dice: “miau”. Si yo no le contesto, me toca en la frente o en el pecho con una patita, y me dice: “miau”. Es siempre el momento exacto en el que me tengo que levantar de la cama. Y entonces me levanto.

    Mi rutina entonces es bañarme, desayunar un café con algo, y salir hacia la oficina (hoy, en días de pandemia, la oficina cambió por el living). Mientras me estoy bañando, la Señora Gatita me espera en la puerta del baño. A veces me pide mimos cuando salgo, a veces no. Entonces ella, luego, espera un minuto a que me termine de vestir, y cuando bajo las escaleras para ir a desayunar ella me acompaña también por las escaleras. Mientras empiezo a tomar mi café, casi en sincronía, a ella se la puede escuchar tomando agua, al lado del mueble desayunador donde apoyo mi taza; a veces también aprovecha para comer algo. Después de eso, vuelve a dormir, acompañando a mi esposa, y yo me voy a trabajar.

    Jamás le enseñé (ni intenté siquiera) nada de eso; fue voluntad propia de la Señora Gatita implementar esa rutina.

    Y es una rutina mayormente felíz, excepto por los días feriados. La Señora Gatita no sabe lo que son los feriados. Y esos días me viene a despertar también. Pero esos días, cuando me dice “miau”, yo le contesto: “no”. Y ahí empiezan los problemas. A la Señora Gatita no le gusta eso. De repente empieza a decir “miau” más frecuentemente. Cambia el tono, dice otros miaus distintos. Me insiste con la patita: “¡Miau!” me dice fuerte, y abre los ojos bien abiertos. Camina por la cama, dá vueltas en el lugar, encorvada, y se la puede apreciar visiblemente estresada. No le gusta ni un poco lo que está pasando, es evidente. De modo que le hago unos mimos para que se tranquilice un poco, y después de un par de minutos se queda más tranquila, ronroneando, como si una crisis hubiera terminado y se diera permiso a descansar.

    Le conté esas cosas una vez a mi mamá. Me dijo que sí, que está al tanto de que los gatos hacen eso, y me contó entonces una historia propia. Hace ya algunos años, mi mamá tenía una gata, que se llamaba Os. Vivió como 20 años esa gata. Y mi mamá me cuenta que en un momento en el que mi abuelo todavía trabajaba, cercano a su jubilación, él se levantaba alrededor de las 4 de la mañana para llegar al trabajo. Y la gata, como en mi caso, lo iba a despertar todos los días a horario.

    Pero a veces mi mamá se despertaba porque escuchaba unos ruidos raros, unos golpes. Era un misterio, después de unos minutos desaparecían. Resulta que un día mi abuelo le hace un pedido a mi mamá: “decile a tu hija que los domingos y los feriados yo no trabajo”. Lo que sucedía, descubrió después mi mamá, era que mi abuelo dormía con la puerta de su habitación cerrada. Y todos los días, Os lo despertaba arañando suavemente la puerta; un ruido liviano fuera de la habitación de mi abuelo. Pero cuando él no atendía, la gata se ponía nerviosa, hasta que finalmente comenzaba a golpear la puerta de la pieza con su cabeza. Nuevamente, esa alteración de la rutina no era nada felíz para la gata, que insistía cada vez con más énfasis.

    Hace poco reflexionaba sobre esto, y sobre algunas cuestiones vinculadas a la identidad, el lenguaje, los sentimientos, y la verdad. Lo de siempre, bah. Y me interesó de estas escenas el siguiente detalle evidente: los gatos no entienden lo que es un feriado. No como nosotros, está claro; se podrán revisar las diferentes deficiones técnicas de “lenguaje” y “lengua”, dentro de las que seguramente alguna califica válida para los comportamientos animales, pero difícilmente estemos hablando de acepciones que lleven a un gato a entender “hoy es día no laboral” como nosotros lo conceptualizamos. Los hechos que yo describo me brindan la siguiente perspectiva: los gatos manejan cierto concepto de normalidad, aún sin nuestro sofisticado aparato conceptual, y no sólo eso sino que además parecen reaccionar con estrés a lo que se escapa de las normas que ellos mismos constituyen como tales (porque ni yo ni mi abuelo le enseñamos ni pretendimos jamás a esos gatos comportarse de esa manera: fueron ellos mismos siendo ellos mismos). ¿Y cómo hacen para llegar a la conclusión de “algo raro pasa”, sin palabras, sin conceptos cognoscibles?

    Esto me lleva a otra elucubración: la normalidad como sensación, sentimiento, sentido. Del mismo modo que escribí un libro planteando la verdad como sentido, donde especulaba que puede haber muchos otros sentidos poco ortodoxos (o, tal vez, no-canónicos), imagino que la Señora Gatita siente “lo normal”, y siente “lo anormal”, y ambas tienen un impacto importante en su proceso de toma de decisiones. Como sucede con la gente, diferentes contextos constituyen diferentes normalidades: mis horarios no son los mismos que los de mi abuelo, y tanto Os como la Señora Gatita se adecuaron sin dificultades que yo sepa. Y como también sucede con la gente, lo anormal parece ser estresante.

    Quizás sea un buen eje de estudio, para alguna que otra investigación o planteo. Como sea, comencé a tirar de ese hilito uno de estos tantos días en los que renegaba de cómo los cochinos normies están arruinando el mundo, “cómo podía ser”, y qué se podía hacer para lidiar con ellos. Eso, en sintonía con otras reflexiones (en las que reniego de las culturas del cambio constante o la innovación, o bien reivindico la tradición y el conservadurismo), me lleva hacia la intuición de que, tal vez, la normalidad pueda no estar siendo contemplada en todas sus dimensiones humanas.

    Odio trabajar. Cada mañana que me levanto para ir a trabajar, desde hace ya muchos años, me siento un esclavo. Y tengo algunas cosas para decir sobre ese sentimiento.

    Lo primero es la necesidad de abrir el paraguas frente algunas situaciones inminentes de una declaración como esa. Sé muy bien que soy un absoluto privilegiado, en muchos sentidos. Mi vida diaria no es la de un trabajador de la zafra, ni mucho menos la de los históricos e icónicos trabajadores negros esclavizados en todo el mundo durante los siglos inmediatamente anteriores al actual. Soy varón, blanco, cis, que tuvo acceso no sólo a la educación sino también incluso a la vivienda, que fue criado con amor por una familia presente, que tiene amigos, y que tiene proyectos (en plural) de vida. Además, como si eso fuera poco (que no lo es), puedo también vivir de mi sueldo, e incluso darme el lujo de que mi esposa no esté obligada a trabajar para poder mantener económicamente nuestro techo. Formo parte de un porcentaje muy bajo de gente acá en Argentina, y encima tuve la suerte de formarme en informática, que es un ámbito laboral con mucho empleo legítimo actualmente en todo el mundo, y sin miras de que eso caiga con el paso del tiempo (sino muy por el contrario, sólo va a crecer). Y no solamente me encuentro con todas esas virtudes en mi vida, sino que además se dan otros detalles que hacen muy culposo afirmar algo como lo que arranqué afirmando en este post: no creo poder encontrar un trabajo mejor que el que tengo ahora. En mi trabajo actual, ya lo dije, me pagan bien; pero es además intelectualmente estimulante, me veo frecuentemente trabajando en proyectos de orden técnico cercanos a las vanguardias tecnológicas del rubro, es además un espacio con mucho futuro, pero por sobre todas las cosas trabajo con gente que no sólo es muy capaz sino que también es muy comprensiva y humana. Básicamente no debería poder quejarme. Y sin embargo, acá estoy.

    “No debería poder quejarme” es de hecho parte importante del problema. Pero creo poder llegar a eso más adelante. Con todas sus virtudes, mi trabajo es también exigente, al punto tal de que mis responsabilidades incluyen guardias pasivas 24/7, y no creo estar haciendo algo que para la sociedad sea TAN importante. De hecho, no lo es para mí. Trabajo de devops, y como ingeniero de live streaming. Me ocupo de que señales online permanezcan online. Y, francamente, no me importa mucho si permanecen o no online. Soy responsable, me ocupo de que lo que me piden se cumpla y que todo funcione bien, no sólo por mi trabajo sino por el de mis compañeres. Pero tanto mi cabeza como mi corazón están en cualquier otro lado. No me importa si alguien está mirando un partido de futbol y de repente tiene un microcorte, o si esta persona se ve en la insoportable necesidad (dios nos guarde) de cambiar de señal para poder seguir viendo el evento. No me importa si esa persona pagó o no por ese servicio, no me parece un acto de suficiente autoridad como para justificar ninguna urgencia real (como sí podrían serlo vidas en juego): hoy hay un partido de futbol, pero mañana hay otro, y después otro, y después otro; y hay repeticiones, y hay comentarios en diferido, y análisis, y gente hablando hasta el infinito sobre el tema, y con todo eso entonces el valor del constante “acá y ahora” es un absoluto fetiche que en definitiva somete a una larga lista de trabajadores vinculados a que todo ese aparato demencial continúe funcionando.

    Es apenas uno de los casos molestos en mi trabajo: los eventos deportivos. Hay muchos otros casos, también todos particulares y aislados. Pero en cualquier otro trabajo de mi gremio me voy a cruzar con las mismas cosas: todo ya, todo urgente, todo más rápido que ayer, porque sí. Las expectativas de mis superiores son lograr aumentar la velocidad con el mismo hardware, para poder subir la escala (o sea, más cantidad y más velocidad) a un precio accesible; combinen eso con la captura y gestión de datos de consumo, y se pueden especular “productos” futuros que se pueden vender a partir de estas tecnologías, y así crear otras tecnologías que sigan el mismo ciclo, y eso al infinito. Mis compañeres de trabajo también, en general, se forman y practican para ser parte de esos ciclos. Y no veo a nadie decir “no, paren, esto está mal”. “Nada de esto es urgente”. “No hace falta más escala”. “No hace falta más barato”. “No hace falta más”.

    En mi gremio, hoy por hoy, las métricas lo son todo. Lo que hace la gente predice lo que hará la gente, y eso determina en qué invertir dinero, y cálculos de dineros futuros, y cosas por el estilo. La clásica lógica empresarial, como siempre condimentada con ciencia para el trabajo y pseudociencia para la gestión, pero ahora con data de los usuarios en tiempo real. Es más fácil que nunca para los directores pegar volantazos con decisiones abruptas que significan el quehacer diario de los trabajadores, los cuales nos vemos zigzagueando todo el día entre mandatos nuevos sumados a las responsabilidades de siempre, para después ir a dormir pensando en los zigzags de mañana. Llegamos a casa cansados, sin energía, preocupados, y tratando de que el tiempo nos alcance para descansar así no nos enfermamos. No podemos dedicarle el tiempo que quisiéramos a nuestra familia, a nuestros amigos, ni mucho menos a nuestros proyectos cualquiera fueran. Y por supuesto que todo esto sólo se vuelve más difícil de sostener a medida que nos hacemos más viejos y nuestros cuerpos se van degradando.

    Podría decir mucho más, con mucho más detalle, pero prefiero volver al inicio: “no quiero trabajar”. No es que “no quiero trabajar en mi trabajo actual”, sino que no quiero trabajar, a secas, en absoluto. El síntoma más inmediato de mi problema es que al final del día siento que me paso la vida haciendo cosas que no quiero hacer, porque la alternativa es ir a parar a la calle. No quiero depender del trabajo tal y como lo conocemos para comer y tener techo. Siento que toda mi energia física e intelectual está al servicio de mantener y perpetuar un pandemonio kafkiano que tiene como novedad deshumanizante una supervelocidad cada vez más digna de ciencia ficción. La tecnología que todo lo acelera facilita también que eso sea masivo y hasta normal. Y las predicciones que se realizan con la data que yo ayudo a automatizar son para inversiones y ganancias, no para la salud de las personas y de las sociedades en general. La ética no es un problema más allá de la legalidad para todo este aparato, y en él me siento un agente del cinismo y la distopía. Así que no quiero ser un trabajador asalariado, del mismo modo que tampoco quiero ser un empresario. Siento un profundo desprecio por el concepto capitalista y/o contemporáneo de “trabajo”.

    La velocidad es parte del problema que vivo yo y que vive mi sociedad. Vivimos en una era donde el tiempo es el “bien” más escaso que tenemos, pero también eso es así porque el mismo sistema generó semejante situación. Nada objetivo o natural nos obliga a ir tan rápido en la generación de pavadas como el evento deportivo “en vivo”, es todo un constructo de urgencia cultural. Estupideces como esas se dicen que “generan trabajo”, del mismo modo que a mis modificaciones tecnológicas para que todo eso funcione se les dice que “agregan valor”. El capitalismo contemporaneo es básicamente un gigantezco esquema Ponzi, donde la producción tiene mucho menos qué ver con el valor que fenómenos tales como el sentido de pertenencia. Mi amigo Ezequiel Vila incluso afirma: “el capitalismo nunca pasó por la producción, sino por el consumo”. Y hoy, siglo XXI, no parece haber opción a ese sistema. Es que el concepto mismo de “producción” actual es incluso poco serio: una cosa es producir comida y ropa, o hacer casas, o cualquier elemento material que a uno se le ocurra, con diferentes grados de complejidad involucrada; otra cosa es el trabajo intelectual, las relaciones humanas, la generación de información, y demás. Hay niveles diferentes de producción sometidos a diferentes regímenes y dinámicas, y con diferentes fines; pero no manejamos diferentes teorías del valor para casos diferentes. Y eso viene también al hecho de que la economía en rigor se supone que está ligada en su caso de uso más elemental al fenómeno de la escases, cuando nuestras crisis económicas de hoy más bien se vinculan a todo lo contrario: sobreproducción.

    Son muchos los aspectos contemporáneos que nos hacen dudar muy fácilmente del capitalismo en general; no por nada está en crisis de credibilidad en todo el mundo. Pero quiero dejar anotado apenas uno más, vinculado nuevamente a la tecnología: hoy muchas cosas están resueltas, o se resuelven muy fácil, pero de una manera u otra se limita el acceso a todo eso. Desde querer controlar las copias digitales, a que no te atiendan en un hospital, no es un problema de falta de recursos o medios, sino de que el sistema requiera que vivamos necesitados de sus variables y sus dinámicas para poder perpetuarse. Eso no es ni eficiencia, ni productividad, ni mucho menos ética: es un control misántropo y nefasto de las sociedades.

    Todo eso es en general los clásicos problemas de la clase obrera y su relación con la plusvalía, reeditados en la contemporaneidad. Está todo directa o indirectamente en Marx y compañía. Quiero decir: no es nuevo como problema. Lo que es novedoso es la magnitud de algunas cosas. Pero por esto me parece muy sintomático que “no debiera de poder quejarme” porque “hay gente mucho peor que yo”. Hay toda una cultura que defiende esas cosas de las que me quejo, y que censura la crítica, desde la misma gente que la padece, aún cuando está más que claro que las cosas andan mal. Algunos dicen que “no podrías vivir sin trabajar”, otros que “el trabajo dignifica”; otros directamente reaccionan a la defensiva y se ponen a hablar de cómo el comunismo no funciona, que “los paises en serio” cosas, y muchos otros etcéteras. El mismo marxismo frecuentemente sostiene la necesidad de la identidad de clase y la identificación para con el trabajo, dos planteos que también considero parte del problema. Lo que necesitamos es reentender qué significa “trabajo”, y cuál es la relación que eso tiene para con la sociedad en general.

    Observen por ejemplo la siguiente reflexión informal, de hace como diez años atrás:

Lo conté un montón de veces, lo plantié un montón de veces, y lo sigo sosteniendo. A no ser que me traigas alguna forma de conocimiento que se auto-aprende o algo por el estilo, por ósmosis, aprender es el producto de un montón de trabajo. Trabajo que, sí y sólo sí la Universidad tiene alguna función social por fuera de la creación de aristocracias, hoy es no sólo en negro sino directamente no remunerado.

Sí, estoy diciendo que a la gente que estudia hay que pagarle para que estudie; en lugar de, al mismo tiempo, como estamos acostumbrados, obligarles a que en paralelo se rompan el orto también “laburando” y tratando de, al mismo tiempo, tener una vida por fuera de esa trituradora.

    Ya por aquel entonces tenía en claro que estudiar es un trabajo. Todavía el big data era un término apenas para entendidos, y si le querías explicar a los demás que la gente utilizando cosas gratuitas estaba generando información y conocimiento (o sea, estaba haciendo un trabajo), se reían de vos. Hoy el que no sabe eso es considerado un analfabeto para lo que es la política contemporánea.

    Con el trabajo científico y tecnológico hemos logrado maravillas impensadas hace apenas décadas atrás, y hasta logramos que la colaboración en la generación de información sea trivial; pero así y todo seguimos pensando en términos absolutamente obsoletos en relación a lo que es nuestra capacidad real de trabajo, como si todo tuviera qué ver con “generar capital” o “agregar valor”. Hoy, “generar capital” es poco más que “boludear”, porque está directamente determinado por la idea de “consumir”; y las relaciones de sometimiento laboral tienen mucho más que ver con generar una escases inexistente que lleve a una competencia entre pares mucho antes que con una distribución de ningún tiempo ni fuerza de trabajo escasos. Pero así y todo, cuestionar la idea de “trabajo” sigue siendo alienígena cuando no directamente tabú, y lo mejor que se puede esperar al hacer eso en público es que apenas se rían de uno.

    Como sea, mi idea de lo que hacemos cuando “trabajamos” en términos capitalistas es muy diferente a lo que estoy acostumbrado a escuchar en mis pares. La única urgencia real que tiene la humanidad en general es la muerte: es lo único que hace del tiempo un bien escaso en términos objetivos; y en lugar de poner nuestra fuerza de trabajo en resolver ese problema (extendiendo la vida por tiempo indeterminado), lo que hacemos es dedicarnos a generar sedantes (químicos y culturales) para mantener las relaciones de dependencia y sometimiento brutales que ya conocemos, como si la vida fuera eso. Si los mismos modelos actuales de generación de información (no necesito ponerme a pensar ninguna ciencia ficción) los aplicamos a problemas reales, se obtienen soluciones teóricas complejas en tiempos que en otras épocas sólo podrían ser calificados de fantásticos, y sólo resta llevar esas soluciones al laboratorio (tarea que también imagino que puede ser automatizada). Con lo cuál, “trabajar” pasa a ser poco más que dedicarse a pensar e interactuar con los demás, sin urgencias demenciales ni sometimiento deshumanizante. Y sin “capital” qué generar.

    La gente que me conoce sabe que puedo estar todo el día haciendo cosas, de diferente naturaleza: ciencia, arte, tecnología, o incluso compartir ocio, durante todos los días de mi vida. Y aún así, casi todas mis actividades extralaborales podrían calificarse hoy por hoy como “improductivas”, porque son todas sin fines de lucro. Y es que allí hay una de las claves oscuras que nos dejan ver cómo se esclaviza a la gente en el capitalismo: no existe “no hacer nada” en la vida; uno siempre está haciendo algo, esté o no “trabajando”, y el big data es prueba suficiente (y objetiva) de ello. “Algo productivo” es absolutamente contingente a las reglas de cada sociedad, no del capital, y es perfectamente pensable una sociedad donde no sólo no hay que dedicar la vida a generar capital, sino que tampoco hay por qué estar sometido a regímenes de trabajo que deban constituir ni una tortura ni una identidad ni nada de lo que constituyen hoy.

    Pero no quisiera dejar pasar otra reflexión, atacando la cuestión de “trabajo para no ir a parar a la calle”. También desde hace tiempo estoy convencido de que el gran problema con la pobreza en el capitalismo no es la “pobreza” en sí. No es tener pocas cosas, ni que muchas otras sean lejanas e inaccesibles. Yo no tengo problema con vivir en una casa pequeña, con la comida medida, usando la misma ropa hasta que se necesite cambiarla, sin lujos ni privilegios: mi problema con la pobreza es que sin dinero no puedo pagar la casa, ni la salud de mi familia, ni puedo comunicarme con la gente que se comunica utilizando tecnología, ni puedo acceder a un montón de conocimientos que me interesan para los quehaceres que realmente satisfacen mi vida (investigación, desarrollo, y solución de problemas reales). El problema no es la escases, sino el desamparo: el problema es quedarse sólo, sin nadie que a uno lo ayude, sin herramientas ni esperanzas. Y esa es la amenaza de la pobreza. Una amenaza enteramente generada por el capitalismo, para mantenernos pendientes del horario laboral y el consumo hegemónico. Es una forma muy cruel de sometimiento y de tortura.

    Repensando algunas nociones claves de nuestro quehacer diario (siendo el trabajo una de ellas), lo que obtenemos son críticas muy incisivas a muchas ideas instaladas desde hace generaciones. Lo que necesitamos para hacer eso no es ser grandes sabios cultos e iluminados, sino honestidad intelectual y espiritual para dejar de defender los sistemas establecidos e impuestos sobre nosotros. Yo propongo pensarnos todos los días como eslabones entre un pasado que no elegimos y un futuro para con el que somos responsables y sobre el que vamos a tener que dar explicaciones. Ese, me parece, es el camino para construir opciones al capitalismo, que no requieran armar un binarismo con el comunismo, ni que nos lleven a coquetear nuevamente con el fascismo como hoy está sucediendo por todos lados.

Lógicas del sentido

| November 25th, 2019

    Por cuestiones de fuerza mayor, me encontré revisando cuadernos de mis cursadas de Letras, hace más de 10 años atrás. Entre las muchas cosas que encontré, me tope con esta página de notas personales, que me puso muy contento el haber releido:

    ¿Hay chances de armar una gramática formal ad-hoc, en tiempo real, por discurso?

    Sería más bien una tecnología del discurso, como producto grágico/material de una serie de procesos analíticos.

    Analizar sintácticamente con múltiples modelos y generar graduaciones relacionales entre planos autónomos de análisis; cada modelo, un plano.
    Este resultado sería estructural siempre, y único en cada discurso.
    Permitiría abarcar la variabilidad del lenguaje.

    Hay, por ejemplo, condiciones funcionales, jerarquías estructurales, efectos posibles, prototipicidades, leyes de-facto, etc; todos esos son elementos de la unidad mínima del significado.

    La unidad es compleja; relacional, multidimensional, funcional, y contingente.
    Esta unidad sería objeto condicional de diferentes procesos.

    No quiero buscar normalidad; necesito trabajar lo posible.


    Ojo al efecto de ver “así algo”; se entiende “algo así” aún antes de leerlo. Se reconocen formas grupales.


    Adecuación de la gramática al sujeto, y no al revés.
    La unidad no se ubica: se construye. No es un investigador, sino un constructor de efectos. La condición es el efecto.

Acerca del análisis del poder

| September 24th, 2019

Después de muchas páginas explicando detalles históricos del poder pastoral y los conflictos que se generaron a su alrededor, Foucault explica lo siguiente:

(…)

    Menciono todo esto para decirles que, a mi juicio, en el desarollo de los movimientos de contraconducta a lo largo de la Edad Media, podemos encontrar cinco temas fundamentales, que son el tema de la escatología, el tema de la Escritura, el tema de la mística, el tema de la comunidad, y el tema de la ascesis. Es decir que el cristianismo, en su organización pastoral real, no es una religión ascética, no es una religión de la comunidad, de la mística, de la Escritura, y por supuesto tampoco de la escatología. Es la primera razón por la que me interesaba hablarles de todo eso.

    La segunda es que quería mostrarles, también, que esos temas que fueron los elementos fundamentales en las contraconductas no son en líneas generales, desde luego, exteriores al cristianismo; se tratan de elementos fronterizos, por decirlo así, que no dejaron de ser reutilizados, reimplantados, retomados en uno u otro sentido. La Iglesia misma retomó de manera incesante elementos como, por ejemplo, la mística, la escatología, o la búsqueda de la comunidad. El hecho aparecerá con mucha claridad en los diglos XV y XVI, cuando la Iglesia, amenazada por todos esos movimientos de contraconducta, intente hacerlos suyos y aclimatarlos en su seno, hasta que se produzca la gran separación, la gran división entre las iglesias protestantes que, en el fondo, han de elegir un modo determinado de reinsención de esas contraconductas, y la Iglesia Católica, que por su parte tratará, mediante la contrareforma, de reutilizarlas y reincorporarlas a su sistema. Ése es el segundo punto. La lucha, entonces, no adopta la forma de la exterioridad absoluta, sino de la utilización permanente de elementos tácticos que son pertinentes en el combate antipastoral, toda vez que forman parte, de una manera incluso marginal, del horizonte general del cristianismo.

    Tercero y último, quería insistir en estos asuntos para procurar mostrarles que, si tomé ese punto de vista del poder pastoral, lo hice, claro está, para intentar recuperar los trasfondos y los segundos planos de la gubernamentalidad que va a desarrollarse a partir del siglo XVI. Y también para mostrarles que el problema no es en modo alguno hacer algo así como la historia endógena de un poder que presuntamente se desarrolla a partir de sí mismo en una especie de locura paraóica y narcisista, y señalar en cambio que el punto de vista del poder es una manera de poner de relieve relaciones inteligibles entre elementos que son exteriores unos a otros. El problema, en el fondo, es saber cómo y por qué problemas políticos o económicos como los que se plantearon en la Edad Media, por ejemplo, los movimientos de rebelión urbana, los movimientos de revuelta campesina, los conflictos entre feudalismo y burguesía mercantil, se tradujeron en una serie de temas, formas religiosas, preocupaciones religiosas, que culminarían en la explosión de la Reforma, la gran crisis religiosa del siglo XVI. Creo que si el problema del pastorado, del poder pastoral, de sus estructuras, no se considera como bisagra de esos diferentes elementos exteriores entre sí — Las crisis económicas por un lado y los temas religiosos por otro –, si no tomamos esto como campo de inteligibilidad, como principio de puesta en relación, como operador de intercambio entre unos y otros, nos veremos obligados a volver a las viejas concepciones de la ideología: decir que las aspiraciones de un grupo, una clase, etc., se traducen, se reflejan, se expresan en una creencia religiosa. El punto de vista del poder pastoral, el punto de vista de todo este análisis de las estructuras del poder, permite, a mi entender, retomar las cosas y analizarlas ya no en forma de reflejo y transcipción, sino de estrategias y tácticas.

    Si insistí en esos elementos tácticos que dieron formas precisas y recurrentes a las insumisiones pastorales, no fue en absoluto para sugerir que se trata de luchas internas, contradicciones endógenas, un poder pastoral que se devora a sí mismo o se tropieza en su funcionamiento con sus límites y barreras. Lo hice para identificar “las entradas”: puntos a través de los cuales procesos, conflictos, transformaciones, que quizás conciernan al estatus de las mujeres, el desarrollo de una economía mercantil, la desconexión entre el desarrollo de la economía urbana y la economía rural, la elevación o la desaparición de la renta feudal, el estatus de los asalariados urbanos, la extensión de la alfabetización, puntos por donde fenómenos como estos pueden entrar al campo del ejercicio del pastorado, no para transcribirse, traducirse, reflejarse en él, sino para efectuar divisiones, valorizaciones, descalificaciones, rehabilitaciones, redistribuciones, de todo tipo. En vez de decir: “cada clase o grupo o fuerza social tiene su ideología que permite traducier en la teoría sus aspiraciones, aspiraciones e ideología de las cuales se deducen reordenamientos institucionales que corresponden a las ideologías y satisfarán las aspiraciones”, habría que decir: “toda transformación que modifica las relaciones de fuerza entre comunidades o grupos, todo conflicto que los enfrenta o los lleva a rivalizar, exige la utilización de tácticas que permitan modificar las relaciones de poder, así como la puesta en juego de elementos teóricos que justifiquen moralmente o funden de manera racional esas tácticas”.

(…)

Michel Foucalut, en Seguridad, territorio, y población, página 259 (129 del PDF).

La manera de tomar distancia

| September 3rd, 2019

    (…)

    Un método como este consiste en buscar detrás de la institución para tratar de encontrar, no sólo detrás de ella sino en términos más globales, lo que podemos denominar una tecnología de poder. Por eso mismo, este método permite sustituir el análisis genético por filiación por un análisis genealógico — no hay que confundir la génesis y la filiación con la genealogía — que reconstituye toda una red de alianzas, comunicaciones, puntos de apoyo. Por lo tanto, primer método: salir de la institución para sustituirla por el punto de vista global de la tecnología de poder.

    En segundo lugar, segundo desfase, segundo paso al exterior, con respecto a la función. Tomemos, por ejemplo, el caso de la prisión. Es posible, por supuesto, analizarla a partir de las funciones descontadas, las funciones que fueron definidas como ideales de prisión, la manera óptima de ejercerlas — cosa que, a grandes rasgos, hizo Bentham en su Panóptico –, y luego, a partir de allí, ver cuáles fueron las funciones realmente desempeñadas por aquélla y establecer desde una perspectiva histórica un balance funcional de los más y los menos o, en todo caso, de las aspiraciones y los logros concretos. Pero al estudiar la prisión por intermedio de las disciplinas, la cuestión pasaba por saltear o, mejor, pasar al exterior con respecto a ese punto de vista funcional y resituar la prisión en una economía general de poder. Y entonces, de resultas, se advierte que la historia real de la prisión no está, sin duda, gobernada por los éxitos y los fracasos de su funcionalidad, sino que se inscribe, de hecho, en estrategias y tácticas que se apoyan incluso en sus propios déficits funcionales. Por lo tanto: sustituir el punto de vista interior de la función por el punto de vista exterior de las estrategias y tácticas.

    Por último, tercer descentramiento, tercer paso al exterior, el que se da con respecto al objeto. Tomar el punto de vista de las disciplinas significaba negarse a aceptar un objeto prefabricado, se tratase de la enfermedad mental, la delincuencia o la sexualidad. Era negarse a medir las instituciones, las prácticas y los saberes con la vara en la norma de ese objeto dado de antemano. La tarea consistía, por el contrario, en captar el movimiento por el cuál se constituía, a través de esas tecnologías móviles, un campo de verdad con objetos de saber. Puede decirse sin duda que la locura “no existe”, pero eso no quiere decir que no sea nada. Se trataba, en suma, de hacer lo inverso a lo que la fenomenología nos había enseñado a decir y pensar, una fenomenología que en líneas generales decía lo siguiente: la locura existe, lo cuál no quiere decir que sea algo.

    En síntesis, el punto de vista adoptado en todos esos estudios consistía en tratar de extraer las relaciones de poder de la institución, para analizarlas desde la perspectiva de las tecnologías, extraerlas también de la función para retomarlas en un análisis estratégico y liberarlas del privilegio del objeto para intentar resituarlas desde el punto de vista de la constitución de los campos, dominios, y objetos de saber.

    (…)

    Podría ser que la generalidad extra institucional, la generalidad no funcional, la generalidad no objetiva a la cuál llegan los análisis de los que recién les hablaba, nos pusiera en presencia de la institución totalizadora el Estado.

    (…)

Michel Foucalut, en Seguridad, territorio, y población.

    Hace más de un año publiqué Feels Theory, donde teorizaba una relación recíproca entre razón y sentimientos, planteando a los sentimientos en el origen mismo del raciocinio. Hoy me encuentro con este otro fragmento de Humberto Maturana, que quiero dejar anotado:

    ¿Qué somos?, ¿qué es lo humano? Corrientemente pensamos en lo humano, en el ser humano, como un ser racional, y frecuentemente declaramos en nuestro discurso que lo que distingue al ser humano de los otros animales es su ser racional.

    (…)

    Decir que la razón caracteriza a lo humano es una anteojera, y lo es porque nos deja ciegos frente a la emoción que queda desvalorizada como algo animal o como algo que niega lo racional. Es decir, al declararnos seres racionales vivimos una cultura que desvaloriza las emociones, y no vemos el entrelazamiento cotidiano entre razón y emoción que constituye nuestro vivir humano, y no nos damos cuenta de que todo sistema racional tiene un fundamento emocional. Las emociones no son lo que corrientemente llamamos sentimientos. Desde el punto de vista biológico lo que connotamos cuando hablamos de emociones son disposiciones corporales dinámicas que definen los distintos dominios de acción en que nos movemos. Cuando uno cambia de emoción, cambia de dominio de acción. En verdad, todos sabemos esto en la praxis de la vida cotidiana, pero lo negamos, porque insistimos en que lo que define nuestras conductas como humanas es su ser racional. Al mismo tiempo, todos sabemos que cuando estamos en una cierta emoción hay cosas que podemos hacer y cosas que no podemos hacer, y que aceptamos como válidos ciertos argumentos que no aceptaríamos bajo otra emoción.

    (…)

    Todo sistema racional se constituye en el operar con premisas aceptadas a priori desde cierta emoción.

    Biológicamente, las emociones son disposiciones corporales que determinan o especifican dominios de acciones. Los invito a meditar sobre como reconocen ustedes sus propias emociones y las de los otros; y si lo hacen verán que distinguen las distintas emociones haciendo alguna apreciación del dominio de acciones en que se encuentra la persona o animal, o haciendo una apreciación del dominio de acciones que su corporalidad connota.

    Las emociones son un fenómeno propio del reino animal. Todos los animales las tenemos. Si ustedes en la noche, en su casa, al encender la luz y ver en el medio de la pieza una cucaracha que camina lentamente, gritan: “¡Cucaracha!”, la cucaracha empieza a correr de un lado para otro. Si ustedes se detienen a observar lo que pasa, podrán darse cuenta de que las cosas que la cucaracha puede hacer en un caso y otro son completamente distintas. La cucaracha que va caminando pausadamente en medio de la pieza puede detenerse a comer, pero la cucaracha que corre de un lugar a otro no puede hacerlo. Lo mismo nos pasa a nosotros, pero nos pasa no solamente con las acciones, sino también con la razón.

    Nosotros hablamos como si lo racional tuviese un fundamento trascendental que le da validez universal independiente de lo que nosotros hacemos como seres vivos. Eso no es así. Todo sistema racional se funda en premisas fundamentales aceptadas a priori, aceptadas porque sí, aceptadas porque a uno le gustan, aceptadas porque uno las acepta simplemente desde sus preferencias. Y eso es así en cualquier dominio, ya sea el de las matemáticas, el de la física, el de la química, el de la economía, el de la filosofía, o el de la literatura. Todo sistema racional se funda en premisas o nociones fundamentales que uno acepta como puntos de partida porque quiere hacerlo y con las cuales opera en su construcción. Las distintas ideologías políticas también se fundan en premisas que uno acepta como válidas y trata como evidentes de partida porque quiere hacerlo. Y si uno esgrime razones para justificar la adopción de esas premisas, el sistema racional que justifica esas razones se funda en premisas aceptadas porque sí, porque uno consciente o inconscientemente así lo quiere.

    Observen ustedes que existen dos tipos de discusiones entre las personas. Hay discusiones, desacuerdos, que se resuelven sin que uno vaya más allá de ponerse colorado. Si yo digo que dos por dos es igual a cinco y ustedes me dicen: “¡no hombre, no es así! Mira, la multiplicación se hace de esta manera”, mostrándome cómo se constituye la multiplicación, yo a lo más digo, “¡ah! de veras, tienes toda la razón, disculpa”. Si esto ocurre, lo peor que me puede pasar es que me ponga colorado y tenga un poco de vergüenza. También puede ser que no me importe nada, porque el desacuerdo no tiene nada más que un fundamento lógico ya que sólo hubo un error al aplicar ciertas premisas o ciertas reglas operacionales que yo y el otro aceptábamos. Nuestro desacuerdo era trivial; pertenecía a la lógica.

    Nunca nos enojamos cuando el desacuerdo es sólo lógico, es decir, cuando el desacuerdo surge de un error al aplicar las coherencias operacionales derivadas de premisas fundamentales aceptadas por todas las personas en desacuerdo. Pero hay otras discusiones en las cuales nos enojamos (es el caso de todas las discusiones ideológicas); esto ocurre cuando la diferencia está en las premisas fundamentales que cada uno tiene. Esos desacuerdos siempre traen consigo un remezón emocional, porque los participantes en el desacuerdo viven su desacuerdo como amenazas existenciales recíprocas. Desacuerdos en las premisas fundamentales son situaciones que amenazan la vida ya que el otro le niega a uno los fundamentos de su pensar y la coherencia racional de su existencia.

    (…)

    Por esto, no podernos pretender una justificación trascendente para nuestro actuar al decir: “esto es racional”. Todo argumento sin error lógico es obviamente racional para aquel que acepta las premisas fundamentales en que éste se funda.

    Lo humano se constituye en el entrelazamiento de lo emocional con lo racional. Lo racional se constituye en las coherencias operacionales de los sistemas argumentativos que construimos en el lenguaje para defender o justificar nuestras acciones. Corrientemente vivimos nuestros argumentos racionales sin hacer referencia a las emociones en que se fundan, porque no sabemos que ellos y todas nuestras acciones tienen un fundamento emocional, y creemos que tal condición sería una limitación a nuestro ser racional. Pero ¿es el fundamento emocional de lo racional una limitación? ¡No! Al contrario: es su condición de posibilidad (…)

    De Emociones y Lenguaje en Educación y Política.

Esta es una ponencia que preparé para presentar en el bondi micropolítico hoy Viernes.

Acerca de la ponencia

    Me sentí bastante inseguro tratando de escribir esta presentación, porque:

  • No conozco a casi nadie en este grupo.
  • El mambo ese del rizoma y de que cualquier cosa se una con cualquier cosa no sirve para andar pidiendo pautas.
  • Quiero hacer algo que les guste a ustedes y que me guste a mí.
  • Quiero hacer algo que sirva para algo.

    Así que me decidí por una mezcla de estos tres ejes que menciono a continuación, que me parecen temas transversales a cualquier espacio tanto intelectual como de militancia:

  • La posverdad como marca de época, y como arma de la derecha.
  • El pesimismo de los giros hacia la derecha en el siglo XXI y las estructuras partidarias en crisis.
  • Los pormenores del trabajo intelectual y militante para llegar a la gente, especialmente los de la vereda de en frente.

    Confío en que esas sean cosas que en mayor o menor medida nos importan a todos.

    La ponencia, además, la articulé alrededor de tres textos principales:

    Y lo que voy a hacer en la ponencia es sostener una tesis que plantié en mi libro, escrito el año pasado, donde exploro precisamente a la posverdad como marca de época para ir hacia otros fenómenos más genéricos a nivel humano.

    La tesis es simple: existe un orden temporal determinista entre la sentimentalidad y la racionalidad, donde el sentimiento aparece primero. Luego, la sentimentalidad se retroalimenta de la racionalidad, generando así ciclos de experiencias tan cognitivas como estéticas. ¿Qué significa esto, en castellano? Que primero sentimos y después pensamos.

    Con eso en mente, pretendo traer una perspectiva que ojalá sirva para aliviar algunas inquietudes y tal vez dar un poco de esperanza.

La situación que planteo

    Hoy se habla de posverdad como alguna especie de hackeo cerebral por el cuál la gente le da más pelota a lo que siente que a la seriedad de la información. Bueno… yo sostengo que esa conclusión es más bien un capricho moderno: que la racionalidad deba ser el centro del ser humano es uno más de las tantas obsesiones fallidas en nuestra historia, y lisa y llanamente la gente nunca funcionó de esa manera.

    De hecho, los casos más notorios de “racional ante todo” que tenemos en la historia son por lo general gente de mierda. Tenemos adjetivos tales como “cínico” o “maquiavélico” para esa clase de gente.

    Un paréntesis, para después dar un poco de contraste. Hace unos días ví un videito cortito por internet. Una pareja jóven tiene un perrito. El perrito no es adulto, pero ya sabe caminar bien y manejarse sólo. Sería algo así como un nene de 10 años para nuestros estándares. Y en el video lo que sucede es que prenden una aspiradora cerca del perrito. La aspiradora le da mucho miedo al perrito, y se altera; se pone a llorar, y amaga a irse corriendo.

    Pero en la misma escena, más allá en la habitación, hay un bebé muy chiquito, acostado sobre una mantita. El perrito lo vé, y en lugar de irse corriendo de la habitación para escaparse de la aspiradora, lo que hace es ir hacia él bebé y taparlo, con sus patitas y la cabeza encima de la panza. Aunque tuviera mucho miedo al monstruo, el perrito decidió proteger al bebé.

    ¿Ustedes creen que ese perro hizo eso porque tiene un padre sociólogo y una madre abogada, que viven en una casa de larga tradición en la militancia peronista, y por eso tienen muy arraigados los principios de la justicia social? ¿O porque el perrito es cristiano creyente y practicante y lleva entonces adelante los principios de la compasión y sacrificio de cristo? ¿O porque vió muchas películas y leyó muchas novelas de héroes que se sacrifican por los más débiles?

    La pregunta concreta: ¿hasta qué punto creen que es una cuestión de educación?

    Pero no quiero irme mucho por las ramas. Me gustaría concentrarme en la posverdad, y en otro componente cultural muy poderoso que es una constante piedra en el camino para los intelectuales de izquierda: los gorilas. Ese monstruito demoníaco que corre rampante por las calles haciéndose pasar por gente decente, mientras en secreto fantasea oscuras escenas de sometimiento bajo retorcidas justificaciones meritocráticas.

    Son en líneas generales gente que vive llena de frustración y odio, y que encontró como única forma de sobrevivir a sí mismos la construcción de algunas pocas morales tan simples como rígidas. Y en ese frenesí moralista por la supervivencia tienen permiso para encarnar nuestros peores avatares del retraso social: la homofobia, la xenofobia, el dogmatismo… se vuelven brutalmente reaccionarios e intolerantes. Pero lo más doloroso es que se instalan en la cultura con una centralidad tal que no se los puede evitar en nuestras reflexiones, y atrasan de ese modo cualquier debate hasta algo así como el siglo XVIII.

    Los gorilas tienen su historia en este país. Pero ahora parecieran además haber ganado un atributo de vanguardia en el siglo XXI: parecen ser excelentes transmisores de la posverdad; algo así como los cables para la electricidad, o el agua podrida para las enfermedades. Y cuando explotó el temita este de la posverdad, el gorilaje en general le quiso echar la culpa a internet: esa cosa rara que hacen los jóvenes de ahora, todo el día con el celular…

    Pero hace poco nos venimos a enterar de que los que más viaje agarran con la posverdad son los viejos: esos que en una época nos decían a los de mi generación que no juguemos tanto videojuegos o nos íbamos a volver estúpidos, pero cuando se jubilaron nunca más pusieron la pava sin su facebook y su candy crush. “Total laburó toda su vida, así que ahora se lo merece”, parece ser el razonamiento unánime.

    Y pasa otra cosa más con los gorilas: no tienen fronteras. Nos gusta creer que son una cosa de acá, donde los tipos te votan a Macri; pero en simultáneo ves gente muy parecida por todo el mundo que te vota a Trump, a Bolsonaro, al Brexit, a Le Pen… ¿de dónde sale esa capacidad tan eficaz para cruzar cualquier frontera socioeconómica y cultural?

    Hoy la posverdad ya no es tan misteriosa como hace algunos años, en el sentido de que ya se dijeron muchas cosas, y es consenso general que tiene qué ver con cómo se perciben esos discursos que le llegan a la gente. “Fake news”, dicen, “trolls”, y cosas de esas. Pero los detalles son difusos, fragmentados… Sí se reniega al unísono de que “la gente debería dejarse llevar menos por las emociones” y “lo que falta es pensamiento crítico”.

    Algunos te dicen que la posverdad es lo mismo que hacía Goebbels, que vendría a ser algo bastante sofisticado y planificado y truculento; otros te dicen que sí, que es como Goebbels, pero que no consiste más que en mentir mucho y listo: la posverdad sería una huevada. Otros todavía más conservadores ni van a Goebbels y dicen que simplemente son unos soretes diciendo cualquier estupidez y que, haciéndola corta, la gente es francamente estúpida y eso se cura yendo a la escuela. Y ahí es donde las izquierdas tenemos algo qué aprender: porque las derechas nos sacaron ventaja, y saben interpelar al gorila de maneras que nos hacen quedar a nosotros como unos absolutos incompetentes. La posverdad, sea lo que sea, que nos hace sorprendernos de hasta qué punto la gente se permite autoconvencerse de las mentiras más insostenibles, en la práctica es un cachetazo a la ingeniería política racionalista.

    Piensen en esto un segundo. ¿Cómo se interpela a un gorila? El tipo no quiere saber nada con prácticamente nada de lo que decís: tiene la cabeza cerrada. Mientras más hablás, más resistencia encontrás. Por ahí fantaseás con un futuro mejor, donde la gente se puede hablar entre ella y que entonces ahí sí nuestras ideas van a poder florecer finalmente… pero pasan las décadas y estamos más y mejor comunicados que nunca y así y todo ese momento felíz no tiene pinta de llegar nunca. ¿Cómo puede ser?

    Creo tener una respuesta muy sencilla. No muy original si leemos los textos adecuados, y francamente de perogrullo si salimos un cacho a la calle. Pero supongo que mejor lo explico brevemente, porque después va a venir al caso de varias cosas. ¿Vieron cuando los gorilas dicen cosas como “algo habrán hecho”? ¿Conocen esa sensación que genera esa fracesita? “Se embarazan para cobrar un plan”. “Son pobres porque no quieren trabajar”. O una de las más populares: ven a una mujer que cagaron a trompadas y violaron, probablemente también la asesinaron, y los animales preguntan cómo estaba vestida y qué andaba haciendo sola.

    ¿Pueden visualizar esas escenas? ¿Vieron la sensación de mierda que nos genera a los progres todo eso? Bueno… la forma más fácil de entender el problema de por qué los gorilas son impermeables a nuestro discurso es entender que así se siente un gorila cuando nosotros les hablamos de nuestras grandes ideas sociales. Y mientras más incisivos seamos, lejos de lograr ninguna reflexión ni diálogo, más cerca vamos a estar de lograr generarles una explosión de furia.

    Ahí entra la posverdad. Con razones de mierda, las derechas llegan a conclusiones correctas, y operan sobre la gente con absoluto cinismo utilizando a la informática como herramienta para manipular los sentimientos. Ciertas imágenes muy precisas, direccionadas en los puntos neurálgicos de la sociedad, hacen destrozos en todo el mundo al mismo tiempo.

    ¿Recuerdan eso de “una imagen vale más que mil palabras”? ¿Por qué creen que es? La obsesión moderna por el lenguaje nos dió excelentes tecnologías y teorías, pero cuando quisieron usarlo como crucero para navegar la condición humana descubrieron, apenas a la primer tormenta, que el tipo gracias si servía siquiera de salvavidas, y hasta por ahí nomás. El lenguaje es lento. El lenguaje es secundario. El lenguaje sucede después de un montón de cosas que suceden antes, y sobre las que se sostiene esa condición humana tan solemne e iluminada. Tanto es así que es más fácil para un perro menor de edad entender algunas cuestiones que le siguen costando a unos cuantos de nuestros adultos, tan profesionales y tan bien formados, que nos hablan de cosas importantísimas como la economía o el orden social.

    Los sentimientos son el lenguaje universal. Y planteando esto como escena y línea de reflexión, paso a la última parte de la ponencia, donde pretendo contrastar algunas críticas con cositas que nos puedan servir para mejorar un poco la situación.

¿Qué hacer?

    Hay muchas cosas que se pueden hacer. Pero ciertamente parte del proceso es quitarse de encima algunos lastres teóricos y éticos, particularmente modernos. Me viene a la mente un recurrente comentario pesimista de Zizek: “nadie parece poder imaginar qué viene después del capitalismo”. Si le dedico tiempo, se me ocurren un montón de cosas que se pueden articular después del capitalismo. Lo que pasa es que lo que cuesta es largar las críticas al capitalismo en tanto que sistema de producción y su propiedad. Y es precisamente el problema con la crítica marxista, a la que Zizek subscribe.

    Está todo bien con la crítica marxista. Por lo general le doy la razón en todo. Lo que no está bien es pensar que la crítica al capitalismo pasa necesariamente por la cuestión de la propiedad de los medios de producción. Esa es solamente UNA de las dimensiones del capitalismo. De hecho, me animaría a decir que al capitalismo le importa tres carajos los medios de producción.

    ¿Sabían que, por ejemplo, en este preciso momento, hay vanguardias de derecha que plantean girar hacia economías planificadas y centralizadas? Y no precisamente porque crean en el socialismo ni nada parecido. Lo que sucede, afirma esta gente, es que la economía centralizada (como la soviética) fracasó porque todavía no tenía la tecnología adecuada para llevarla a cabo: todos los datos necesarios, y la magnitud de la toma de decisiones en los tiempos que se requieren, es demasiado para cualquier burocracia; pero es un una tontería para los sistemas actuales de gestión de la información y de inteligencia artificial. Google, Facebook, y todos esos, ya tienen sistemas exitosos funcionando que perfectamente podrían controlar la economía “de manera tal que no haya distorsiones”; y no sólo eso, sino que encima la gente les dá los datos voluntariamente, en una especie de culto casi religioso, como adorando a un Stalin robot con maquillaje rococó y tutú, haciendo de los “likes” una moneda todavía más difícil de entender que las bitcoins.

    Algunos pueden imaginar cosas después del capitalismo. Y le estamos cediendo ese lugar a la derecha, tal y como lo hacemos con la interpelación de los gorilas. Esas son faltas nuestras. Es cierto que no tenemos el poder que tiene la derecha, que no vamos a “interpelar a la gente” como si eso fuera soplar y hacer botellas, y del mismo modo no vamos a derrotar al capitalismo flasheando nosequé con los sentimientos y sanseacabó. Pero también es cierto que nos escudamos detrás de cosas bastante vetustas para defendernos de nuestros fracasos en lograr una sociedad mejor, y esa parte es responsabilidad nuestra. Nuestros principios modernos se oxidan, y eso es falta de mantenimiento.

    Los gorilas son inmunes al marxismo, al peronismo, al hippismo, y a cualquier clase de planteo socialista. Tienen defensas formidables para esas cosas. Entiendo que todas las batallas no se pueden ganar, y que el otro también juega, pero otra cosa completamente distinta es que, siguiendo con el ejemplo, el marxismo esté tan concentrado en la crítica a la propiedad de los medios de producción que se le escapen las cosas a las que sí son sensibles los gorilas. Y les traigo algunos ejemplos.

    Hoy por hoy está pegando fuerte entre los adolescentes y jóvenes adultos de derecha el veganismo. Es un movimiento que tiene críticas muy fuertes a los sistemas de producción actuales: pero no lo hace en términos marxistas, sino con otras éticas. En el mismo sentido, en todo el mundo se está sintiendo con mucha fuerza el ambientalismo: también una crítica ética a los sistemas de producción, y también pega bien en la derecha; pueden ver a cualquier modelo en televisión que “no le gusta que los políticos roben”, y milita para que no contaminemos. El ambientalismo además encuentra mucha adhesión entre los niños, los preadolescentes, conviertiéndose en la puerta de entrada a la militancia política, y es así desde hace décadas ya.

    Los troskos se vuelven super reaccionarios frente a los planteos ecologistas o veganos. Y te lo justifican muy correctamente. Pero la reacción no es casual: los quitan del lugar de crítica y resistencia al sistema, el lugar de centralidad. No hacen pié siendo unos más del montón. Y no es sólo una cuestión de perder poder: pierden su identidad revolucionaria cuando la explotación humana deja de ser el centro de la crítica al capitalismo y de repente pasa por los animalitos o el medio ambiente; y cuando la historia deja de ser la condición epistemológica para entender la realidad, y ahora la realidad pasa por lo que a uno se le antoje sentir, y la historia pasa a ser un género menor de la literatura; y no solo eso sino que encima frecuentemente se encuentran con el rechazo de las bases que ya no te votan a los K sino a los Macri. Y todo eso aún cuando el veganismo y la ecología no necesariamente contradicen las críticas marxistas. Pueden hacer poco más que renegar de que el peronismo infestó al movimiento obrero.

    Otra gran falla de la intelectualidad de humanidades son ciertas malas lecturas de Nietzche y compañía que básicamente se podrían resumir en “antimoral”: una especie de postura superadora de la moral, que sin escarbar mucho resulta responder al oximorón de “la moral es mala”. Esa clase de posturas son mucho más dañinas para interpelar gorilas, porque exacerban la reacción. ¿Se acuerdan de cómo se sintieron frente a aquellas cosas despreciables que dije hace minutos? Piénsenlas de vuelta, recuérdenlas, y agréguenle al final de la escena un pelotudo que, cuando los vé poniendo cara de culo, les dice “no seas moralista”. Y con esas cosas le dejamos el camino abierto a los evangelistas y esa clase de organizaciones que son hábiles trabajando con la moral. O las Carrió.

    No solamente voy a afirmar que la moral es buena, sino que es absolutamente necesaria. Y el problema con aquellas posturas “antimorales” es que entienden mal la crítica a la moral: siempre va a haber bien y mal; el objetivo es que haya muchos bienes y males simultáneos y posibles, no solamente dos o tres que lleven siempre a los mismos eternos binarismos que aglomeran sociedades enteras y que así nos estanquemos. Lo mismo pasa con quienes defienden al amor como fuerza primordial y fundamental de la humanidad, y hablan pestes del odio, logrando así que prosperen la cultura tumbera, la mano dura, y todos esos espacios donde el odio sí tiene lugar.

    Esas posturas cometen el error de darle preeminencia a la racionalidad por sobre la sentimentalidad. Creen que por tener una conclusión lógica tienen una verdad que sirva como objeto, si no de interpelación, de defensa. Y las identidades, que son el verdadero objeto de interpelación y defensa, son un fenómeno mucho más sentimental que racional. No podemos seguir haciendo de cuenta que tenemos mejores argumentos que los gorilas, si es que tenemos intención de alguna vez charlar con ellos, cuando a ellos no podrían importarle menos los argumentos: a ellos les importan sus sentimientos. Y la posverdad es ni más ni menos que la derecha levantando ese guante.

    La moral se siente, la ética se basa en sentimientos, y por eso los gorilas son permeables a un montón de cosas que tenemos que aprender a explotar mejor. Si tratamos de invalidar sus sentimientos sólo vamos a generar violencia. Así que tiene que ser válido su odio, tiene que ser posible que sean unos bestias, y tenemos que aprender a ofrecerles algo mejor que una Patricia Bullrich por donde puedan canalizar esas cosas. Hay cosas que está bien odiar, hay cosas que está bien que sean irracionales; el punto es que sirvan para algo copado.

    Se puede decir mucho sobre estas cosas, pero las voy a cortar ahí para no extenderme demasiado; confío en que los ejemplos den pié a reflexiones al respecto. Sí me gustaría anotar algunas cosas más, no tanto de “cómo fallamos”, sino de qué sí podemos hacer, de qué lugares existen hoy para los intelectuales.

    Lo que voy a plantear en líneas generales como plan de acción es en definitiva el principio ético como sentimiento, y el sentimiento como fenómeno epistemológico. La única verdad es la realidad; pero la verdad se siente. La clave para perforar las defensas de la derecha, me parece, es desarrollar principios éticos como forma de micro-ideologías. Es lo que hacen el veganismo o el ecologismo: apenas tienen un par de principios, no un enorme corpus complejo de crítica intrincada, y con eso alcanza para penetrar incluso a los más ofuscados. El feminismo es el otro ejemplo maravilloso: hoy está cambiando al mundo con sus propias teorías y militancia transversal a absolutamente todo. Todos tienen diferentes historias, trascendencia social, y herramientas: pero todos están atravezando barreras que otros movimientos (como el peronista o el marxista) no están pudiendo. Y las derechas ya aprendieron a hacer eso: esa es la posverdad.

    Pero además, esa estrategia de las micro-ideologías, de sostener apenas algunos principios sentimentales que recién en un segundo tiempo se fundamentan, genera precisamente la posibilidad de que muchas organizaciones realicen su propia militancia transversal a los partidos políticos modernos. Muchas micro-organizaciones autónomas ejercen una presión heretogénea, y exigen diversificar (fragmentar, diluir) esfuerzos a los grandes grupos de poder: clarín no pudo esconder ni ningunar al feminismo, porque no es peronista, aunque sea de izquierda. Y el feminismo es un quilombo: no es un movimiento uniforme. Ahí adentro tenés empresarias exitosas pro-mercado al lado de antisistemas radicales, todas al grito de “basta de hacer esto con las mujeres”, “exigimos algo mejor que esto”. Eso se parece mucho más a un orden rizomático que la dinámica partidaria.

    El “antiperonismo” del gorila, por ejemplo, es un principio ético. Se defiende sentimentalmente, y recién después de eso se racionaliza. Igual que algunos peronismos. Es pre-racional, y ahí es donde hacen agua todos los argumentos en contra.

    Observen este otro contraste, también como ejemplo: el contraste entre Madres y Abuelas, frente a la CGT. Ambos son vistos por los gorilas como espacios peronistas. Pero Carlotto hace su militancia enfocada en sus propios principios y tareas, y no defendiendo la verdad peronista; “recuperemos a los nietos” no es lo mismo que “canonicemos a Evita”. Y fíjense que el principio de Carlotto podría ser legal, o incluso económico: podrían decir “que los milicos paguen una indemnización” o algo así. No pasa por ahí: pasa por principios éticos, absolutamente ligados a los sentimientos de las víctimas. Y con esas cosas te dan vuelta a gente que se crió en la casa misma de los milicos. ¿Ustedes imaginan a la CGT hoy por hoy dando vuelta a alguien?

    A esas cosas les tenemos que prestar atención. Pero, siendo realistas, tampoco va a alcanzar con encontrar los puntos débiles precisos de la defensa sentimental gorila. Tenemos que también pensar en los medios de los que disponemos para interpelarlos. Y, sabemos, los medios de comunicación son básicamente del enemigo casi en su totalidad. Nos quedan algunos pocos medios de trinchera, que ciertamente merecen todo nuestro reconocimiento (el mío lo tienen), pero que en definitiva están jugando a querer hacer más o menos lo mismo que hace el rival aunque con la polaridad inversa. Eso no es un espacio intelectual, sino cuanto mucho para convencidos. Para hacer eso nos hablamos entre nosotros; que tampoco es poco, y vale mucho, pero no creo que sea la manera de tener injerencia social.

    Para que el gorilaje nos escuche, además de interpelar sus sentimientos, tiene que ser posible también cierta intimidad que permita el auto-cuestionamiento. Todos sabemos que no van a reflexionar sobre sí mismos salvo en situaciones muy personales y cuidadas. Y, en simultáneo, tiene que ser posible cierta publicidad que permita la culturalización: porque jamás van a cambiar su forma de ser para quedar luego en la más absoluta soledad y marginalidad frente a sus pares.

    Y acá es donde la derecha una vez más nos sacó ventaja, pero que tampoco puede hacer mucho para que nosotros no plantemos también bandera. Estoy hablando de internet, ese engendro maligno que nos trajo a la posverdad, y de cómo se difunde la información por las redes.

    Acá sí tenemos teoría pulenta. Hay mucho. Me gustaría charlar un poco sobre el concepto de sobremodernidad de Augé, pero no lo voy a hacer por una cuestión de tiempo. Sí voy a decir que él supo ver lo que hoy estamos viendo en Internet, y sus conceptos nos pueden servir para entender cómo movernos por ahí adentro: la sobremodernidad y los no lugares son la carne y sangre de Internet. Pero quiero cerrar dándoles apenas un ejemplo de la clase de cosas que se pueden hacer por ahí.

    Internet está lleno de intelectuales. Mi generación, que es la primer generación adulta nativa de Internet, encontró ahí una segunda casa. Y otra cosa de la que mi generación es nativa es de los video-juegos. Y cuando llegamos a la universidad no había teoría de los video-juegos. Había teoría literaria, teoría cultural, artística, y otras cosas. Y, en simultáneo, los vicios de la academia que seguramente todos conocemos, no dió el lugar ni las herramientas para prosperar intelectualmente por ese lado. De modo que mi generación creó algunos espacios maravillosos en internet donde pudieran hacer su propia teoría y lograr que llegue a todo el mundo. Eso armó una red de gente que se puso a hacer lo mismo, y ahora es muy popular y accesible. Y les fué tan bien con los videojuegos, que lo hicieron con muchas ramas de las humanidades.

    Fíjense por ejemplo, los otros días veía un video sobre la película de la mujer maravilla. Un análisis. Allí planteaban cómo la mujer maravilla sufre una crisis de identidad, porque ella había sido criada con la idea de proteger a la humanidad porque eran buenos, y protegerlos de Ares (el dios de la guerra) que era malo y los corrompía; pero cuando conoció a la humanidad (justo durante la primera guerra mundial), resultó que la humanidad era una mierda, y Ares de hecho le dice “yo no tengo nada qué ver, ¿por qué te creés que los odio?”. Así que la mujer maravilla de repente cae en la ficha de que la humanidad no merece que la protejan.

    La mujer maravilla resuelve su conflicto de identidad cuando descarta ciertos principios éticos (que en el video se indican como representantes de escuelas célebres de la ética y el derecho), en virtud de sus sentimientos: ella dice que no los protege porque se lo merezcan, sino porque los ama. Lo cuál en la película luce francamente mersa. Pero estos pibes lo toman para introducir una escuela jóven de la ética, que surgió dentro del movimiento feminista, que es la ética del cuidado: una escuela que no se concentra en quién merece qué, sino en principios anteriores, empíricos, verificables, y tal vez hasta naturales, como la relación entre los padres e hijos. O bien, como aquel perrito que les mencioné al principio. Recién a partir de eso se ponen a hablar de amor, y no a partir de lo malo que es el odio. Y con una boludez como esa dan una puñalada en el corazón de la meritocracia.

    Como eso hay toneladas. Les cuento apenas los títulos y temas de otros videos de la misma gente, que son apenas un sólo grupo de pensadores jóvenes:
    

    Etcétera. Son cientos de trabajos en cada espacio, y hay decenas de espacios para investigar y crear.
    Y el formato de esos espacios cambia las reglas del juego del trabajo intelectual. Porque ahí tienen permiso para pensar sus propias ideas, sin necesidad de adecuarse a las dinámicas académicas ni partidarias, y concentrándose en llegar a quienes quieran llegar.

    Por eso, los videos están hechos en lenguaje coloquial y utilizando temas pedorros de la cultura pop, en lugar de solemnes temáticas universales como la condición humana. Por eso duran entre 10 y 20 minutos, que los ves antes de ir a dormir o en el bondi y te quedás pensando, en lugar de tener que leer los tres tomos del Capital para poder opinar sobre el Capitalismo o de tener que verte las películas de tres horas de Leonardo Fabio para poder hablar de Peronismo: y encima después de todo eso pasar la mitad de tu vida defendiendo tu interpretación frente a tus pares. Estos videos son divertidos. Son actuales. Son cortos. Así llegan a cualquier persona. Así lo ven hasta los gorilas, en la intimidad de la casa, solos, mientras preparan el mate, mientras escrolean facebook porque su hija o su nieta lo compartió a un montón de gente haciendo poco más que mover un dedo. Y así esos videos tienen millones de reproducciones, y son temas de debate entre grandes y chicos.

    No voy a venderles el romanticismo pedorro y pendejo de cambiar al mundo haciendo una página de internet, pero sí a decirles que esas cosas están pasando, muy a pesar de los pesimistas y recalcitrantes; por ahí resulta un hilito de luz en un horizonte más bien negro. Y como esas hay muchas otras, y muchas que todavía se pueden construir. Y no es tanto una cuestión de optimismo tecnológico, sino de llamar la atención sobre que nuestras propias ataduras culturales e intelectuales nos alejan de esos espacios a los que la derecha en su cinismo no tiene problemas de entrar. La modernidad, por buenas o malas razones, nos alejó de la sentimentalidad, y hasta nos habló moralmente de sensacionalismos. Yo les propongo, sencillamente, un poquito más de cariño por las cosas que son sensacionales.