Siempre se ha intentado inventar máquinas. Pero la cibernética es una reflexión sobre la invención de las máquinas. Ella introduce en éstas el cálculo y la razón, confiando plenamente en el poder de acopio y de memoria del trabajo razonable. Puesto que no se trata más que de aplicaciones prácticas (encontrar la mejor máquina en vistas a un objetivo dado y con la ayuda de medios bien definidos), el razonamiento debería, a la larga, sobrepasar la habilidad, la inspiración y los rasgos del genio.

    Pero esta reflexión es extrema y sin otros límites que los -eventuales- del universo. La cibernética representa el último eslabón conocido de la organización de la acción, después del período de los magos y del de los técnicos.

    Los objetivos del mago eran grandiosos: producir oro, correr a la velocidad del pensamiento, obtener a voluntad la lluvia o la inmortalidad. Pero el mago ignoraba la buena disposición de los medios. No sabía utilizar los que tenía a su alrededor y se limitaba a los encantamientos y a los pasos mágicos ineficaces.

    El técnico, por el contrario, se las ha ingeniado para organizar los medios inmediatamente movilizables. De esta manera ha logrado cierto número de objetivos. A esta técnica que no apunta a lo imposible, pero que alcanza los objetivos que se ha propuesto, se le une una especie de modestia: la creencia en la excelencia de las organizaciones naturales y en el peligro de las empresas demasiado ambiciosas y demasiado alejadas del género de vida que hemos sostenido siempre.

    Por fín, el cibernético ha unido a una técnica extremadamente ambiciosa a los objetivos casi ilimitados del mago: cambiar un hombre en una mujer, llegar a la luna, arrancar el secreto de la materia… y muchos otros.

    El cibernético queda encerrado dentro de la técnica. Como el sofista, se limita a ofrecer a los hombres la realización de sus deseos por inverosímiles que sean. Nunca se refiere (en apariencia) a la moral y jamás escoge los objetivos. A él únicamente le interesan los medios. El ingeniero a quien se le pide que realice un objetivo propuesto debe poder responder: es factible; y ofrecer los medios. El ingeniero que, antes de conocer el objetivo propuesto, contesta: probablemente es factible, seguramente será un cibernético que no sólo posee los conocimientos sino también el estado de espíritu cibernético*. Podemos aquí adoptar como divisa de la cibernética la expresión: probablemente es factible.

    (…)

    Al igual que ocurre con ciertas personas de ironía mordaz, que, sin embargo, no nos decidimos a abandonar porque sus pensamientos nos seducen, la cibernética proporciona al mismo tiempo al espíritu un estimulante y una ducha fría que tiene efectos saludables.

    Siempre que sintamos deseos de gritar que lo que vemos es un milagro, de adorar al hombre y de maravillarnos ante las huellas de sus pasos, es conveniente pensar tal situación en el lenguaje de las máquinas. Muchas veces se revelará algún detalle mecanizable, no permitiendo admirar más que lo que realmente era digno de admiración.

    El acceso a esta forma de pensar exige una ascesis en dos tiempos, muy difícil, muy nueva, a la cual estamos tan poco habituados que uno siente la tentación de repetir las palabras de Don Quijote: “Ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar… en fiera y desigual batalla”.

    El primer tiempo consistiría en aceptar el empobrecimiento y la materialización del cuerpo humano, que cada vez nos aparece más como una máquina. El ojo, el oído y la mano han dejado de ser milagrosos. Todo lo más siguen siendo maravillosos (y la maravilla puede tal vez ser más interesante que el milagro). Hay que prever que otras partes de lo que nosotros creíamos ser lo humano se separarán y caerán en el campo de la materia. La vida se retira sobre un pontón cada vez más estrecho, en el cual lucha el humanista con el agua hasta las rodillas.

    Siguiendo la evolución del término humanismo, nos damos cuenta de que actualmente estamos en oposición con los hombres del Renacimiento. Estos acababan de abandonar la gran meditación mística de la Edad Media para ceñirse en una observación más precisa del hombre y de lo que le rodea. Por el contrario, actualmente estamos intentando ampliar nuestra visión del hombre. El humanismo del Renacimiento se abstenía voluntariamente de ciertos aspectos de un inmenso espiritualismo. El humanismo actual quisiera magnificar lo poco que nuestra época acepta tomar en consideración. Pero en esta empresa de salvamento del hombre, en la cual participan los sabios en sus horas libres, los enamorados de lo humano se sitúan muchas veces en una postura peligrosa y no escogen con acierto las armas que deben emplear. ¿Quién fue el que dijo: “Jamás habrá máquinas de traducir”? Pues fue N. Wiener, el fundador de la cibernética (en una carta a Waren Weaver). Como muchos otros sabios, N. Wiener era entonces un humanista imprudente. Lloramos cada vez que debemos ceder una parte del hombre y que nos vemos obligados a reemplazar esa mano humana tan querida por Valéry por algún aparato más perfecto que ella. La afirmación más desacertada y peligrosa, aquella que deberíamos tener más en la frase: “Jamás existirá la máquina de hacer tal o tal otra cosa”. Basta haberlo dicho para que seis meses más tarde alguien invente dicha máquina.

    Es preferible conceder a los mecanicistas lo que es visiblemente mecánico y más todavía, y tomar por este lado todas las precauciones posibles. Esa purificación del hombre (en el sentido químico de la palabra purificación) es necesaria, si queremos creer en el hombre. Creer en el radio consistió para los Curie en quitar primero las toneladas de impurezas que envolvían en la pechblenda algunos miligramos de radio.

    Es necesario lanzar al agua de nosotros mismos esa ganga maquinal del hombre que parece animarse y engaña la buena voluntad. Cuando lo que nosotros queremos salvar deja oir un ruido de engranajes, es probable que no hayamos “sacado del fondo de las aguas” más que una máquina. Como el delfín de La Fontaine, deberíamos volver a echarlo al agua y buscar “algún hombre, a fin de salvarle”.

    (…)

    Pero la materia que procede de los alimentos ha pasado al campo de la vida y lucha junto a ella contra el resto de la materia. Trátese de órganos vivientes o de artículos manufacturados, la materia que les constituye se aparta del curso de la entropía para seguir nuestro camino. Una nueva ternura tal vez nos empujará de nuevo hacia ese cuerpo y hacia nuestros otros útiles materiales (que hemos dejado de amar desde los tiempos de la Roma primitiva). Igual que, después de un día de viaje y de colaboración -si no espiritual, por lo menos corporal, en la acepción más intensa de esta palabra, en el sentido de una presencia, de algo que no es el vacío, que se sostiene y en lo que puede uno tener confianza-, nosotros acariciamos con la mano el coche, o al modo que besamos con la mirada el banco y los árboles de una plaza, amaremos esta materia que no es del todo material. Además, toda materia, incluso no elaborada, extraña y ciega, no es perjudicial ni mala, sino solamente determinada y ciega.

 

 

* Espíritu cibernético: situación espiritual o actitud mental que considera la posibilidad de los medios ante el fin que se propone. Dicha posibilidad, en virtud de tal espíritu, se convierte en probabilidad efectiva de que los medios existan y sean, al mismo tiempo, los adecuados a la realización del objetivo. También podríamos entender, por nuestra cuenta, dicho espíritu como el sentido de la autorregulación o, quizás, en otra forma, de la regulación adecuada.

Aurel David, La cibernética y lo humano, 1966.

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