Otro texto para el taller de escritura.
Esta vez la consigna fue: Combinar la repetición y el contraste. “Las costumbres de una comunidad”.
Escondidos entre los pilares de los pequeños grandes placeres humanos, se encuentran la satisfacción del secreto prejuicio y la activa discriminación. Tanto es así que dividir a la gente en grupos resulta una actividad irresistiblemente encantadora, aún cuando privada de su esporádica y contingente justificación científica; es tanto un juego hipócrita como un goce moderno el disponer de incontables categorías que nos permitan distinguir entre adecuados y no adecuados, entre aptos y todo lo demás, lo que ande por ahí, lo que sobra. Pero no es ni tabú, ni pecado, ni está mal visto siquiera para las sensibles almas de los refinados que manejan tanto conocimiento y saben percibir con brillante precisión al universo. Con este texto pues seguimos los pasos de estas grandes personas, nos unimos a ellos, explorando los vericuetos de una comunidad tan ancestral como vigente: el mersa.
Boludo y de mal gusto, el mersa sobrevive desde que la gente es gente. Allá por el año quichicientos, en las cuevas esas con los dibujos esos, ya se encuentran los cazadores con sus lanzas, las presas que alimentarán la tribu, y los pelotudos inverbes que corren para cualquier lado con los brazos en alto, sin armas, y sin aparente virtud de la que se pudiera dejar constancia, amén de su evidente presencia.
Uno que no entiende mucho podría decir que aquella persona tendría un rol, que daría algo a cambio del ser; que forma parte, pensando un poco, de una larga cadena de sucesiones y conexiones que llevó a la humanidad a sobrevivir a tamaña adversidad: catástrofes naturales, enfermedades, depredadores más hábiles, fragilidad; que es un eslabón en el contínuo de nuestro conocimiento, y nuestro crecimiento, y nuestra cuestionablemente infinita actualidad. Pero no: hoy sabemos que tenemos satélites, y entendemos al átomo, y entendemos la luz, y mandamos cosas a otros planetas, y ese tipo ahí sin armas al lado de un buey que está siendo cazado, lo podemos visualizar muy bien, de tener nuestras herramientas estaría sacándose selfies y mandando besitos y escribiendo “jajaja” en alguna red social mientras los demás se rompen el orto laburando por un plato de comida. Y sabemos que si lo criticamos somos unos intolerantes y no entendemos nada de la vida porque no estamos en la onda. Y que, “la verdad”, diría, “tendrían que buscarse otra manera de ganarse la vida porque eso que hacen es muy violento y el pobre animalito no tiene la culpa de nada; fíjense a quién votan, jajaja, besitos”.
Ese tipo es mersa. La cabeza le da hasta por ahí nomás y para algunas pocas cosas. Siempre fue así. Y los hay de todos colores, y los tienen junados en todos lados. En Grecia nos consta que los estudiaban; eran el corpus de tanto filósofos como sofistas. En Roma eran una preocupación incesante; “Aut Caesar, aut mersa”, decía Borgia; “Si vis pacem, para mersum”, decía Vegecio. Estuvieron en Constantinopla y en Turquía, y propagaron la peste con un ímpetu imparable, y cazaron infieles y herejes, y cabalgaron y zarparon hacia nuevos continentes a donde llevaron nuevas enfermedades, y formaron felices colonias, y lloraron independencias, y trataron una y otra y otra vez por todos los medios posibles de reinstalar antiguas dependencias (de monarquías, de paises, de iglesias) porque todo tiempo pasado fué y será siempre mejor, y así continuaron hasta hacer posibles dos guerras mundiales y cincuententa años de guerra fría; en el interín pudieron deleitarse con enormes maravillas como la batimanía o los campeones del yoyó. Y hoy se conglomeran unidos en redes sociales, donde pueden compartir lo mejor de sus mejores momentos, mientras tienen siempre disponibles aplicaciones para ver si cojen o tests de inteligencia en infobae. Mersas. El más gigantezco y espeluznante desperdicio de energía jamás imaginado. La proporción, la magnitud de su accionar, lo terrible de su fuerza, serían dignos de canciones épicas si no fueran tan condenadamente marmotas. Y con el paso de las eras (y hay que hacerse cargo que se ha intentado), los conoció Mohamed, y los conoció Jesús, y los conoció también Buda, y así y todo no parecen tener solución alguna: los tipos dale que dale con el tiki-taka, los consejos antiestrés, las ideas brillantes y fáciles para hacerse unos mangos, las polémicas, las minas en pelotas en todos lados, los autos caros y ruidosos, la pasión exacerbada por los deportes, la opinión sobre todo, las citas a pensadores que después se revuelcan en sus tumbas y de los que no saben ni escribir bien el nombre, los emoticons, los memes que no son graciosos, hablar de lo que pasa en la televisión, creer que decir “son todos chorros” es tener pensamiento crítico, las promociones de los bancos, la tecnología al pedo, el hit del momento, la nostalgia, los trending topics, el dólar, las vacaciones, y la autoayuda.
Todo aquello a nuestro alrededor, miremos donde miremos, está imbuido en la esencia mersa; pensado en lo mersa, adecuado a lo mersa. Y así planteado resta la pregunta de cómo se puede tomar esta distancia que un humilde servidor y sus lectores están tomando. ¡Pues si lógicamente no la hay! ¿Por qué habría de haber tal cosa? Si lo mersa bien puede ser cuestión de grado, o incluso hasta una sana normalidad; pero además tenemos vínculos incuestionables con el mersa, que no podemos romper. Nos une la especie, nos une la masa; nos une el hambre y la deriva existencial. Podemos fantasear con un mundo futuro donde la gente ya ha hecho cosas como conectarse todos el cerebro entre sí y finalmente tener un poco de compasión por el otro, pero no podemos imaginar un mundo sin siquiera una parte de nosotros mismos; no sin caer en lo mersa una vez más, y así formar parte de esa interminable cadena de la estupidez humana, que no se entiende bien si estaría mejor representada con una orgía o con una picadora de carne, o si es una cuestión de perspectiva, o si simplemente habría que dejarse llevar por algunas cosas y entender un poco menos y entonces, tal vez, sólo tal vez, el pánico de la escena del buey que no tiene muchas ganas de ser achurado y te está mirando fijo y te está apuntando con los cuernos, sólo tal vez decía te inspire a sacarte una selfie y cagarte de la risa celebrando que esa ahora la podés contar incluso después de muerto. Quien sabe, quizás la mersada original está en aquellos dibujitos en aquellas paredes de aquella cueva de sabrá dios cuándo.