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– ¿Por qué se mantiene usted al margen de la polémica?
– Me gusta discutir y trato de responder a las cuestiones que se me plantean. Es verdad que no me gusta participar en polémicas. Si abro un libro en el que el autor tacha a un adversario de «izquierdista pueril», lo cierro enseguida. Tales maneras de hacer no son las mías: no pertenezco al mundo de los que se valen de ellas. Por esta diferencia, que mantengo como algo esencial: se trata de toda una moral, la que concierne a la búsqueda de la verdad y a la relación con el otro. En el juego serio de las preguntas y de las respuestas, en el trabajo de elucidación recíproca, los derechos de cada uno son de algún modo inmanentes a la discusión. Simplemente marcan la situación de diálogo. El que pregunta no hace sino usar del derecho que le es dado: no estar convencido, percibir una contradicción, tener necesidad de una información suplementaria, hacer valer postulados diferentes o destacar una falta de razonamiento. En cuanto al que responde, tampoco dispone de ningún derecho excedente respecto de la discusión misma; está ligado mediante la lógica de su propio discurso a lo que ha dicho con antelación y, a través de la aceptación del diálogo, al examen del otro. Preguntas y respuestas derivan de un juego -un juego a la par agradable y difícil- en el que cada uno de los interlocutores se limita a no usar sino derechos que le son dados por el otro y mediante la forma aceptada del diálogo.
El polemista se aproxima acorazado de privilegios que ostenta de entrada y que nunca acepta poner en cuestión. Posee, por principio, los derechos que le autorizan a la guerra y que hacen de ésta una empresa justa; no tiene ante él a un interlocutor en la búsqueda de la verdad, sino a un adversario, un enemigo que es culpable, que es nocivo y cuya existencia misma constituye una amenaza. Para él, el juego no consiste, por tanto, en reconocerlo como sujeto que tiene derecho a la palabra, sino en anularlo como interlocutor de todo diálogo posíble, y su objetivo final no será el de acercar tanto como se pueda una difícil verdad, sino el hacer triunfar la causa justa de la que desde el comienzo es el portador manifiesto. El polemista se apoya en una legitimidad de la que, por definición, es excluido su adversario.
Quizá será preciso hacer algún día la larga historia de la polémica como figura parasitaria de la discusión y obstáculo en la búsqueda de la verdad. Muy esquemáticamente, me parece que en ello se podría reconocer hoy la presencia de tres modelos: modelo religioso, modelo judicial y modelo político. Del mismo modo que en la heresiología, la polémica se propone como tarea determinar el punto de dogma intangible, el principio fundamental y necesario que el adversario ha descuidado, ignorado o transgredido; y en esta negligencia, denuncia la falta moral; en la raíz del error, descubre la pasión, el deseo, el interés, toda una serie de debilidades y vinculaciones inconfesables que la constituyen en culpabilidad. Como en la práctica judicial, la polémica no abre la posibilidad de una discusión en condiciones de igualdad; instruye un proceso. No se ocupa de un interlocutor, trata un sospechoso, reúne las pruebas de su culpabilidad y, designando la infracción que ha cometido, pronuncia el veredicto y dieta condena. En todo caso, no estamos en el orden de una indagación llevada en común; el polemista dice la verdad en la forma de un juicio y según la autoridad que le es conferida a sí mismo. Pero hoy en día el modelo político es el más poderoso. La polémica define alianzas, recluta partídarios, coliga intereses u opiniones, representa un partido; constituye al otro en un enemigo portador de intereses opuestos contra el que hay que luchar hasta el momento en el que, vencido, no le cabrá sino someterse o desaparecer.
Sin duda, en la polémica la reactivación de estas prácticas políticas, judiciales o religiosas no es otra cosa que teatro. Se gesticula: anatemas, excomuniones, condenas, batallas, victorias y derrotas no son, después de todo, sino maneras de decir. Y sin embargo son también, en el orden dei discurso, maneras de hacer que no carecen de consecuencias. Se dan efectos de esterilización: ¿se ha visto alguna vez surgir una idea nueva de la polémica?. Y no podrá ser de otra manera desde el momento en que los interlocutores son incitados, no a avanzar, ni a arriesgarse cada vez más en lo que dícen, sino a replegarse sin cesar sobre el buen derecho que reivindican, sobre su legitimidad que deben defender y sobre la afirmación de su inocencia. Y hay algo más grave: en esta comedia se remeda la guerra, la batalla, las aniquilaciones o las rendiciones sin condiciones; se hace pasar cuanto se puede por su instinto de muerte. Ahora bien, resulta peligroso hacer creer que el acceso a la verdad puede pasar por semejantes caminos y validar de este modo, siquiera solamente bajo forma simbólica, las prácticas políticas reales que podrían así autorizarse. Imaginemos por un instante que, en una polémica, uno de los dos adversarios recibe, mediante un golpe de varita mágica, el poder de ejercer sobre el otro todo el poder que desea. Algo que, por lo demás, resulta inútil imaginar: basta con ver cómo se desarrollaron en la URSS, no hace tanto tiempo, los debates en torno a la lingüística o a la genética. ¿Eran desviaciones aberrantes de lo que debe ser la auténtica discusión? En absoluto; antes bien, en tamaño real, se trataba de las consecuencias de una actitud polémica cuyos efectos habitualmente permanecen en suspenso.
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